domingo, 27 de julio de 2008







Los colores de la oscuridad


Víctor Catalán Maldonado





Narraciones













—HORNO DE BARRO—

Puerto Montt (Chile) — 2007





PRÓLOGO EDITORIAL

VÍCTOR CATALÁN MALDONADO tiene oficio de escritor; pero ser escritor no es su único oficio, no ha sido el primero y, seguramente, no será tampoco el último. Aunque, tal vez en su fuero íntimo, le gustaría ya dejar ese otro oficio consuetudinario de ser nómade de muchos oficios para dejarse atrapar por el sedentarismo de la creación literaria, que, pienso yo, es su gran pasión, su único e irrenunciable amor, al único que ha sido capaz de permanecer fiel, tal vez porque allí es donde puede encontrarse con su Paillaco natal y, entrañablemente ligado a él, la dulzura de los recuerdos de su madre, iniciadora de su afecto y de su oficio en el arte de las letras; tal vez porque allí es donde se reencuentra siempre con la presencia silenciosa y cercana del padre, hombre relacionado con las líneas del ferrocarril , el mismo en el cual habría de recorrer su pequeño mundo circundante de infinitos horizontes. Es en Paillaco y en los lugares circundantes de la provincia de Valdivia donde se enraíza la semilla de su ser cosmopolita: escritor de siempre, estudiante normalista, profesor primario, esposo y padre, prisionero político, liberado-exhonerado-excluido, otra vez estudiante –ahora universitario–, médico, funcionario público, pintor, músico y, sobre todo, hombre en ese sentido ontológico que lo hace ser, en cada circunstancia en la que se encuentra, amigo, amante, confidente, guía y apoyo tutorial… De allí que su fuente de inspiración en su oficio de escritor haya sido, simplemente, su propia vida, recordada en episodios observados ahora desde una perspectiva ya madura, impregnada de los afectos y sentimientos nativos referenciados por la reflexión en busca de raíces y explicaciones posibilitadas por la experiencia del médico y expuestas con la llaneza y simplicidad tan propia de los casi ya desaparecidos profesores normalistas. No es el propósito de este prólogo el juzgamiento de la calidad del escritor Víctor Catalán ni el de su producción literaria. Ése es un juzgamiento que dejaremos en parte a quienes lean estos cuentos y, en parte, a quienes tienen el oficio de profesionales de las letras. Aún así, en buena medida ese juzgamiento ya ha sido iniciado, pues Catalán ha participado en numerosos certámenes nacionales e internacionales, con suficiente éxito como para merecer ya un lugar de (re)conocimiento como poeta contemporáneo. Horno de Barro (editores artesanales) le ha escogido para presentarlo, en esta selección de sus cuentos (Los colores de la oscuridad) en su veta narrativa, todavía inédita, con el propósito adicional de autopresentarse como editorial de la artesanía literaria local que busca de un punto de apoyo y referencia para darse a conocer públicamente. Esperamos ser, tanto para Victor Catalán como para muchos otros escritores aún desconocidos, ese punto de apoyo necesario para que otras editoriales de verdadero renombre y experiencia les acojan y les proyecten en el gran universo de la literatura nacional y global.

1. PLAGIOS

21 MINUTOS, me dicen, tengo para escribir un cuento. Imposible. Soy de esos escritorcillos lentos que escriben a impulsos de las mareas y los cambios lunares, que aquí son la parsimonia misma. Sin ir más lejos, ayer no más me sucedió que vino un niño de cabeza grande y pies como de caballito recién parido, a pedirme que le ayudara con una composición que estaba escribiendo para su clase de arte. Yo le dije que lo primero que tenía que hacer era sacarse la gorra y saludar; y, en segundo lugar, presentarse. Además le agregué que estábamos en vacaciones, así que cuál era su apuro para escribir eso. La verdad es que cada vez que alguien me viene a pedir ayuda en esto de escribir, es porque alguien también ha difundido por todos lados la especie de que soy escritor. La verdad es que no lo soy. Pasa que —y esto se los cuento a ustedes no más— heredé de mi abuelo el secreto de la escritura. Él, un viejo listo, a su vez lo heredó de una querida que fue, según entiendo, profesora de él en la escuelita primaria de Bahía Mansa en el año 33, cuando el viejo pasó por allí como alumno a la edad de 18 años, como se estilaba en esos tiempos. Lo cierto es que el secreto de todo son siete cuadernos con poemas y cuentos que, si los reviso a la luz de lo que ahora se escribe, son portentosos. Los poemas están en verso libre y no tienen nada que envidiar a los de Huidobro ni a los de otros connotados. Y los cuentos para qué decir. ¿Ustedes han oído nombrar a Borges? En el Aleph menciona una fórmula para ver el todo y la nada, el infinito y la eternidad, el principio y el fin, en resumen el Aleph. Si ustedes leen con atención, es lo que en el cuaderno siete de la profesora se denomina Alefha. Cuenta ella que había una vez un hombre que vino de la antigua tierra celta. Hablaba fácil 28 idiomas. El griego era su favorito. De las elucubraciones sobre dioses de esta antigua cultura hay una sobre Apolo. Como me restan siete minutos la transcribiré textual, tal como, según la maestra, se lo refirió el hombre: “Apolo, el dios de la luz, hijo de Zeus y de Latona, nació en la luminosa y errática isla de Delos. Se asentó en el santuario de Delfos, tras haber dado muerte a la serpiente Pitón, y estableció allí su principal oráculo como dios de la adivinación y la mántica. Es también el dios de la música, de la medicina y de la poesía y, como tal, preside el coro de las nueve Musas, "coronado de violetas", que viven en el monte Helicón. Su más famoso precepto fue una sensata recomendación: "Conócete a ti mismo". ¿La forma de este conocerse?: Un minúsculo agujero bajo una ignorada escalinata que da al oriente del templo tercero del Santuario, tiene siete escalones de mármol rojo y una pequeñísima ventana circular en el costado derecho, por donde cabe la cabeza de un hombre. Si el hombre tiene una cabeza grande, entrará justo por el agujero redondeado de este ventanuco, tapará la filtración de luz exterior y podrá verse en el nacimiento y la muerte, en todos y ninguno, podrá verse un bondadoso dios y horrísono demonio, verá el origen de la luz y la oscuridad...” Me interrumpo, queda un minuto. Mi secreto es que no soy escritor. Me dedico a copiar textual de esos cuadernos que he heredado. Qué vergüenza. Se lo dije al niño. Él me quedó mirando. Luego se dio vuelta y se fue moviendo su gran cabezota —tal vez del tamaño de la mía— y dando saltitos de potrillo. Me dejó un papel. No lo creerán. Aparece la historia de Apolo. El niño la ha completado en los mismos términos en que aparece en el cuaderno siete... “ verá el origen de la luz y la oscuridad, se verá a sí mismo. Debajo de la escalera de su casa podrá comprobarlo. Si no lo cree vaya y métase por el lado derecho, si es que su escalinata tiene siete peldaños y mira al oriente al bajar por ella... Procure que sea a las doce del día.”
Voy para allá. Cuento los escalones. Son siete. Faltan siete segundos para las doce.

2. ALMA MORA

REGALABA tarjetas de navidad en marzo, mes fatal en que empezaban los vendavales, los líos del comienzo de clases, las viejas se paraban en la puerta a esperar al hojalatero, terminaban las fiestas del aniversario, la playa se moría, le daba por llover. O en agosto, en que todos andaban con eso de que ojalá pase agosto, los gatos en celo copulando en los techos, la higuera volviendo a florecer y como milagro del cielo, mermando la lluvia.
Y otra cosa. Era espiritista. Los jueves, cuando daban las diez en el reloj de péndulo, se ponía el vestido largo de lino, se ataba el pelo en una cola y calzaba las sandalias de cuero de nonato, herencia de su abuela Leonor.
Además se llamaba Alma Mora, que venía de creencias sobre almas sin bautismo y que van al purgatorio. Sin embargo Alma, a pesar de todo, creía en la Navidad, en los santos y en el Apocalipsis.
La hallaron, dice “El Cronista”, cerca de la roca azul, la que brilla aunque no haya sol y donde murió el poeta en el 73 y hay un precipicio claro y sin fondo rodeando la roca. Alguien habla en la radio de una joven con vestido largo, cabellos castaños y ojos desiguales, el uno riendo y el otro a medio llorar y hundido en la cuenca. El que lo dice, de seguro sabe algo más, puesto que evita la palabra muerte. Para mí, prestidigitación es la palabra justa. Cuántas veces desapareció en estos años, como por arte de hechicería y, de repente, una carta: “…amigo, estoy en Ovalle, tú sabes. Ovalle tiene un cielo límpido. Estrellas reales. El cielo sobre ti majestuoso, azul, diciéndote cosas.”
Pero yo no sabía, ni siquiera conozco Ovalle. Otras veces: “…amigo no te sorprendas, me vine al desierto, vieras el paisaje. Hoy floreció la arena...”
Alma Mora es errante. Se esfuma y regresa. Con eso del espiritismo hasta puede estar a ojos vista de uno y no la ves. De pequeña, mejor dicho de niña, porque pequeña ha sido siempre, Alma Mora se las ha arreglado sola. Su madre era maestra y no tenía con quién dejarla, así que... ¿Te acuerdas del Maremoto? Nació ese día y predijo el del 85. Y siempre con sus pálpitos.
–Lloverá, mamá.
–No lloverá, hija.
–Sí lloverá...
Llovía.
–Te lo dije mamá.
Otras veces:
–Va a haber arcoiris.
–No creo hijita, no ha llovido.
–Lloverá y va a haber arcoiris. Mira por la ventana, ¿ves?
Y siempre pensando en volverse a casa. La materna, esa casa de un piso entre árboles y flores. Alma. Siempre pensando en ese hijo que tuvo y que se perdió en el mar y ella esperando y esperando a que un día regrese.
–Regresará; lo sé por las líneas de sus manos y también por las mías –me dice una vez. Pero yo no estoy seguro, el mar no devuelve lo que toma, pienso.
–No debí venirme. La machi me lo dijo –se recrimina refiriéndose a su venida desde Labranza.
–¿Cuál machi? –pregunto.
–La que me curó las rodillas.
Alma tiene unas cicatrices en las rodillas por una vez en que la mordieron las cantáridas y una machi le sorbió con la boca la ponzoña; y aunque las heridas estaban cerradas al día siguiente, le quedaron esas señales lunadas.
Allí la conocí. Veinte años hace de eso y ya andaba en su metafísica y sus premoniciones, adivinando en una lámpara del living si iba a llover o si vendría el tío Sergio, el barbudo, o si pondría la gallina Eduvigis, la castellana, que era su regalona. A medio vestir, una cinta de colores entornándole el pelo, las sandalias de cuero gastado y del color de las avellanas maduras.
Pero hay algo. Una frase de Alma que he olvidado, y que es la clave para entender de esta desaparición. Repito como siempre cuando estoy nervioso la palabra o–jo, oj–o, o–j–o, ojo, voz subliminal del silabario de ese nombre donde nunca aprendí a leer. En la mitad del desayuno miro el oleaje negro del café, esas olitas que se forman en la superficie al soplar, no sé si lo has hecho alguna vez. Allí ella veía figuras y encantamientos que yo nunca pude ver...; a veces las voces encajan solas en la mente, otras veces saltan en medio del sueño como un sobresalto que a uno lo pone de pie. Esta vez no. Cuando ella me la dijo yo andaba en otra.
–¿Qué dijiste?–le pregunté, explicándole mi distracción.
–Pensaba en ti –le mentí–. Estaba ido, perdona –le agregué a modo de ridícula excusa.
Se quedó mirándome un minuto largo, sonrió y se fue. Traté de traer las palabras con alguna suerte de nemotecnia para anotarlas después, pero no. Preferí ir tras ella, decirle linduras, apretarla de la cintura con cariño, amistoso, zalamero. Olvidé lo que dijo, lo olvidé no más, mierda de memoria.
Trato de pensar en Alma, en su augurio, en su vieja amistad. En esas interrupciones de meses y hasta años que dejábamos de vernos, pero nos sabíamos en alguna parte, siempre cercanos. Trato de ir a esos días en que la buscaba para oírle decir que el horóscopo, que el sino, que las cartas del Tarot. En esas tardes en que tomábamos té de jazmín y yo tenía ya treinta años y ella parecía detenida en los veinte.
Hubo una tarde, la del viernes santo de hace siete años, en que metida en su pulóver gris de largas mangas que le sobrepasaban los dedos, me dijo voy a irme. Había algo en su modo de decir, cierto no sé qué, acorde con la fecha. Su voz, la de siempre, cantadita, suave, dulzona, heredada. Recuerdo esas cosas y tantas otras. Pero no recuerdo la frase.
Discurro el truco de repasar de arriba abajo el alfabeto hasta encajar con algo, pero nada. Reviso libros, algún autor favorito de Alma, Lobsang Rampa, Herman Hesse, Balmes,"Siete Noches" de Borges, que ella me leía en voz alta. Repaso el decimotercero cuento peregrino de Gabriel García, ¿lo ubicas? Tal vez no. No ha sido publicado. Alma Mora lo conoció gracias a los espiritistas. Eso me dijo. En una parte, describe la entrada de Carlos Gardel al lupanar de la “Nena” Daconte, falsa hermana de la verdadera “Nena”, a la cual suplantó en la regencia de "El Bucanero", en Cartagena de Indias. La legítima murió de una sífilis terciaria en un hospital de caridad en Barcelona, tú sabes. Sigo. Carlos, el grande, ¡qué cantor de tangos, ¿no?!, es hallado en la selva colombiana. Agónico, quemado total, entre los restos de un avión de la fuerza aérea yanqui. Es rescatado por dos indios misteriosos y sin edad los cuales le dan al cantor sus cosas, bebedizos, pociones, magia, todo...; bueno, es un cuento. Quemaduras enormes se sanan y la piel del “zorzal criollo” queda más tersa y juvenil que lo que siempre había sido. Y luego lo demás, la fama, y una supuesta muerte verdadera en París ocurrida el año pasado.
En una parte, te lo transcribo fiel, el cuento dice poniéndolo en boca de la Nena:
–¡Los ojos sirven para mirar, hasta que los cuervos te despiertan de la ceguera! –y eso porque al entrar Gardel al lupanar, tropieza con la alfombra y está a un tris de caer. Al leer esa especie de augurio, cruza por mi mente un ramalazo de certeza de que recordaría la frase, tú te imaginas, es tan importante para mí. Pero nada.
Así que abandoné las hojas de papel donde García había escrito –me lo aseguró Alma– su cuento inédito a través de la mano de un vidente amigo de ella.
Muchas veces nos apenamos de su partida inminente. Te repito, siempre se estaba yendo a algún lado. Se ponía seria y encendía la pequeña lámpara con pie de avellano y huiros a modo de pantalla, los que soltaban un aroma de océano, una premonición, algo sutil pero inapelable sobre el mundo acabándose, que la lámpara trataba de advertir, cosas que yo nunca tomaba en serio.
–¡Amiga! ¡Estás pasándote películas de horror! –le decía, cambiando luego el tema. La última vez estuvo anunciando cerca de dos años irse, no sé adónde, pero yo no la hice mucho caso.
Alma Mora, tú sabes, era menudita, bien hecha, de pelo claro, ¿lo dije ya?, con pantorrillas torneadas y mataduras en las rodillas... Alma Mora es bonita, aunque no llama mucho la atención. Se le mira raro casi siempre, tal vez por la sonrisa que no la deja ni siquiera para cortejar a los difuntos, que en las juntas de espiritismo se saltan a la médium e insisten en hablar con ella, según cuenta. Yo estuve allí varias veces y nunca vi nada, creo que por mi falta de fe nada más, seguramente.
Al conocerla, eso sí, no se la podía ignorar, tú la conociste y sabes eso muy bien. Ya sea por su sensatez. Por su magnetismo. Todo conflicto de alguno de sus amigos, que tenía varios, los captaba de las cuatro o cinco palabras iniciales y mirándolos con ojos entornados, como cuando uno se aleja de un cuadro para poder apreciarlo mejor, con voz dulce y definitiva, daba su opinión, la cual las más de las veces, era la solución o al menos un calmante. Por eso, le anduve creyendo aquel día en que me dijo que ya no la volvería a ver porque era eso lo que correspondía.
–¡Amigo! –me dijo– ¡El mar llama al río y es hora de beber la cicuta! Yo dije de memoria algo así como que el tiempo corre por su cauce y su razón de ser es llegar al mar de la nada, o sea, una cosa de las que le había oído decir alguna vez en esa lengua rara de ella. Y lo olvidé al tiro.
Te digo, ella tenía –tiene, mejor dicho– un no sé qué de especial. Desde que la conocí, jamás dejó de mirarme a los ojos para decirme las cosas y exigía lo mismo de mí.
Sus ojos eran los más raros del mundo, uno de color marrón, el otro con un leve tinte verdoso. El que la conocía de cerca y la había mirado con atención, descubría esto fácilmente. Además que tenía una mínima desviación y una especie de vibración de arriba abajo del izquierdo, no sé, algo muy raro.
–El derecho es el ojo de la madurez –me dijo una noche–, el izquierdo el del deseo… –y me lo guiñó sonriente, por lo que pensé que no hablaba en serio.
Me quedé no sé cómo el día que descubrí que su ojo izquierdo lloraba mientras el derecho permanecía sereno y sin lágrimas.
Esa vez, venía yo de mi oficina y trataba de recordar dónde había estacionado mi Renola, cuando Alma se me apareció por detrás de ésta, como si hubiese estado esperándome.
Ese día el médico le había dado un dictamen de aquella mancha en la radiografía y no hizo falta que yo le preguntara, pues, como siempre, en cuanto se sentó a mi lado en el vehículo, comenzó a hablar en su tono alegre de siempre, casi como cantando, diciéndome que lo que le estaba haciendo arrastrar la pierna derecha era el mal que ya los espiritistas le habían revelado:
–¡Es un mal estrellado, que se ramifica como la mandrágora de los fraticelos! –dijo.
Entonces la miré. ¿Lloraba? No sé. Una tormenta azotaba el cuenco oscuro de su ojo izquierdo y me transmitía algo como un dolor de herida grande. En cambio el ojo derecho..., cómo decirte..., era como si hubiese superado la muerte. Estaba separado... de la contingencia..., trataba de trasmitirme un mensaje urgente que no capté... (para variar). Su verde era... de agua de mar. Éso. Agua de mar. Dulce. Bueno. No dulce. Amable, amoroso...; sí, amoroso. Lo cierto es que me regresaba en el tiempo a días en que todo lo que hacíamos era tratar de... vencer el... apremio del tiempo, de superar las limitaciones..., de dejar de ser... hormigas. ¿Captas lo que quiero decir?
Las últimas semanas había pasado de la furia a la decepción, pero siempre con momentos de serenidad en que trataba de explicarse la razón de esta ciudad tan rara, tan apestosa, llena de ruidos, de humo, de gente mala. Pero ella no se quejaba de eso, al menos directamente. Me hablaba más bien de los árboles que, cuando decidió quedarse aquí, la habían atraído por su aroma a campo, reminiscencia de Labranza de seguro, pero que los echó abajo una ordenanza municipal, para construir todos esos edificios que hay ahora y meterle cables, tubos, cemento, semáforos, etc..., qué sé yo, todas las huevadas que hacen en la ciudad, tú sabes, y además donde Alma Mora se estaba muriendo por ese mal estrellado que le dijo el doctor. Parecido al Apocalipsis, que va a ser el fin del mundo según Alma.
Ese día, 13 de julio para ser exacto, aunque fuimos al sitio de siempre, cerca del faro, no bajamos de la Renola. Pienso en todas las personas que he visto llorar con un ojo mientras el otro sigue seco, pero siempre se ha tratado de casos de roña provisoria, achaques o basurillas que una vez que se limpiaban con la misma lágrima, se terminaba. Había sol ese día. Un sol tremendo y ni una nube en el cielo. Empero, todo olía... gris. Luego de llorar y de reír a la vez, me pidió que la dejara en su casa y desde entonces –cómo pasa el tiempo– ya no la volví a ver hasta el día en que me espetó la escurridiza frase.
Ayer se cumplieron trece días desde aquel último encuentro. ¿Es 26 de julio, no? Hallaron su cuerpo entre los huiros, al pie del faro –lugar nuestro–, en la costa.
Según el periodista –te mando el recorte del diario–, según el periodista digo, el buzo que la trajo hasta la playa enloqueció y sólo hablaba para sí de dos ojos que lo miraban “expresivos, llenos de vida, distintos el uno al otro, el izquierdo profundamente oscuro y triste, el otro, luminoso y alegre, diciéndole “sonríe”.
Te lo transcribo textual.
Tal vez debí coger el mensaje. Rescatarla yo, que era su mejor amigo. Decirle todo irá mejor mañana, te sanarás, te irás a Labranza donde todavía hay un paisaje hermoso, en fin, la delgada lluvia floreando las madrugadas del otoño, las rojas cerezas en febrero, las nalcas en noviembre, la chicha de manzana dulcecita..., no sé, algo que la tire para arriba, o bien que aparecerá su hijo Nabucodonosor, tantos años perdido en el mar, mmm…, digamos..., todas esas cosas que ahora se me ocurren. Pero a mí no me consta, hay tantas coincidencias a veces. Yo digo... ver para creer..., te apuesto que de repente me va a llegar una carta que va a decir “amigo, estoy en Labranza..., la machi me ha venido a ver, está viejísima. Te cuento algo que no me vas a creer: las gallinas han puesto dos huevos al día de puro contentas...”.

***

NOTA: El diario dice en uno de sus párrafos, casi al borde de la página: “ojos tienes para ver y no ves..., si me voy y no regreso, verás por mí”. Es la frase que había olvidado. ¿A qué se refería? ¿De dónde la obtuvo el periodista? Nunca lo sabré.

3. LAS GARDENIAS AZULES

LAS FLORES son hermosas. Especialmente las gardenias azules con que sueles adornarte el cabello. Incluso hoy al verlas bajo el esmerilado grisáceo del agua, con sus débiles tallos resistiéndose a ser arrancados por el torrente, y sus corolas estallando una a una por la fuerza avasalladora bajo un metro de río inexorable que lo inunda todo, descubro otro aspecto de su belleza: lo frágil y transitorio.
Tal vez aún me miran tus ojos desde algún lugar de la cocina, con sus semitonos pardos y brillantes, entornados para enfocar mejor desde tu creciente miopía y aparentando tranquilidad y celo en lo que haces. Pelas una papa o zurces una de mis medias o atizas el fuego por la boca de la estufa con la tenaza, intentando mantener el curso de lo cotidiano a pesar del martilleo incesante de la lluvia contra las calaminas y del viento en las ventanas.
También tu belleza es frágil. Comienza a abandonarte la tersura, de la que te vanagloriaste desde la primera vez, asegurando que la conservarías hasta los sesenta años, sin necesidad de humectantes, ungüentos ni aderezo alguno y que de ahí en adelante te las arreglarías con emplastos de barro mezclado con miel de margaritas.
El rosa aterciopelado que daba una suavidad de duraznos maduros a tu piel, se va quedando en los días que caen en el otoño de los calendarios.
Pero algo hay perenne en ti. Es esa serenidad que se acurruca en un rincón de tus pupilas y te salva de la angustia que traen las calamidades.
–¡Algún día dejará de llover! –me dices.
–¡Algún día! –te respondo, por decir algo y, sin dejar de mirar por la ventana, veo las flores bajo el prisma encabritado del agua. Parecen extenderse hacia adelante sus dedos de verde esqueleto vegetal coronados por destellos multicolores, las corolas, que de cuando en cuando se desprenden del tallo y se pierden río abajo entre los juncales, que no dejan su baile acuático en ningún momento.
Seguramente seguirá lloviendo el mes entero, como acontece en julio desde tantos años, especialmente desde el cataclismo que casi partió la tierra en dos y creó el río que ahora nos inunda. Cuando por fin se detenga, esperaremos a que suceda lo de siempre: el sol asomando su rostro amarillo; el vapor desprendiéndose de las techumbres de alerce y calaminas; las ventanas abriéndose a la primavera y llenándose de rostros familiares; el tren volviendo a entrar a la estación ferroviaria a las cuatro de la tarde; las novias eternas aferrándose a los conductores de esos trenes y a sus promesas de amor siempre postergadas.
Y sobre todo, esas flores. Que aquí en este valle siempre están ahí, invierno o verano, a pesar del castigo. Las gardenias azules.
Te dije que no salieras por ellas. Llovía demasiado y podías resbalar y caer al agua. Tú sabes. Le pasó a tantos en el valle en otras salidas de madre del río.
Desde el esmerilado grisáceo y raudo del agua siento que me miras. Y las gardenias azules de rara belleza, se ciñen indiferentes al empuje de la riada sobre tu frente tersa, tan tersa como cuando te ufanabas de ello, cuando tenías 20 años.
Sólo el terciopelo de duraznos rosados ha muerto, mientras el agua te arrastra río abajo.
Y yo, viejo de golpe, te miro alejarte desde la ventana.

4. ¿NO ES CIERTO, MI AMOR ?

(A la Memoria de René Barrientos)


“Las hojas caen y nosotros
también hemos caído este otoño
entre las hojas negras de la historia...”
Kajetan Kovik (poeta esloveno).



ME LEVANTO y apenas son las tres. Adriela ya está en la cocina encandilando el fuego. En el pasillo hay tirados un calzón y unas medias. Son de Adriela que los deja así, a medio camino, para no olvidarse que hay que lavarlos. Los recogerá a la vuelta de la cocina cuando Rorro despierte.
Todo esto sucede casi a diario pero hoy es exageradamente temprano. Son las tres, hora en que los últimos meses me he estado acostando y no levantándome como hoy.
Desde el fusilamiento todo se ha vuelto imposible. En el pueblo ya no se habla de otra cosa que de mí.
En el grupito que somos el “Pelao” Milanca, el “Flaco”, el “Guañica” el Omar y yo, hay como una especie de miedo sano. Pero no creo que sea por ellos, cada uno en su fuero interno son íntegros, valientes a cagar. No tuvieron miedo antes en los interrogatorios que fueron bastante sutiles, con electricidad y eso al punto que al “Guañica” le quedó esa manía de andarse agarrando las bolas para convencerse que todavía las tiene.
Creo más bien que esa especie de inquietud paranoica que les da cuando ven asomando la patrulla en la bocacalle o cuando pasa el paco de turno por fuera de las ventanas de la población es por el compañero. O sea el uno sufre por el otro, que sale en la mañana y a las siete y media de la tarde aún no regresa cuando siempre lo ha hecho.
Lo que pasa es que así hemos sido siempre, y en esta cosa nos juntamos por pura amistad, aunque a ellos les de rabia. Cuando les preguntaron, en especial al Omar que es tan timorato, no quiero decir que sea cobarde, sólo lo que dije, timorato, le preguntaron en serio y hasta yo diría que con amabilidad:
–¡Cómo conociste al “Turnio”!
–En una fiesta.
–En una fiesta. ¡Sí, conchetumadre, sería en andar fabricando las bombas!
En serio. No le creyeron que me conoció en una fiesta. En la misma donde conocí a Adriela. Siempre nos estamos acordando de eso con los otros. Bueno es cierto que hace como tres meses que ya no nos reímos ni nos juntamos a recordar y no es por que nuestra amistad haya aflojado, pero la verdad es que las juntas donde el “Pelao” para tomarnos unos tragos o comernos una carbonada de esas que hace la Sussi, su compañera, ya no van con los tiempos. Está todo tan revuelto. Además con el toque de queda ése. Ha habido días en que un cuarto para las tres de la tarde pasa el jeep de los milicos perifoneando que todos los ciudadanos –así nos llaman ahora– deben retirarse a sus domicilios antes de las tres de la tarde y quien sea sorprendido en las calles después de esas horas será detenido. ¿Ustedes, se enteraron? Al “Juanito”, que anda siempre con sus cosas de loco y no es del planeta sino de su locura, bueno, el “Juanito” iba por la calle casi llegando a su casa cuando viene la patrulla. El “Juanito” es simpático. Le da por el mismo canto que se aprendió de tanto oirlo en las concentraciones y en la radio a pila que siempre lleva colgada del hombro. Entonces lo apuntan y le dicen manos arriba y el “Juanito” más despistado que una cabra dale con el “¡Venceremos, venceremos, socialista será el porvenir...” y nadie ahí para advertirle aunque hubiese sido inútil. Bueno, la cosa es que no levantó las manos ni se detuvo ante la orden ni menos dejó de cantar, ni siquiera cuando le entró la primera bala en el pulmón, justo ahí donde tiene esa joroba de tanto darse golpes con sus propias manos cuando la locura lo atormenta.
Realmente la cosa es seria. La Adriela misma no lo puede aceptar. Llora solita en un rincón de la cocina y lo más disimulado que puede para que el Rorro no la vea ni la escuche. Lo que pasa es que somos unos sentimentales los dos. Cuando nos agarraron los pacos, fueron bastante decentes. Nos tajearon el colchón grande, diciendo que no era que pensaran en que guardáramos armas allí sino “sólo por los superiores, que lo pueden cagar a uno si no obedece las órdenes, poh, maestro,” como me confidenció uno, el más joven de la patrulla. Yo le creí, y le dije eso a la Adriela que le dio como histeria cuando vio cómo le rompían el colchoncito de lana al Rorro, que ella había armado con tanto esmero de restos del colchón que nos regaló su mamá cuando nos casamos. Yo tiendo a creer que estas cosas son así. Creo que los subalternos son mandados y habría que preguntarle al jefe, ese gallo que, en general, está allí, en la sombra, mandando que se hagan esas cosas.
La Adriela, creo que no tuvo suerte de casarse conmigo. Miren, no más, lo del fusilamiento. El Rorro que va a cumplir cinco se queda con la vecina Nancy ese día que nos llevaron. La Adriela, que no se metía en nada, tuvo que ir conmigo al campo de prisioneros. Son unos salvajes. Ella les decía, mi hijo está solo con una vecina, pero ellos querían saber, al parecer, otras cosas. Cuando a los sesenta días después de las duchas de agua helada, la parrilla con corriente en los pezones e incluso las violaciones, recién la vinieron a escuchar. Cuando la soltaron no tenía un peso. Los compañeros de allá afuera, los que visitaban a sus familiares presos, le hicieron una vaca . Le juntaron para el pasaje y además le dieron una bolsita con sanwiches para el camino.
El Rorro se rajó llorando, no por haber recuperado a su madre, sino porque no la conoció. Debe haber sido por lo flaca. Además que el Rorro está como asustado. Nadie le arranca ahora esas sonrisas de oreja a oreja que tenía antes de que lo dejáramos ese día de la detención.
¿Cómo llegaron a la conclusión que era importante fusilarme? Creo que fue una tozudez de ellos. Me preguntaron, más que nada, dos cosas. Mejor dicho, tres, con éso de mi amistad con el “Guañica”. Una, que quiénes eran los cabecillas en el pueblo, del Plan Z. Cuando les pregunté, a su vez, que qué plan era ése, se molestaron más que la cresta. Me mandaron el guaracazo eléctrico al máximo, casi que llegué a ver a mi madre cuando me estaba pariendo y encima el coronel, ese tal Bustos, se me subió encima de la guata y empezó a saltar gritando el que no salta es comunista y dale que lo repita yo. Qué lo iba a repetir si estaba más muerto que ahora. La otra fue que dónde estaban las armas. La verdad es que era bien difícil responder con todo ese dolor, que mejor ni lo explico, porque no existen palabras. Así que le dije no sé. Fue peor parece.
Hay un cuento de Cortázar. Qué escritorazo el hombre. En “La Noche Boca Arriba”. Yo, se los digo en serio, sentí el olor a puerro del caldo, el olor pasoso del perejil y del apio, pero no en la lengua sino en el cerebro. Y vi las antorchas moviéndose entre las ramas, sólo que eran las ramas de ese árbol cargado de cerezas del patio de los Campos, donde vivía a los cinco años. Y las antorchas era fuego vivo en los huesos o más adentro, como en la médula, diría yo. Y el olor a guerra. Ese sí que era insoportable. Yo creo que exageran los que dicen me duele cuando les duele el hígado o los oídos o la muela. O a lo mejor uno es más cobarde en cuestión de dolores.
La otra pregunta, la del “Guañica”, aún trataba de contestarla cuando luego de las sesiones me iban a tirar en calidad de bulto al calabozo. Con toda sinceridad, yo conocí al “Guañica” en la escuela. Fue compañero mío en la Normal. ¿Qué de malo tenía eso? Menos mal que parece que al final me lo creyeron. Claro que tuvieron que preguntarme varias veces.
Entonces decidieron fusilarme. Pero no por eso, sino que por otras cosas, no digo que haya sido culpable de alguna, pero creo que eran como las reglas del juego de ellos. Además que cuando uno cree en algo, tiene que apechugar con las consecuencias, como decía el “Pelao” cuando nos entraba la flojera.
Adriela está en la cocina, tiene el fuego encandilado, aunque ha salido humo de la estufa. Yo la abrazo y le digo que no se olvide de abrir el tiraje, así no saldrá humo, pero no me siente parece, porque sigue llorando. Le pregunto que por qué se levanta tan temprano, pero ella se pone de pie desde la sillita de mimbre y recuerda que es hora de la papa de la noche de Rorro y no oye mis palabras sin voz. Yo no la culpo que ande perdida del tiempo. El Rorro tiene cinco años, casi seis, y no necesita esa mamadera. Pero ella se la prepara y lo convence con esa ternura suya que tiene. Hace tres meses de la desgracia ésta. Adriela ha ido a tocar a todas las puertas a rogar que le entreguen el cuerpo, pero yo creo que eso es lo de menos. Siempre cuando estábamos enamorados, yo le decía Adriela mi amor, yo te quiero con el alma, no lo olvides, el alma es lo más importante. Pero ella es corporal y a lo mejor es bueno que así sea. Necesita el cuerpo para resistir. Levantarse más temprano y acostarse más tarde que todos. Salir a comprar con el Rorro a cuestas y volver cargada con las bolsas del negocio de los Espejo, que queda como de aquí a la punta del cerro. Sin duda necesita el cuerpo firme que siempre ha tenido, aunque ahora hay que reconocer está como un palo de flaca. Pobre Adriela, pero qué se le va a hacer.
Esta fosa común es bastante amplia y, cosa curiosa, aunque fueron seis tiros sin contar el compasivo balazo en la sien que me dio el coronel Bustos, yo me siento como entero. ¡Será la mala raza, po viejito!, como decía el “Flaco” siempre que le pasaba algo sin explicación a uno. Adriela, créeme mi amor, algún día vas a estar bien y podrás comenzar de nuevo. Yo que estoy aquí con los demás compañeros –con René, ¿te acuerdas?, el bigotudo del violín, con Pepe, ese romántico empedernido y con unos veinte más por lo menos– aún tengo los ojos abiertos por esas cosas de que la muerte lo pilla a uno desprevenido y no se alcanza a cerrarlos. Si no fuera por ti, estaría triste en esta situación. Creo que ya es hora de que me resigne y no insista en meterme en la cama y tratar de abrazarte, o tratar inútilmente de levantar al Rorro en mis brazos, está tan pesado ese niño, que ya no me lo puedo, creo sinceramente que estás exagerando con la comida del Rorro, Adrielita. Creo además que debo resignarme. Sí, cerrar los ojos y dormir una porrada de años. Es tan bueno dormir cuando uno está tan molido del cuerpo. ¿No es cierto, mi amor?

5. EL GORRIÓN Y LAS NOVELAS QUE NO SE ESCRIBEN

–PAJARITO CHOCO, ¿te amo yo?, –le inquiría al gorrión don Cesario cuando, a los noventa, había perdido memoria de todo lo importante, incluso de su amor interrumpido, la Juana Nogales. Presuntas palabras se invocaban en su boca sin dientes y las expelía, muertas y sin sonido, entre los ruidos hechos y derechos de la fábrica de botones. Esos sí que eran ruido, a las siete de la mañana, cuando el mundo empezaba a hervir, aunque Cesario hervía de más temprano por esa desgracia de haber perdido el sueño.
Cesario sacaba ciertas cuentas, que le venían sin llamarlas, de cierto itinerario y se iba repitiendo para sí lo que para los demás era la chifladura de los noventa.
–Chiflado, don Cesario, ¿no?
–Los noventa años, ña Juana.
–Póngale Nogales, porsia, hijo.
–Sí, ña Juana... Nogales, porsia...
–Cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando... –repetía monótono y casi sin mover los labios.
Para adentro, don Cesario es más cuerdo. Conversa en la antesala al olvido definitivo, escribe cartas a gentes que fueron, da vueltas en círculos sobre cosas que no sabe y quiere saber, se pregunta de por qué la Juana le hizo lo que le hizo y piensa en la novela que va a escribir sobre un gorrión que entiende el idioma de la gente.
–Sin duda, sólo me queda saber... de mi último retrato. Con los otros... ¡qué despedida ésa de la fábrica! ¡Ahí sí que se hacían botones! Le escribiré a don Altenor para contarle... Don Altenor..., jefe como ése no hay..., pero se fue...; ¿para dónde se fue, pajarito choco?
Retratos. Diecisiete fotografías que fueron y están ahí, en el álbum con tapas de cartón café y adornado con botones de concha de perla y otros de colores.
–Juana, trae el álbum.
–Voy, Cesario. Otra vez con el álbum, qué verá tanto en esas fotos este hombre.
–Son mis edades sucesivas –musita Cesario, que oye todo desde dentro de su semiextravío, del que sale a ratos y en el cual se vuelve a perder–; en diez, que son mi juventud, soy viejo, perdido en el trago, qué lesera. A los sesenta, tengo sólo una vaga idea de lo que seré cuando viejo, más por un retrato de mi padre, tan parecido a mí a esa edad..., a ver dónde está..., aquí..., qué buen futbolista era..., si cuando lo vio don David Arellano se lo quería llevar, pero él, por nosotros y por su Elena, ni amarrado, prefirió seguir jugando aquí por el Atlético no más. A ver en esta otra, qué barbilampiño que era a los quince, ésta... ¡Juana Nogales..., quién mierda me revolvió el álbum! Ésta es de acá..., veamos pajarito choco..., un hombre cojo, yo cuando tenía treinta y dos y me caí en la fábrica..., qué grueso me veo con el overol y la muleta..., ¿pajarito choco, te amo yo?
Cesario piensa a su padre con cariño atrasado e inefable nostalgia, lo recuerda grande y justo diciéndole que vaya a la fábrica mejor y no piense más en ser maestro de escuela, que para eso están los ñeclas y no los hombres fuertes como él y luego repite ¿pajarito choco, pajarito, te amo yo?, al gorrión que lo mira por la ventanita medio rota del dormitorio. Sus miradas son imaginarias desde hace tres días, no mueve una hoja del álbum que permanece inmóvil y sin abrir desde entonces y sólo lo toca débilmente con sus dedos cansados. Tampoco ve al pájaro ya, pero sabe que está ahí aún en la noche en que éste se acurruca en la rama más alta del ciruelo, donde está atado el cordel de la ropa en el que se para estoicamente a mirarlo durante el día.
–Ésta..., tengo trece años, la más bonita edad que tuve... –se emociona don Cesario y lloriquea.
–Ta viejo, don Cesario, ña Juana Nogales, ta llorando solo otra vez.
–Se acordará de sus leseras, hom...; hay que dejarlo, no más. –explica doña Juana, que sabe el porvenir pero se resigna.
En otra, más ocre y borrosa, se ve a sí mismo de pantalones cortos y tiene un casco de bomberos que le queda grande. “Pajarito choco, ¿dónde has ido...?, te amo, pajarito...”, viste de pantalones cortos y una camisa blanca que los suspensores aplastan fuertemente sobre unos hombros flacos, pero firmes. Esos pantalones, pajarito choco, se los di a César, mi hermanito, a cambio de la pelota de fútbol, ¿recuerdas, pajarito, qué pelota, qué ganas de meter un gol con esa pelota vieja, de pedazos de cuero de zapatos? Mis tres tíos de Paillaco, qué buenos zapateros eran, pajarito choco. De allí venían los cueros aquellos; ellos hicieron esa pelota de cascos. A esa edad se me cruzó por la mente la idea de que algo malo me pasaría en el camino, no sé por qué se me pasó la idea, pero se me pasó... y así fue, pajarito.
Don Cesario le va contando al gorrión de todas esas cosas que recuerda de las fotografías, frescas hoy, borrosas al minuto, olvidadas luego y vuelta a empezar. De sus sueños de ser maestro de escuela, de esos de escuela de campo, como don Juan, su maestro. Sueños cortados de cuajo por la imposición de su padre al que no le reprocha esa decisión. “–Yo le ayudaba al maestro a poner las notas en un libro grande y azul, de tapas gruesas, en que estaban las notas de todos nosotros. Yo corregí la mía, la de aritmética con el lápiz de palo y don Juan sin decir nada la remarcó con azul de su lapicera fuente, la mejor nota que nunca me saqué. Pero nada cambió por ello, pajarito choco. Seguí sin entender las tablas que había que decir de corrido, los ángulos obtusángulo, el rectángulo, el acutángulo, el triángulo equilátero tres lados iguales, el isósceles de piernas iguales, el..., diablo de geometría, que nunca encajó con las cosas de las casa ni de la cancha de fútbol, de los cerros del pueblo, las vueltas del Llollelhue, siempre tan helado y medio turbio y lleno de hojas a la deriva y juntándose en los remolinos, donde en las tardes saltaban las truchas... Cesario pescaba allí a esa edad todavía, pero cada vez era menos feliz. Venían haciendo la carretera desde el norte y decían los hombres que llegaría pronto allí, a ese lugar lleno de árboles, entre los cuales pasaba el río donde iba a pescar con el Javier González y sobre el cual armarían un puente que borraría los senderillos y terraplenes desde donde Cesario y Javier lanzaban la lienza. Qué será de Javier, ese negro bueno pa’la pelota, si era como yo...; Juana, trae el álbum que quiero ver a Javier González..., tú sabes lo amigos que éramos.
–Cómo cambió ese río, tú sabes de paisajes, gorrioncito –se lamenta el viejo mientras Juana le acomoda el álbum sin abrir entre los dedos y que se ha deslizado un poco hacia un lado cuando le ha venido esa falta de aliento de los últimos días.
–De hecho, llegaron los camiones grandes con tolva y las palas mecánicas; se llenó de grúas el camino de ripio por donde íbamos nosotros al río, y cuando lo hicieron, era temprano, casi madrugada. Yo estaba allí solo esa vez, pajarito choco, con la lienza de pescar, la cual estaba batiéndose en el agua por los corcoveos y tirones de esa trucha, que resultó ser la más grande que he pescado en mi vida y que arrancó cuando di el jalón con el susto del ruido de las máquinas.
–Ese día terminó mi infancia. Ese día comenzó la mala, pajarito..., pajarito..., dónde te metiste, pajarito choco...
–Juana… –grita cuando no ve al pajarito, al que cuando está parado sobre el cordel lo ve sin ojos, porque éstos ya no los abre.
La Juana Nogales viene encorvada y sumisa como siempre a los gritos.
–Juana Nogales..., mi vieja choca, arréglame la cabecera, que hay que dormir. –Doña Juana lo acomoda como puede, aunque sabe que él no dormirá.
–Padre, inquietos están los caballos.
–Es por el terremoto, hijo.
–¿Qué terremoto?
–El que va a venir.
Es un diálogo viejo éste. La Juana lo escucha. Es de cuando el terremoto grande, el cual don Cesario adivinó. Es con el César que habla. Es con el César, que nacería para ser maestro de escuela –cosa que él no pudo– y para irse de allí bien lejos, donde no molesten los ruidos de las motoniveladoras y armar familia y librarse de la tentación de quedarse para siempre en el pueblo, como obrero de la fábrica. César, el hijo. no lo ve pero él sí lo ve a diario en sus soliloquios. Lo ve cuando le enseñó a pescar con un anzuelo de cobre para no gastar uno de verdad, porque seguro que iba a quedar enredado en el fondo.
–No importa que no pesques, Cesarito. Es sólo para que sepas.
Pero César sí pescó. Eso fue antes de que el río se secara, por lo de la carretera y por el terremoto que cambió todo. Y pescó un salmón plateado y pequeño que su padre mide con la mano.
–Mide dos jemes, Cesarito, te lo puedes quedar porque es de buen tamaño y no hay que devolverlo al río.
–¿Cómo sabes que vendrá, padre?
–¿Vendrá qué, Cesarito?
–El terremoto...
–Vendrá, porque los animales saben.
–Y cómo saben ellos.
–A ellos les avisa el sexto sentido.
–Qué es éso.
–Es como un ojo que no vemos, pero está ahí y puede ver más que los otros ojos que tenemos en la cara –se enreda don Cesario.
Los diálogos son incesantes, apenas un murmullo de esos labios que ya no quieren recibir alimento y están resecos y despiden olor a velas y carne mala y que sólo se aclaran cuando llaman a doña Juana.
Don Cesario tiene cuarenta años y se vuelve peluquero de la noche a la mañana, un día en que César le cuenta que en la escuela no lo recibirán si no va de pelo corto.
–Yo lo haré –decide don Cesario y procede con las tijeras con que doña Juana corta géneros.
Descubre que puede tener otra profesión fuera de la de hacer botones en la fábrica. Y va donde “Dedos Mochos”, el fotógrafo, para que inmortalice su tenida de delantal azul y su primera máquina verdadera de cortar el pelo en la mano.
Un día vienen los carabineros y le dicen que Cesarito está detenido:
–Por qué… –pregunta don Cesario, sin alzar los ojos del suelo.
–Pescando sin permiso, el perla.
–Yo le di permiso –desafía don Cesario.
–Con qué autoridad, don Cesario.
–Será con la que Dios me dio, pues mi cabo –exclama taimado el hombre.
–Por esta vez no va p’adentro –dice el cabo, pasando por alto el desafío y pide a don Cesario que lo acompañe.
–Si hace falta me dejan a mí, no más.
–No hace falta, don Cesario –apacigua el cabo.
–En consideración a usted, que es tan correcto siempre, el cabro queda libre. Pero tiene que irlo a buscar al retén.
En el ahora, don Cesario se ha dormido hace como tres días ya y sólo respira con ruido estertoroso, intercalando suspiros y quejidos.
–Pajarito choco..., nos vamos –murmura el viejo.
Recuerda lo linda que quedó la carretera, que empezó a llenarse de automóviles, camiones grandes, buses multicolores que quitaron el silencio de las noches de su infancia y terminaron con los trenes que eran lentos y se detenían a cada rato, y dejaron la tendalada con perros y zorrillos y venados y gente. De cómo la fábrica comenzó a arruinarse, porque aparecieron otras fábricas y otros trabajos, en fin, cómo cambió todo con esa carretera enorme. Recuerda también el día que dejó de querer a la Juana, el día de todos los santos, cuando ella en los rezos de la iglesia lloró por Bernabé Cañizares, el español del almacén. El cura estaba nombrando a los difuntos y nombró a Bernabé, que estaba vivo, sin que nadie se diera cuenta, sólo él y la Juana que era joven y de carnes apretadas y que una noche no estuvo en casa cuando él hacía turno en la fábrica de botones.
Un día al terminar el turno, Cesario se dirigió a casa y al llegar, la Juana estaba ahí en la máquina cosiendo como todas las mañanas, sólo que cantando. Cuando él le preguntó por qué estaba tan contenta ella le contestó sonriendo que los pájaros cantaban aun sin estar contentos. Luego le sirvió el desayuno más abundante de su vida y de ahí en adelante no faltó más el pan ni la botellita de cuerpo redondo de vino en la mesa del almuerzo para don Cesario.
Éste pensó que las costuras de la Juana estaban aumentando y estuvo contento harto tiempo. Pero después oyó el rumor del pueblo y después vino el César con los ojos claros, el cabello con rulos y ese acento educado que lo volvió maestro de escuela.
Cesario nunca dijo nada. Pero en su corazón se fue instalando la distancia que los juntaba en la casa y la rutina, pero que los puso lejos en lo demás por siempre.
–Doña Juana, algo malo va a pasar. Un pájaro entró por la ventana. Lo quise agarrar pero se dio contra el vidrio y está muerto. Si quiere, vaya a verlo.
La Juana Nogales arrastra los pies para ver lo que sabe, sólo por conformar al muchacho que la viene a ayudar en las tardes.
–Doña Juana, don Cesario no se mueve y está tan azul..., y parece que está llorando, pero no se le oye respirar.
Don Cesario llora entre la niebla que lo envuelve; está la mañana esperándolo afuera de la fábrica y cuando zumban los generadores de la electricidad y las bielas resuenan por las muescas del engranaje que remontan sin parar desde hace tantos años, él apura el tranco hacia la casa para ver a la Juana porque, después de todo, es bueno verla, porque ella es la que zurce, ella es la que lava, la que le hace esos locros sabrosos y esas humitas de la huerta que él, en las tardes, cuando no hay clientes en la peluquería, siembra y en el verano cosecha y medio apura el tranco porque se está haciendo tarde y puede haber clientes esperándolo en la peluquería.
–Es el ánima –piensa doña Juana; sin llorar y casi sin dificultad, toma al gorrión muerto entre sus manos alisando sus plumas con ternura antigua y, abriendo las palmas del viejo, le acomoda el gorrión entre ellas y sin soltarlo y acercándole los labios al oído le pide perdón por todas las cosas malas que pudieron ser en la vida y le recuerda que César tiene un lunar en la rodilla izquierda, el mismo lunar que él tiene y tenía don Avelino, su padre, y el abuelo que era tan viejo y que mostraba orgulloso como la marca de la familia Pacheco.
Luego sale de la pieza y le dice al muchacho que avise por el telégrafo a don César hijo y en la iglesia al cura Alejandro y que pase a decirle a doña Justa que venga a ayudar a vestir a don Cesario, antes que se ponga más difícil de mover por la tiesura del tiempo.
El muchacho la mira como preguntando por el pajarito que ella dejara allí entre las manos del viejo.
–Es el alma –dice doña Juana Nogales con cansancio–, lo que iba a ser cuando viejo. La novela que iba a escribir.