domingo, 27 de julio de 2008







Los colores de la oscuridad


Víctor Catalán Maldonado





Narraciones













—HORNO DE BARRO—

Puerto Montt (Chile) — 2007





PRÓLOGO EDITORIAL

VÍCTOR CATALÁN MALDONADO tiene oficio de escritor; pero ser escritor no es su único oficio, no ha sido el primero y, seguramente, no será tampoco el último. Aunque, tal vez en su fuero íntimo, le gustaría ya dejar ese otro oficio consuetudinario de ser nómade de muchos oficios para dejarse atrapar por el sedentarismo de la creación literaria, que, pienso yo, es su gran pasión, su único e irrenunciable amor, al único que ha sido capaz de permanecer fiel, tal vez porque allí es donde puede encontrarse con su Paillaco natal y, entrañablemente ligado a él, la dulzura de los recuerdos de su madre, iniciadora de su afecto y de su oficio en el arte de las letras; tal vez porque allí es donde se reencuentra siempre con la presencia silenciosa y cercana del padre, hombre relacionado con las líneas del ferrocarril , el mismo en el cual habría de recorrer su pequeño mundo circundante de infinitos horizontes. Es en Paillaco y en los lugares circundantes de la provincia de Valdivia donde se enraíza la semilla de su ser cosmopolita: escritor de siempre, estudiante normalista, profesor primario, esposo y padre, prisionero político, liberado-exhonerado-excluido, otra vez estudiante –ahora universitario–, médico, funcionario público, pintor, músico y, sobre todo, hombre en ese sentido ontológico que lo hace ser, en cada circunstancia en la que se encuentra, amigo, amante, confidente, guía y apoyo tutorial… De allí que su fuente de inspiración en su oficio de escritor haya sido, simplemente, su propia vida, recordada en episodios observados ahora desde una perspectiva ya madura, impregnada de los afectos y sentimientos nativos referenciados por la reflexión en busca de raíces y explicaciones posibilitadas por la experiencia del médico y expuestas con la llaneza y simplicidad tan propia de los casi ya desaparecidos profesores normalistas. No es el propósito de este prólogo el juzgamiento de la calidad del escritor Víctor Catalán ni el de su producción literaria. Ése es un juzgamiento que dejaremos en parte a quienes lean estos cuentos y, en parte, a quienes tienen el oficio de profesionales de las letras. Aún así, en buena medida ese juzgamiento ya ha sido iniciado, pues Catalán ha participado en numerosos certámenes nacionales e internacionales, con suficiente éxito como para merecer ya un lugar de (re)conocimiento como poeta contemporáneo. Horno de Barro (editores artesanales) le ha escogido para presentarlo, en esta selección de sus cuentos (Los colores de la oscuridad) en su veta narrativa, todavía inédita, con el propósito adicional de autopresentarse como editorial de la artesanía literaria local que busca de un punto de apoyo y referencia para darse a conocer públicamente. Esperamos ser, tanto para Victor Catalán como para muchos otros escritores aún desconocidos, ese punto de apoyo necesario para que otras editoriales de verdadero renombre y experiencia les acojan y les proyecten en el gran universo de la literatura nacional y global.

1. PLAGIOS

21 MINUTOS, me dicen, tengo para escribir un cuento. Imposible. Soy de esos escritorcillos lentos que escriben a impulsos de las mareas y los cambios lunares, que aquí son la parsimonia misma. Sin ir más lejos, ayer no más me sucedió que vino un niño de cabeza grande y pies como de caballito recién parido, a pedirme que le ayudara con una composición que estaba escribiendo para su clase de arte. Yo le dije que lo primero que tenía que hacer era sacarse la gorra y saludar; y, en segundo lugar, presentarse. Además le agregué que estábamos en vacaciones, así que cuál era su apuro para escribir eso. La verdad es que cada vez que alguien me viene a pedir ayuda en esto de escribir, es porque alguien también ha difundido por todos lados la especie de que soy escritor. La verdad es que no lo soy. Pasa que —y esto se los cuento a ustedes no más— heredé de mi abuelo el secreto de la escritura. Él, un viejo listo, a su vez lo heredó de una querida que fue, según entiendo, profesora de él en la escuelita primaria de Bahía Mansa en el año 33, cuando el viejo pasó por allí como alumno a la edad de 18 años, como se estilaba en esos tiempos. Lo cierto es que el secreto de todo son siete cuadernos con poemas y cuentos que, si los reviso a la luz de lo que ahora se escribe, son portentosos. Los poemas están en verso libre y no tienen nada que envidiar a los de Huidobro ni a los de otros connotados. Y los cuentos para qué decir. ¿Ustedes han oído nombrar a Borges? En el Aleph menciona una fórmula para ver el todo y la nada, el infinito y la eternidad, el principio y el fin, en resumen el Aleph. Si ustedes leen con atención, es lo que en el cuaderno siete de la profesora se denomina Alefha. Cuenta ella que había una vez un hombre que vino de la antigua tierra celta. Hablaba fácil 28 idiomas. El griego era su favorito. De las elucubraciones sobre dioses de esta antigua cultura hay una sobre Apolo. Como me restan siete minutos la transcribiré textual, tal como, según la maestra, se lo refirió el hombre: “Apolo, el dios de la luz, hijo de Zeus y de Latona, nació en la luminosa y errática isla de Delos. Se asentó en el santuario de Delfos, tras haber dado muerte a la serpiente Pitón, y estableció allí su principal oráculo como dios de la adivinación y la mántica. Es también el dios de la música, de la medicina y de la poesía y, como tal, preside el coro de las nueve Musas, "coronado de violetas", que viven en el monte Helicón. Su más famoso precepto fue una sensata recomendación: "Conócete a ti mismo". ¿La forma de este conocerse?: Un minúsculo agujero bajo una ignorada escalinata que da al oriente del templo tercero del Santuario, tiene siete escalones de mármol rojo y una pequeñísima ventana circular en el costado derecho, por donde cabe la cabeza de un hombre. Si el hombre tiene una cabeza grande, entrará justo por el agujero redondeado de este ventanuco, tapará la filtración de luz exterior y podrá verse en el nacimiento y la muerte, en todos y ninguno, podrá verse un bondadoso dios y horrísono demonio, verá el origen de la luz y la oscuridad...” Me interrumpo, queda un minuto. Mi secreto es que no soy escritor. Me dedico a copiar textual de esos cuadernos que he heredado. Qué vergüenza. Se lo dije al niño. Él me quedó mirando. Luego se dio vuelta y se fue moviendo su gran cabezota —tal vez del tamaño de la mía— y dando saltitos de potrillo. Me dejó un papel. No lo creerán. Aparece la historia de Apolo. El niño la ha completado en los mismos términos en que aparece en el cuaderno siete... “ verá el origen de la luz y la oscuridad, se verá a sí mismo. Debajo de la escalera de su casa podrá comprobarlo. Si no lo cree vaya y métase por el lado derecho, si es que su escalinata tiene siete peldaños y mira al oriente al bajar por ella... Procure que sea a las doce del día.”
Voy para allá. Cuento los escalones. Son siete. Faltan siete segundos para las doce.

2. ALMA MORA

REGALABA tarjetas de navidad en marzo, mes fatal en que empezaban los vendavales, los líos del comienzo de clases, las viejas se paraban en la puerta a esperar al hojalatero, terminaban las fiestas del aniversario, la playa se moría, le daba por llover. O en agosto, en que todos andaban con eso de que ojalá pase agosto, los gatos en celo copulando en los techos, la higuera volviendo a florecer y como milagro del cielo, mermando la lluvia.
Y otra cosa. Era espiritista. Los jueves, cuando daban las diez en el reloj de péndulo, se ponía el vestido largo de lino, se ataba el pelo en una cola y calzaba las sandalias de cuero de nonato, herencia de su abuela Leonor.
Además se llamaba Alma Mora, que venía de creencias sobre almas sin bautismo y que van al purgatorio. Sin embargo Alma, a pesar de todo, creía en la Navidad, en los santos y en el Apocalipsis.
La hallaron, dice “El Cronista”, cerca de la roca azul, la que brilla aunque no haya sol y donde murió el poeta en el 73 y hay un precipicio claro y sin fondo rodeando la roca. Alguien habla en la radio de una joven con vestido largo, cabellos castaños y ojos desiguales, el uno riendo y el otro a medio llorar y hundido en la cuenca. El que lo dice, de seguro sabe algo más, puesto que evita la palabra muerte. Para mí, prestidigitación es la palabra justa. Cuántas veces desapareció en estos años, como por arte de hechicería y, de repente, una carta: “…amigo, estoy en Ovalle, tú sabes. Ovalle tiene un cielo límpido. Estrellas reales. El cielo sobre ti majestuoso, azul, diciéndote cosas.”
Pero yo no sabía, ni siquiera conozco Ovalle. Otras veces: “…amigo no te sorprendas, me vine al desierto, vieras el paisaje. Hoy floreció la arena...”
Alma Mora es errante. Se esfuma y regresa. Con eso del espiritismo hasta puede estar a ojos vista de uno y no la ves. De pequeña, mejor dicho de niña, porque pequeña ha sido siempre, Alma Mora se las ha arreglado sola. Su madre era maestra y no tenía con quién dejarla, así que... ¿Te acuerdas del Maremoto? Nació ese día y predijo el del 85. Y siempre con sus pálpitos.
–Lloverá, mamá.
–No lloverá, hija.
–Sí lloverá...
Llovía.
–Te lo dije mamá.
Otras veces:
–Va a haber arcoiris.
–No creo hijita, no ha llovido.
–Lloverá y va a haber arcoiris. Mira por la ventana, ¿ves?
Y siempre pensando en volverse a casa. La materna, esa casa de un piso entre árboles y flores. Alma. Siempre pensando en ese hijo que tuvo y que se perdió en el mar y ella esperando y esperando a que un día regrese.
–Regresará; lo sé por las líneas de sus manos y también por las mías –me dice una vez. Pero yo no estoy seguro, el mar no devuelve lo que toma, pienso.
–No debí venirme. La machi me lo dijo –se recrimina refiriéndose a su venida desde Labranza.
–¿Cuál machi? –pregunto.
–La que me curó las rodillas.
Alma tiene unas cicatrices en las rodillas por una vez en que la mordieron las cantáridas y una machi le sorbió con la boca la ponzoña; y aunque las heridas estaban cerradas al día siguiente, le quedaron esas señales lunadas.
Allí la conocí. Veinte años hace de eso y ya andaba en su metafísica y sus premoniciones, adivinando en una lámpara del living si iba a llover o si vendría el tío Sergio, el barbudo, o si pondría la gallina Eduvigis, la castellana, que era su regalona. A medio vestir, una cinta de colores entornándole el pelo, las sandalias de cuero gastado y del color de las avellanas maduras.
Pero hay algo. Una frase de Alma que he olvidado, y que es la clave para entender de esta desaparición. Repito como siempre cuando estoy nervioso la palabra o–jo, oj–o, o–j–o, ojo, voz subliminal del silabario de ese nombre donde nunca aprendí a leer. En la mitad del desayuno miro el oleaje negro del café, esas olitas que se forman en la superficie al soplar, no sé si lo has hecho alguna vez. Allí ella veía figuras y encantamientos que yo nunca pude ver...; a veces las voces encajan solas en la mente, otras veces saltan en medio del sueño como un sobresalto que a uno lo pone de pie. Esta vez no. Cuando ella me la dijo yo andaba en otra.
–¿Qué dijiste?–le pregunté, explicándole mi distracción.
–Pensaba en ti –le mentí–. Estaba ido, perdona –le agregué a modo de ridícula excusa.
Se quedó mirándome un minuto largo, sonrió y se fue. Traté de traer las palabras con alguna suerte de nemotecnia para anotarlas después, pero no. Preferí ir tras ella, decirle linduras, apretarla de la cintura con cariño, amistoso, zalamero. Olvidé lo que dijo, lo olvidé no más, mierda de memoria.
Trato de pensar en Alma, en su augurio, en su vieja amistad. En esas interrupciones de meses y hasta años que dejábamos de vernos, pero nos sabíamos en alguna parte, siempre cercanos. Trato de ir a esos días en que la buscaba para oírle decir que el horóscopo, que el sino, que las cartas del Tarot. En esas tardes en que tomábamos té de jazmín y yo tenía ya treinta años y ella parecía detenida en los veinte.
Hubo una tarde, la del viernes santo de hace siete años, en que metida en su pulóver gris de largas mangas que le sobrepasaban los dedos, me dijo voy a irme. Había algo en su modo de decir, cierto no sé qué, acorde con la fecha. Su voz, la de siempre, cantadita, suave, dulzona, heredada. Recuerdo esas cosas y tantas otras. Pero no recuerdo la frase.
Discurro el truco de repasar de arriba abajo el alfabeto hasta encajar con algo, pero nada. Reviso libros, algún autor favorito de Alma, Lobsang Rampa, Herman Hesse, Balmes,"Siete Noches" de Borges, que ella me leía en voz alta. Repaso el decimotercero cuento peregrino de Gabriel García, ¿lo ubicas? Tal vez no. No ha sido publicado. Alma Mora lo conoció gracias a los espiritistas. Eso me dijo. En una parte, describe la entrada de Carlos Gardel al lupanar de la “Nena” Daconte, falsa hermana de la verdadera “Nena”, a la cual suplantó en la regencia de "El Bucanero", en Cartagena de Indias. La legítima murió de una sífilis terciaria en un hospital de caridad en Barcelona, tú sabes. Sigo. Carlos, el grande, ¡qué cantor de tangos, ¿no?!, es hallado en la selva colombiana. Agónico, quemado total, entre los restos de un avión de la fuerza aérea yanqui. Es rescatado por dos indios misteriosos y sin edad los cuales le dan al cantor sus cosas, bebedizos, pociones, magia, todo...; bueno, es un cuento. Quemaduras enormes se sanan y la piel del “zorzal criollo” queda más tersa y juvenil que lo que siempre había sido. Y luego lo demás, la fama, y una supuesta muerte verdadera en París ocurrida el año pasado.
En una parte, te lo transcribo fiel, el cuento dice poniéndolo en boca de la Nena:
–¡Los ojos sirven para mirar, hasta que los cuervos te despiertan de la ceguera! –y eso porque al entrar Gardel al lupanar, tropieza con la alfombra y está a un tris de caer. Al leer esa especie de augurio, cruza por mi mente un ramalazo de certeza de que recordaría la frase, tú te imaginas, es tan importante para mí. Pero nada.
Así que abandoné las hojas de papel donde García había escrito –me lo aseguró Alma– su cuento inédito a través de la mano de un vidente amigo de ella.
Muchas veces nos apenamos de su partida inminente. Te repito, siempre se estaba yendo a algún lado. Se ponía seria y encendía la pequeña lámpara con pie de avellano y huiros a modo de pantalla, los que soltaban un aroma de océano, una premonición, algo sutil pero inapelable sobre el mundo acabándose, que la lámpara trataba de advertir, cosas que yo nunca tomaba en serio.
–¡Amiga! ¡Estás pasándote películas de horror! –le decía, cambiando luego el tema. La última vez estuvo anunciando cerca de dos años irse, no sé adónde, pero yo no la hice mucho caso.
Alma Mora, tú sabes, era menudita, bien hecha, de pelo claro, ¿lo dije ya?, con pantorrillas torneadas y mataduras en las rodillas... Alma Mora es bonita, aunque no llama mucho la atención. Se le mira raro casi siempre, tal vez por la sonrisa que no la deja ni siquiera para cortejar a los difuntos, que en las juntas de espiritismo se saltan a la médium e insisten en hablar con ella, según cuenta. Yo estuve allí varias veces y nunca vi nada, creo que por mi falta de fe nada más, seguramente.
Al conocerla, eso sí, no se la podía ignorar, tú la conociste y sabes eso muy bien. Ya sea por su sensatez. Por su magnetismo. Todo conflicto de alguno de sus amigos, que tenía varios, los captaba de las cuatro o cinco palabras iniciales y mirándolos con ojos entornados, como cuando uno se aleja de un cuadro para poder apreciarlo mejor, con voz dulce y definitiva, daba su opinión, la cual las más de las veces, era la solución o al menos un calmante. Por eso, le anduve creyendo aquel día en que me dijo que ya no la volvería a ver porque era eso lo que correspondía.
–¡Amigo! –me dijo– ¡El mar llama al río y es hora de beber la cicuta! Yo dije de memoria algo así como que el tiempo corre por su cauce y su razón de ser es llegar al mar de la nada, o sea, una cosa de las que le había oído decir alguna vez en esa lengua rara de ella. Y lo olvidé al tiro.
Te digo, ella tenía –tiene, mejor dicho– un no sé qué de especial. Desde que la conocí, jamás dejó de mirarme a los ojos para decirme las cosas y exigía lo mismo de mí.
Sus ojos eran los más raros del mundo, uno de color marrón, el otro con un leve tinte verdoso. El que la conocía de cerca y la había mirado con atención, descubría esto fácilmente. Además que tenía una mínima desviación y una especie de vibración de arriba abajo del izquierdo, no sé, algo muy raro.
–El derecho es el ojo de la madurez –me dijo una noche–, el izquierdo el del deseo… –y me lo guiñó sonriente, por lo que pensé que no hablaba en serio.
Me quedé no sé cómo el día que descubrí que su ojo izquierdo lloraba mientras el derecho permanecía sereno y sin lágrimas.
Esa vez, venía yo de mi oficina y trataba de recordar dónde había estacionado mi Renola, cuando Alma se me apareció por detrás de ésta, como si hubiese estado esperándome.
Ese día el médico le había dado un dictamen de aquella mancha en la radiografía y no hizo falta que yo le preguntara, pues, como siempre, en cuanto se sentó a mi lado en el vehículo, comenzó a hablar en su tono alegre de siempre, casi como cantando, diciéndome que lo que le estaba haciendo arrastrar la pierna derecha era el mal que ya los espiritistas le habían revelado:
–¡Es un mal estrellado, que se ramifica como la mandrágora de los fraticelos! –dijo.
Entonces la miré. ¿Lloraba? No sé. Una tormenta azotaba el cuenco oscuro de su ojo izquierdo y me transmitía algo como un dolor de herida grande. En cambio el ojo derecho..., cómo decirte..., era como si hubiese superado la muerte. Estaba separado... de la contingencia..., trataba de trasmitirme un mensaje urgente que no capté... (para variar). Su verde era... de agua de mar. Éso. Agua de mar. Dulce. Bueno. No dulce. Amable, amoroso...; sí, amoroso. Lo cierto es que me regresaba en el tiempo a días en que todo lo que hacíamos era tratar de... vencer el... apremio del tiempo, de superar las limitaciones..., de dejar de ser... hormigas. ¿Captas lo que quiero decir?
Las últimas semanas había pasado de la furia a la decepción, pero siempre con momentos de serenidad en que trataba de explicarse la razón de esta ciudad tan rara, tan apestosa, llena de ruidos, de humo, de gente mala. Pero ella no se quejaba de eso, al menos directamente. Me hablaba más bien de los árboles que, cuando decidió quedarse aquí, la habían atraído por su aroma a campo, reminiscencia de Labranza de seguro, pero que los echó abajo una ordenanza municipal, para construir todos esos edificios que hay ahora y meterle cables, tubos, cemento, semáforos, etc..., qué sé yo, todas las huevadas que hacen en la ciudad, tú sabes, y además donde Alma Mora se estaba muriendo por ese mal estrellado que le dijo el doctor. Parecido al Apocalipsis, que va a ser el fin del mundo según Alma.
Ese día, 13 de julio para ser exacto, aunque fuimos al sitio de siempre, cerca del faro, no bajamos de la Renola. Pienso en todas las personas que he visto llorar con un ojo mientras el otro sigue seco, pero siempre se ha tratado de casos de roña provisoria, achaques o basurillas que una vez que se limpiaban con la misma lágrima, se terminaba. Había sol ese día. Un sol tremendo y ni una nube en el cielo. Empero, todo olía... gris. Luego de llorar y de reír a la vez, me pidió que la dejara en su casa y desde entonces –cómo pasa el tiempo– ya no la volví a ver hasta el día en que me espetó la escurridiza frase.
Ayer se cumplieron trece días desde aquel último encuentro. ¿Es 26 de julio, no? Hallaron su cuerpo entre los huiros, al pie del faro –lugar nuestro–, en la costa.
Según el periodista –te mando el recorte del diario–, según el periodista digo, el buzo que la trajo hasta la playa enloqueció y sólo hablaba para sí de dos ojos que lo miraban “expresivos, llenos de vida, distintos el uno al otro, el izquierdo profundamente oscuro y triste, el otro, luminoso y alegre, diciéndole “sonríe”.
Te lo transcribo textual.
Tal vez debí coger el mensaje. Rescatarla yo, que era su mejor amigo. Decirle todo irá mejor mañana, te sanarás, te irás a Labranza donde todavía hay un paisaje hermoso, en fin, la delgada lluvia floreando las madrugadas del otoño, las rojas cerezas en febrero, las nalcas en noviembre, la chicha de manzana dulcecita..., no sé, algo que la tire para arriba, o bien que aparecerá su hijo Nabucodonosor, tantos años perdido en el mar, mmm…, digamos..., todas esas cosas que ahora se me ocurren. Pero a mí no me consta, hay tantas coincidencias a veces. Yo digo... ver para creer..., te apuesto que de repente me va a llegar una carta que va a decir “amigo, estoy en Labranza..., la machi me ha venido a ver, está viejísima. Te cuento algo que no me vas a creer: las gallinas han puesto dos huevos al día de puro contentas...”.

***

NOTA: El diario dice en uno de sus párrafos, casi al borde de la página: “ojos tienes para ver y no ves..., si me voy y no regreso, verás por mí”. Es la frase que había olvidado. ¿A qué se refería? ¿De dónde la obtuvo el periodista? Nunca lo sabré.

3. LAS GARDENIAS AZULES

LAS FLORES son hermosas. Especialmente las gardenias azules con que sueles adornarte el cabello. Incluso hoy al verlas bajo el esmerilado grisáceo del agua, con sus débiles tallos resistiéndose a ser arrancados por el torrente, y sus corolas estallando una a una por la fuerza avasalladora bajo un metro de río inexorable que lo inunda todo, descubro otro aspecto de su belleza: lo frágil y transitorio.
Tal vez aún me miran tus ojos desde algún lugar de la cocina, con sus semitonos pardos y brillantes, entornados para enfocar mejor desde tu creciente miopía y aparentando tranquilidad y celo en lo que haces. Pelas una papa o zurces una de mis medias o atizas el fuego por la boca de la estufa con la tenaza, intentando mantener el curso de lo cotidiano a pesar del martilleo incesante de la lluvia contra las calaminas y del viento en las ventanas.
También tu belleza es frágil. Comienza a abandonarte la tersura, de la que te vanagloriaste desde la primera vez, asegurando que la conservarías hasta los sesenta años, sin necesidad de humectantes, ungüentos ni aderezo alguno y que de ahí en adelante te las arreglarías con emplastos de barro mezclado con miel de margaritas.
El rosa aterciopelado que daba una suavidad de duraznos maduros a tu piel, se va quedando en los días que caen en el otoño de los calendarios.
Pero algo hay perenne en ti. Es esa serenidad que se acurruca en un rincón de tus pupilas y te salva de la angustia que traen las calamidades.
–¡Algún día dejará de llover! –me dices.
–¡Algún día! –te respondo, por decir algo y, sin dejar de mirar por la ventana, veo las flores bajo el prisma encabritado del agua. Parecen extenderse hacia adelante sus dedos de verde esqueleto vegetal coronados por destellos multicolores, las corolas, que de cuando en cuando se desprenden del tallo y se pierden río abajo entre los juncales, que no dejan su baile acuático en ningún momento.
Seguramente seguirá lloviendo el mes entero, como acontece en julio desde tantos años, especialmente desde el cataclismo que casi partió la tierra en dos y creó el río que ahora nos inunda. Cuando por fin se detenga, esperaremos a que suceda lo de siempre: el sol asomando su rostro amarillo; el vapor desprendiéndose de las techumbres de alerce y calaminas; las ventanas abriéndose a la primavera y llenándose de rostros familiares; el tren volviendo a entrar a la estación ferroviaria a las cuatro de la tarde; las novias eternas aferrándose a los conductores de esos trenes y a sus promesas de amor siempre postergadas.
Y sobre todo, esas flores. Que aquí en este valle siempre están ahí, invierno o verano, a pesar del castigo. Las gardenias azules.
Te dije que no salieras por ellas. Llovía demasiado y podías resbalar y caer al agua. Tú sabes. Le pasó a tantos en el valle en otras salidas de madre del río.
Desde el esmerilado grisáceo y raudo del agua siento que me miras. Y las gardenias azules de rara belleza, se ciñen indiferentes al empuje de la riada sobre tu frente tersa, tan tersa como cuando te ufanabas de ello, cuando tenías 20 años.
Sólo el terciopelo de duraznos rosados ha muerto, mientras el agua te arrastra río abajo.
Y yo, viejo de golpe, te miro alejarte desde la ventana.

4. ¿NO ES CIERTO, MI AMOR ?

(A la Memoria de René Barrientos)


“Las hojas caen y nosotros
también hemos caído este otoño
entre las hojas negras de la historia...”
Kajetan Kovik (poeta esloveno).



ME LEVANTO y apenas son las tres. Adriela ya está en la cocina encandilando el fuego. En el pasillo hay tirados un calzón y unas medias. Son de Adriela que los deja así, a medio camino, para no olvidarse que hay que lavarlos. Los recogerá a la vuelta de la cocina cuando Rorro despierte.
Todo esto sucede casi a diario pero hoy es exageradamente temprano. Son las tres, hora en que los últimos meses me he estado acostando y no levantándome como hoy.
Desde el fusilamiento todo se ha vuelto imposible. En el pueblo ya no se habla de otra cosa que de mí.
En el grupito que somos el “Pelao” Milanca, el “Flaco”, el “Guañica” el Omar y yo, hay como una especie de miedo sano. Pero no creo que sea por ellos, cada uno en su fuero interno son íntegros, valientes a cagar. No tuvieron miedo antes en los interrogatorios que fueron bastante sutiles, con electricidad y eso al punto que al “Guañica” le quedó esa manía de andarse agarrando las bolas para convencerse que todavía las tiene.
Creo más bien que esa especie de inquietud paranoica que les da cuando ven asomando la patrulla en la bocacalle o cuando pasa el paco de turno por fuera de las ventanas de la población es por el compañero. O sea el uno sufre por el otro, que sale en la mañana y a las siete y media de la tarde aún no regresa cuando siempre lo ha hecho.
Lo que pasa es que así hemos sido siempre, y en esta cosa nos juntamos por pura amistad, aunque a ellos les de rabia. Cuando les preguntaron, en especial al Omar que es tan timorato, no quiero decir que sea cobarde, sólo lo que dije, timorato, le preguntaron en serio y hasta yo diría que con amabilidad:
–¡Cómo conociste al “Turnio”!
–En una fiesta.
–En una fiesta. ¡Sí, conchetumadre, sería en andar fabricando las bombas!
En serio. No le creyeron que me conoció en una fiesta. En la misma donde conocí a Adriela. Siempre nos estamos acordando de eso con los otros. Bueno es cierto que hace como tres meses que ya no nos reímos ni nos juntamos a recordar y no es por que nuestra amistad haya aflojado, pero la verdad es que las juntas donde el “Pelao” para tomarnos unos tragos o comernos una carbonada de esas que hace la Sussi, su compañera, ya no van con los tiempos. Está todo tan revuelto. Además con el toque de queda ése. Ha habido días en que un cuarto para las tres de la tarde pasa el jeep de los milicos perifoneando que todos los ciudadanos –así nos llaman ahora– deben retirarse a sus domicilios antes de las tres de la tarde y quien sea sorprendido en las calles después de esas horas será detenido. ¿Ustedes, se enteraron? Al “Juanito”, que anda siempre con sus cosas de loco y no es del planeta sino de su locura, bueno, el “Juanito” iba por la calle casi llegando a su casa cuando viene la patrulla. El “Juanito” es simpático. Le da por el mismo canto que se aprendió de tanto oirlo en las concentraciones y en la radio a pila que siempre lleva colgada del hombro. Entonces lo apuntan y le dicen manos arriba y el “Juanito” más despistado que una cabra dale con el “¡Venceremos, venceremos, socialista será el porvenir...” y nadie ahí para advertirle aunque hubiese sido inútil. Bueno, la cosa es que no levantó las manos ni se detuvo ante la orden ni menos dejó de cantar, ni siquiera cuando le entró la primera bala en el pulmón, justo ahí donde tiene esa joroba de tanto darse golpes con sus propias manos cuando la locura lo atormenta.
Realmente la cosa es seria. La Adriela misma no lo puede aceptar. Llora solita en un rincón de la cocina y lo más disimulado que puede para que el Rorro no la vea ni la escuche. Lo que pasa es que somos unos sentimentales los dos. Cuando nos agarraron los pacos, fueron bastante decentes. Nos tajearon el colchón grande, diciendo que no era que pensaran en que guardáramos armas allí sino “sólo por los superiores, que lo pueden cagar a uno si no obedece las órdenes, poh, maestro,” como me confidenció uno, el más joven de la patrulla. Yo le creí, y le dije eso a la Adriela que le dio como histeria cuando vio cómo le rompían el colchoncito de lana al Rorro, que ella había armado con tanto esmero de restos del colchón que nos regaló su mamá cuando nos casamos. Yo tiendo a creer que estas cosas son así. Creo que los subalternos son mandados y habría que preguntarle al jefe, ese gallo que, en general, está allí, en la sombra, mandando que se hagan esas cosas.
La Adriela, creo que no tuvo suerte de casarse conmigo. Miren, no más, lo del fusilamiento. El Rorro que va a cumplir cinco se queda con la vecina Nancy ese día que nos llevaron. La Adriela, que no se metía en nada, tuvo que ir conmigo al campo de prisioneros. Son unos salvajes. Ella les decía, mi hijo está solo con una vecina, pero ellos querían saber, al parecer, otras cosas. Cuando a los sesenta días después de las duchas de agua helada, la parrilla con corriente en los pezones e incluso las violaciones, recién la vinieron a escuchar. Cuando la soltaron no tenía un peso. Los compañeros de allá afuera, los que visitaban a sus familiares presos, le hicieron una vaca . Le juntaron para el pasaje y además le dieron una bolsita con sanwiches para el camino.
El Rorro se rajó llorando, no por haber recuperado a su madre, sino porque no la conoció. Debe haber sido por lo flaca. Además que el Rorro está como asustado. Nadie le arranca ahora esas sonrisas de oreja a oreja que tenía antes de que lo dejáramos ese día de la detención.
¿Cómo llegaron a la conclusión que era importante fusilarme? Creo que fue una tozudez de ellos. Me preguntaron, más que nada, dos cosas. Mejor dicho, tres, con éso de mi amistad con el “Guañica”. Una, que quiénes eran los cabecillas en el pueblo, del Plan Z. Cuando les pregunté, a su vez, que qué plan era ése, se molestaron más que la cresta. Me mandaron el guaracazo eléctrico al máximo, casi que llegué a ver a mi madre cuando me estaba pariendo y encima el coronel, ese tal Bustos, se me subió encima de la guata y empezó a saltar gritando el que no salta es comunista y dale que lo repita yo. Qué lo iba a repetir si estaba más muerto que ahora. La otra fue que dónde estaban las armas. La verdad es que era bien difícil responder con todo ese dolor, que mejor ni lo explico, porque no existen palabras. Así que le dije no sé. Fue peor parece.
Hay un cuento de Cortázar. Qué escritorazo el hombre. En “La Noche Boca Arriba”. Yo, se los digo en serio, sentí el olor a puerro del caldo, el olor pasoso del perejil y del apio, pero no en la lengua sino en el cerebro. Y vi las antorchas moviéndose entre las ramas, sólo que eran las ramas de ese árbol cargado de cerezas del patio de los Campos, donde vivía a los cinco años. Y las antorchas era fuego vivo en los huesos o más adentro, como en la médula, diría yo. Y el olor a guerra. Ese sí que era insoportable. Yo creo que exageran los que dicen me duele cuando les duele el hígado o los oídos o la muela. O a lo mejor uno es más cobarde en cuestión de dolores.
La otra pregunta, la del “Guañica”, aún trataba de contestarla cuando luego de las sesiones me iban a tirar en calidad de bulto al calabozo. Con toda sinceridad, yo conocí al “Guañica” en la escuela. Fue compañero mío en la Normal. ¿Qué de malo tenía eso? Menos mal que parece que al final me lo creyeron. Claro que tuvieron que preguntarme varias veces.
Entonces decidieron fusilarme. Pero no por eso, sino que por otras cosas, no digo que haya sido culpable de alguna, pero creo que eran como las reglas del juego de ellos. Además que cuando uno cree en algo, tiene que apechugar con las consecuencias, como decía el “Pelao” cuando nos entraba la flojera.
Adriela está en la cocina, tiene el fuego encandilado, aunque ha salido humo de la estufa. Yo la abrazo y le digo que no se olvide de abrir el tiraje, así no saldrá humo, pero no me siente parece, porque sigue llorando. Le pregunto que por qué se levanta tan temprano, pero ella se pone de pie desde la sillita de mimbre y recuerda que es hora de la papa de la noche de Rorro y no oye mis palabras sin voz. Yo no la culpo que ande perdida del tiempo. El Rorro tiene cinco años, casi seis, y no necesita esa mamadera. Pero ella se la prepara y lo convence con esa ternura suya que tiene. Hace tres meses de la desgracia ésta. Adriela ha ido a tocar a todas las puertas a rogar que le entreguen el cuerpo, pero yo creo que eso es lo de menos. Siempre cuando estábamos enamorados, yo le decía Adriela mi amor, yo te quiero con el alma, no lo olvides, el alma es lo más importante. Pero ella es corporal y a lo mejor es bueno que así sea. Necesita el cuerpo para resistir. Levantarse más temprano y acostarse más tarde que todos. Salir a comprar con el Rorro a cuestas y volver cargada con las bolsas del negocio de los Espejo, que queda como de aquí a la punta del cerro. Sin duda necesita el cuerpo firme que siempre ha tenido, aunque ahora hay que reconocer está como un palo de flaca. Pobre Adriela, pero qué se le va a hacer.
Esta fosa común es bastante amplia y, cosa curiosa, aunque fueron seis tiros sin contar el compasivo balazo en la sien que me dio el coronel Bustos, yo me siento como entero. ¡Será la mala raza, po viejito!, como decía el “Flaco” siempre que le pasaba algo sin explicación a uno. Adriela, créeme mi amor, algún día vas a estar bien y podrás comenzar de nuevo. Yo que estoy aquí con los demás compañeros –con René, ¿te acuerdas?, el bigotudo del violín, con Pepe, ese romántico empedernido y con unos veinte más por lo menos– aún tengo los ojos abiertos por esas cosas de que la muerte lo pilla a uno desprevenido y no se alcanza a cerrarlos. Si no fuera por ti, estaría triste en esta situación. Creo que ya es hora de que me resigne y no insista en meterme en la cama y tratar de abrazarte, o tratar inútilmente de levantar al Rorro en mis brazos, está tan pesado ese niño, que ya no me lo puedo, creo sinceramente que estás exagerando con la comida del Rorro, Adrielita. Creo además que debo resignarme. Sí, cerrar los ojos y dormir una porrada de años. Es tan bueno dormir cuando uno está tan molido del cuerpo. ¿No es cierto, mi amor?

5. EL GORRIÓN Y LAS NOVELAS QUE NO SE ESCRIBEN

–PAJARITO CHOCO, ¿te amo yo?, –le inquiría al gorrión don Cesario cuando, a los noventa, había perdido memoria de todo lo importante, incluso de su amor interrumpido, la Juana Nogales. Presuntas palabras se invocaban en su boca sin dientes y las expelía, muertas y sin sonido, entre los ruidos hechos y derechos de la fábrica de botones. Esos sí que eran ruido, a las siete de la mañana, cuando el mundo empezaba a hervir, aunque Cesario hervía de más temprano por esa desgracia de haber perdido el sueño.
Cesario sacaba ciertas cuentas, que le venían sin llamarlas, de cierto itinerario y se iba repitiendo para sí lo que para los demás era la chifladura de los noventa.
–Chiflado, don Cesario, ¿no?
–Los noventa años, ña Juana.
–Póngale Nogales, porsia, hijo.
–Sí, ña Juana... Nogales, porsia...
–Cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando... –repetía monótono y casi sin mover los labios.
Para adentro, don Cesario es más cuerdo. Conversa en la antesala al olvido definitivo, escribe cartas a gentes que fueron, da vueltas en círculos sobre cosas que no sabe y quiere saber, se pregunta de por qué la Juana le hizo lo que le hizo y piensa en la novela que va a escribir sobre un gorrión que entiende el idioma de la gente.
–Sin duda, sólo me queda saber... de mi último retrato. Con los otros... ¡qué despedida ésa de la fábrica! ¡Ahí sí que se hacían botones! Le escribiré a don Altenor para contarle... Don Altenor..., jefe como ése no hay..., pero se fue...; ¿para dónde se fue, pajarito choco?
Retratos. Diecisiete fotografías que fueron y están ahí, en el álbum con tapas de cartón café y adornado con botones de concha de perla y otros de colores.
–Juana, trae el álbum.
–Voy, Cesario. Otra vez con el álbum, qué verá tanto en esas fotos este hombre.
–Son mis edades sucesivas –musita Cesario, que oye todo desde dentro de su semiextravío, del que sale a ratos y en el cual se vuelve a perder–; en diez, que son mi juventud, soy viejo, perdido en el trago, qué lesera. A los sesenta, tengo sólo una vaga idea de lo que seré cuando viejo, más por un retrato de mi padre, tan parecido a mí a esa edad..., a ver dónde está..., aquí..., qué buen futbolista era..., si cuando lo vio don David Arellano se lo quería llevar, pero él, por nosotros y por su Elena, ni amarrado, prefirió seguir jugando aquí por el Atlético no más. A ver en esta otra, qué barbilampiño que era a los quince, ésta... ¡Juana Nogales..., quién mierda me revolvió el álbum! Ésta es de acá..., veamos pajarito choco..., un hombre cojo, yo cuando tenía treinta y dos y me caí en la fábrica..., qué grueso me veo con el overol y la muleta..., ¿pajarito choco, te amo yo?
Cesario piensa a su padre con cariño atrasado e inefable nostalgia, lo recuerda grande y justo diciéndole que vaya a la fábrica mejor y no piense más en ser maestro de escuela, que para eso están los ñeclas y no los hombres fuertes como él y luego repite ¿pajarito choco, pajarito, te amo yo?, al gorrión que lo mira por la ventanita medio rota del dormitorio. Sus miradas son imaginarias desde hace tres días, no mueve una hoja del álbum que permanece inmóvil y sin abrir desde entonces y sólo lo toca débilmente con sus dedos cansados. Tampoco ve al pájaro ya, pero sabe que está ahí aún en la noche en que éste se acurruca en la rama más alta del ciruelo, donde está atado el cordel de la ropa en el que se para estoicamente a mirarlo durante el día.
–Ésta..., tengo trece años, la más bonita edad que tuve... –se emociona don Cesario y lloriquea.
–Ta viejo, don Cesario, ña Juana Nogales, ta llorando solo otra vez.
–Se acordará de sus leseras, hom...; hay que dejarlo, no más. –explica doña Juana, que sabe el porvenir pero se resigna.
En otra, más ocre y borrosa, se ve a sí mismo de pantalones cortos y tiene un casco de bomberos que le queda grande. “Pajarito choco, ¿dónde has ido...?, te amo, pajarito...”, viste de pantalones cortos y una camisa blanca que los suspensores aplastan fuertemente sobre unos hombros flacos, pero firmes. Esos pantalones, pajarito choco, se los di a César, mi hermanito, a cambio de la pelota de fútbol, ¿recuerdas, pajarito, qué pelota, qué ganas de meter un gol con esa pelota vieja, de pedazos de cuero de zapatos? Mis tres tíos de Paillaco, qué buenos zapateros eran, pajarito choco. De allí venían los cueros aquellos; ellos hicieron esa pelota de cascos. A esa edad se me cruzó por la mente la idea de que algo malo me pasaría en el camino, no sé por qué se me pasó la idea, pero se me pasó... y así fue, pajarito.
Don Cesario le va contando al gorrión de todas esas cosas que recuerda de las fotografías, frescas hoy, borrosas al minuto, olvidadas luego y vuelta a empezar. De sus sueños de ser maestro de escuela, de esos de escuela de campo, como don Juan, su maestro. Sueños cortados de cuajo por la imposición de su padre al que no le reprocha esa decisión. “–Yo le ayudaba al maestro a poner las notas en un libro grande y azul, de tapas gruesas, en que estaban las notas de todos nosotros. Yo corregí la mía, la de aritmética con el lápiz de palo y don Juan sin decir nada la remarcó con azul de su lapicera fuente, la mejor nota que nunca me saqué. Pero nada cambió por ello, pajarito choco. Seguí sin entender las tablas que había que decir de corrido, los ángulos obtusángulo, el rectángulo, el acutángulo, el triángulo equilátero tres lados iguales, el isósceles de piernas iguales, el..., diablo de geometría, que nunca encajó con las cosas de las casa ni de la cancha de fútbol, de los cerros del pueblo, las vueltas del Llollelhue, siempre tan helado y medio turbio y lleno de hojas a la deriva y juntándose en los remolinos, donde en las tardes saltaban las truchas... Cesario pescaba allí a esa edad todavía, pero cada vez era menos feliz. Venían haciendo la carretera desde el norte y decían los hombres que llegaría pronto allí, a ese lugar lleno de árboles, entre los cuales pasaba el río donde iba a pescar con el Javier González y sobre el cual armarían un puente que borraría los senderillos y terraplenes desde donde Cesario y Javier lanzaban la lienza. Qué será de Javier, ese negro bueno pa’la pelota, si era como yo...; Juana, trae el álbum que quiero ver a Javier González..., tú sabes lo amigos que éramos.
–Cómo cambió ese río, tú sabes de paisajes, gorrioncito –se lamenta el viejo mientras Juana le acomoda el álbum sin abrir entre los dedos y que se ha deslizado un poco hacia un lado cuando le ha venido esa falta de aliento de los últimos días.
–De hecho, llegaron los camiones grandes con tolva y las palas mecánicas; se llenó de grúas el camino de ripio por donde íbamos nosotros al río, y cuando lo hicieron, era temprano, casi madrugada. Yo estaba allí solo esa vez, pajarito choco, con la lienza de pescar, la cual estaba batiéndose en el agua por los corcoveos y tirones de esa trucha, que resultó ser la más grande que he pescado en mi vida y que arrancó cuando di el jalón con el susto del ruido de las máquinas.
–Ese día terminó mi infancia. Ese día comenzó la mala, pajarito..., pajarito..., dónde te metiste, pajarito choco...
–Juana… –grita cuando no ve al pajarito, al que cuando está parado sobre el cordel lo ve sin ojos, porque éstos ya no los abre.
La Juana Nogales viene encorvada y sumisa como siempre a los gritos.
–Juana Nogales..., mi vieja choca, arréglame la cabecera, que hay que dormir. –Doña Juana lo acomoda como puede, aunque sabe que él no dormirá.
–Padre, inquietos están los caballos.
–Es por el terremoto, hijo.
–¿Qué terremoto?
–El que va a venir.
Es un diálogo viejo éste. La Juana lo escucha. Es de cuando el terremoto grande, el cual don Cesario adivinó. Es con el César que habla. Es con el César, que nacería para ser maestro de escuela –cosa que él no pudo– y para irse de allí bien lejos, donde no molesten los ruidos de las motoniveladoras y armar familia y librarse de la tentación de quedarse para siempre en el pueblo, como obrero de la fábrica. César, el hijo. no lo ve pero él sí lo ve a diario en sus soliloquios. Lo ve cuando le enseñó a pescar con un anzuelo de cobre para no gastar uno de verdad, porque seguro que iba a quedar enredado en el fondo.
–No importa que no pesques, Cesarito. Es sólo para que sepas.
Pero César sí pescó. Eso fue antes de que el río se secara, por lo de la carretera y por el terremoto que cambió todo. Y pescó un salmón plateado y pequeño que su padre mide con la mano.
–Mide dos jemes, Cesarito, te lo puedes quedar porque es de buen tamaño y no hay que devolverlo al río.
–¿Cómo sabes que vendrá, padre?
–¿Vendrá qué, Cesarito?
–El terremoto...
–Vendrá, porque los animales saben.
–Y cómo saben ellos.
–A ellos les avisa el sexto sentido.
–Qué es éso.
–Es como un ojo que no vemos, pero está ahí y puede ver más que los otros ojos que tenemos en la cara –se enreda don Cesario.
Los diálogos son incesantes, apenas un murmullo de esos labios que ya no quieren recibir alimento y están resecos y despiden olor a velas y carne mala y que sólo se aclaran cuando llaman a doña Juana.
Don Cesario tiene cuarenta años y se vuelve peluquero de la noche a la mañana, un día en que César le cuenta que en la escuela no lo recibirán si no va de pelo corto.
–Yo lo haré –decide don Cesario y procede con las tijeras con que doña Juana corta géneros.
Descubre que puede tener otra profesión fuera de la de hacer botones en la fábrica. Y va donde “Dedos Mochos”, el fotógrafo, para que inmortalice su tenida de delantal azul y su primera máquina verdadera de cortar el pelo en la mano.
Un día vienen los carabineros y le dicen que Cesarito está detenido:
–Por qué… –pregunta don Cesario, sin alzar los ojos del suelo.
–Pescando sin permiso, el perla.
–Yo le di permiso –desafía don Cesario.
–Con qué autoridad, don Cesario.
–Será con la que Dios me dio, pues mi cabo –exclama taimado el hombre.
–Por esta vez no va p’adentro –dice el cabo, pasando por alto el desafío y pide a don Cesario que lo acompañe.
–Si hace falta me dejan a mí, no más.
–No hace falta, don Cesario –apacigua el cabo.
–En consideración a usted, que es tan correcto siempre, el cabro queda libre. Pero tiene que irlo a buscar al retén.
En el ahora, don Cesario se ha dormido hace como tres días ya y sólo respira con ruido estertoroso, intercalando suspiros y quejidos.
–Pajarito choco..., nos vamos –murmura el viejo.
Recuerda lo linda que quedó la carretera, que empezó a llenarse de automóviles, camiones grandes, buses multicolores que quitaron el silencio de las noches de su infancia y terminaron con los trenes que eran lentos y se detenían a cada rato, y dejaron la tendalada con perros y zorrillos y venados y gente. De cómo la fábrica comenzó a arruinarse, porque aparecieron otras fábricas y otros trabajos, en fin, cómo cambió todo con esa carretera enorme. Recuerda también el día que dejó de querer a la Juana, el día de todos los santos, cuando ella en los rezos de la iglesia lloró por Bernabé Cañizares, el español del almacén. El cura estaba nombrando a los difuntos y nombró a Bernabé, que estaba vivo, sin que nadie se diera cuenta, sólo él y la Juana que era joven y de carnes apretadas y que una noche no estuvo en casa cuando él hacía turno en la fábrica de botones.
Un día al terminar el turno, Cesario se dirigió a casa y al llegar, la Juana estaba ahí en la máquina cosiendo como todas las mañanas, sólo que cantando. Cuando él le preguntó por qué estaba tan contenta ella le contestó sonriendo que los pájaros cantaban aun sin estar contentos. Luego le sirvió el desayuno más abundante de su vida y de ahí en adelante no faltó más el pan ni la botellita de cuerpo redondo de vino en la mesa del almuerzo para don Cesario.
Éste pensó que las costuras de la Juana estaban aumentando y estuvo contento harto tiempo. Pero después oyó el rumor del pueblo y después vino el César con los ojos claros, el cabello con rulos y ese acento educado que lo volvió maestro de escuela.
Cesario nunca dijo nada. Pero en su corazón se fue instalando la distancia que los juntaba en la casa y la rutina, pero que los puso lejos en lo demás por siempre.
–Doña Juana, algo malo va a pasar. Un pájaro entró por la ventana. Lo quise agarrar pero se dio contra el vidrio y está muerto. Si quiere, vaya a verlo.
La Juana Nogales arrastra los pies para ver lo que sabe, sólo por conformar al muchacho que la viene a ayudar en las tardes.
–Doña Juana, don Cesario no se mueve y está tan azul..., y parece que está llorando, pero no se le oye respirar.
Don Cesario llora entre la niebla que lo envuelve; está la mañana esperándolo afuera de la fábrica y cuando zumban los generadores de la electricidad y las bielas resuenan por las muescas del engranaje que remontan sin parar desde hace tantos años, él apura el tranco hacia la casa para ver a la Juana porque, después de todo, es bueno verla, porque ella es la que zurce, ella es la que lava, la que le hace esos locros sabrosos y esas humitas de la huerta que él, en las tardes, cuando no hay clientes en la peluquería, siembra y en el verano cosecha y medio apura el tranco porque se está haciendo tarde y puede haber clientes esperándolo en la peluquería.
–Es el ánima –piensa doña Juana; sin llorar y casi sin dificultad, toma al gorrión muerto entre sus manos alisando sus plumas con ternura antigua y, abriendo las palmas del viejo, le acomoda el gorrión entre ellas y sin soltarlo y acercándole los labios al oído le pide perdón por todas las cosas malas que pudieron ser en la vida y le recuerda que César tiene un lunar en la rodilla izquierda, el mismo lunar que él tiene y tenía don Avelino, su padre, y el abuelo que era tan viejo y que mostraba orgulloso como la marca de la familia Pacheco.
Luego sale de la pieza y le dice al muchacho que avise por el telégrafo a don César hijo y en la iglesia al cura Alejandro y que pase a decirle a doña Justa que venga a ayudar a vestir a don Cesario, antes que se ponga más difícil de mover por la tiesura del tiempo.
El muchacho la mira como preguntando por el pajarito que ella dejara allí entre las manos del viejo.
–Es el alma –dice doña Juana Nogales con cansancio–, lo que iba a ser cuando viejo. La novela que iba a escribir.

6. MARATÓN EN COMPÁS DE TANGO

HAY UN TANGO metido dentro de mí.
Tango vivo y vital de cuando mi madre lo echaba al aire fatigoso de la pieza de costuras para orearlo y bailarlo con el alma.
Secreto yo, pero cierto y latente en ella, voy a bordo de sus 20 años en flor recién abiertos. Y el tango a medio volumen vuela desde la victrola de la abuela. A veces él, arrabalero y sentimental, llora largo como ella lloraba de ausencias irreparables, a veces canta como cuando ella cantaba, ufana y maliciosa, meciéndose y tejiendo horas en brazos del vaivén de la silla balancín bajo el tilo maduro de abril, a la siga de un nombre para él, que estaba allí en el aguamarina de su vientre, yo.
En ese tango, ciertas notas presumen virtuosismo guitarrero bacán y compadrito argentino. Otras, son las notas inefables del corazón bombeando en dos pechos, el de ella y el mío. Hay en su cadencia, excitaciones y ofrecimientos de seda, en especial cuando he bebido vino. Hay canto arrabalero de ebriedades y amistades, de tragedias y tragicomedias transitorias. Pero es constante su ritmo de dos cuartos que late en contrapunto. La sensación persistente de despedida. El vaivén de nostalgias porteñas y amor almibarado. Ya lo saben. Es “La Cumparsita”.
Son los latidos míos, esas goteras melancólicas en el charco de junto a la ventana de la cocina. Es el martinete del picapalos en el eco transparente del río San Pedro en verano. Son los latidos que me empezaron a inquietar aún antes de nacer.
Era el 25 de diciembre, ayer. Hoy es 26, y yo, 85 años, tatarabuelo ya, me preparo a llegar a la meta de mi maratón existencial y los latidos, lentos y silenciándose, marcan mis días, los postreros. El ritmo vetusto pero eterno del bandoneón trasandino me llora por anticipado. Pero también grita del júbilo de lo que pasó por dentro modelándome en barro humano.
En Marzo de 1948, en las Olimpiadas de Londres, nadie pudo evitar que se hable de Rosales. Juan Crisóstomo Wolfgang Rosales. Yo. Corredor de distancias largas, perdedor en la maratón de ese año. Al partir y durante veinte kilómetros iba primero. Entonces traté de acompasar el tranco al ritmo de mi corazón. Latido. Un golpe de talón izquierdo. Latido. Un golpe de talón derecho. Latido. Un recuerdo que estalla en aplausos de la gente anónima que mira desde el borde de las calles y te aviva con banderas y te regala botellitas de agua fresca. Latido...
Cuando niño, suelto en las pampas de Paillaco, allá atrás junto a los suaves faldeos del cerro “Los Tallos”, en los verdes potreros de Rademacher, corría con el corazón loco de los doce, trece, catorce, quince años. Y los latidos del corazón estaban ahí, acompasados, suaves, subiéndose a la boca, marcándome las horas, segundo a segundo, dándome ímpetus para vivir. Estaba el tango también, en su pizzicato de gotas ágiles y dulceácidas, en su piano dúctil y su preludio de aliento largo, dando alas a mis pies.
–Madre, cuando corro, mi pecho es un tambor que marca un ritmo. Si acelero, mi corazón acelera. Si voy lento, lento va mi corazón.
–El corazón es como el mundo, hijo. El mundo late en las estaciones. En las máquinas. En el reloj de la lluvia y en los truenos. El corazón es como la vida.
–Es cómo La Cumparsita, madre– le digo. Pero ella sólo me responde con rubor y como sin entender.
Cuando Zatopek, el checo, pasó por mi lado, lo vi con el rabillo del ojo, pero no pude seguirlo, estaba siguiendo a mi corazón.
Muy niño, cuando mi madre me daba su teta redondita y tibia, me embelesaba chupando cadencioso y el martilleo de lana y seda de adentro parecía adormilarse en la medida de saciarme el hambre y la sed.
Poeta anónimo de las estaciones, que en Paillaco me rodeaban de ritmos..., la lluvia, siempre latiendo sobre las latas de zinc, las hojas amarillas escribiendo deseos que se pudrían en las calles del otoño, el polvo viejo y pegajoso del verano y siempre, siempre verde y de pájaros cantores, la primavera.
En la Escuela estarán los muchachos de ahora sin saber de mi existencia. No fui la gloria que pude ser para la nación. A pesar de haber entrenado años, en los cuales los latidos me enseñaron a triunfar. ¡Quién no confía en su corazón! Y yo confié.
–Gloria, te amo– le dije a mi primera novia. Y mi corazón golpeó su tambor de espuma.
–Gloria, te odio– le dije la última vez del verano del 46 y mi tambor rojo del pecho se batió con lerda tristeza.
–Ganaré en Londres– me dije, cuando la Asociación me invitó y vinieron los delegados a la casa a decírselo a mi padre.
En la larga avenida londinense había automóviles lentos y negros. Era la ciudad y su parsimonia. Era el latido de la industria de aceros y músculos. Era el hollín pintando acuarelas grises en la memoria. El Puente de Londres estaba allá entre esa niebla. El Big–Ben latía en consonancia conmigo. Entonces, en medio de la lluvia, me puse a correr como loco a cuatro pasos por latido. Era hermoso correr, confiando en que el gran reloj me marcaba el paso correcto ante el terco silencio de mi propio latido.
–Gloria, te amo, te he amado siempre– le dije a mi esposa al desposarla a los veinte años, antes de saber que iría a Londres.
–Te sigo amando –la sorprendí al volver.
Cuántos sueños había colgando de las paredes en esos cuadros que pintó mi madre. Cuántos latidos del corazón de mi padre al contemplarla, silencioso, mientras ella los pintaba. Mi madre, lavandera y costurerita, pero más que nada artista, limpiándose las manos en su delantal azul, mi padre jornalero allá donde Rademacher, mirándola entre ladino y tímido.
Al nacer ya era experto en sentir mi corazón. Éste tenía un sitio entre los agujeros de adentro del pecho, debajo de las costillas. Y cantaba como gorrión si yo lloraba. Y como gorrión se dormía en el nido de sus propias melodías trinadas en las tardes de ese primer invierno, de cuando recién vine al mundo y en la melodía repetitiva de “La Cumparsita”.
La alegría es como esas tardes de arco iris y tregua. Como la nevada específica y singular del día de mi nacimiento. Envuelto en pañales de bolsa harinera y dormitando con ojos vigías en el regazo de mi madre, satisfecho y tibio, latiendo adormilado. La alegría es como cuando llueve sobre las latas de la cocina y nadie habla, sólo beben café oscuro y comen tortillas con manteca los comensales en invierno. Siete hijos, catorce nietos, veintiocho bisnietos, un tataranieto han pasado por esa cocina. Han comido del cerdo blanco engordado con papas, manzanas agrias y suave afrecho. Con igual o distinta emoción han mirado el cuadro donde unos segadores siegan y unas mujeres atan las gavillas en el ocre estío imaginado por el corazón sensible de mi madre. Cómo sería la alegría de esos latidos, tocando al compás de una ciudad que envejece con sus árboles y sus cementerios y rejuvenece en sus plazuelas de juego y patios de la escuela, incendiada en los años cuarenta y reconstruida en cemento perenne. Yo digo que la alegría es como una pequeña orquesta para un baile de novios. Strauss. El Vals primero. Un tango de antaño en compás de corazón malevo. La alegría curiosa, promisoria, semi-ebria de los primeros deseos. Luego, al compás de los años, la alegría que se templa de solazarse en el hábito. Que finalmente habita en un rincón chiquito del mes aniversario. Menstrúan las niñas en el temor de los diez años. Y hay alegría en los relojes de pared dando el mediodía de esas muchachas. Se miran sorprendidos en los espejos matinales los niños, se sorprenden feos llorando y dejan definitivamente de llorar.
Despierto yo de percusiones iterativas del pecho. Dejo de soñar y empiezo a vivir. Pero siempre miro atrás por el espejo. Se nublan las miradas de las señoras de cuarenta, tratando de verse de veinte y sólo quedan viéndose de papel ajado, de seda vieja. Se van borrando discretos los caballeros de las tertulias y los devaneos. Comienzan a ofrendar a lunas más próximas, a dioses menos frágiles. Pero cuando late el sol en su dominio de luz y magia, hay alegría en mí. Han pasado por mí maratones y tangos. Han sudado los mares y las lluvias que me lavaron de la juventud sin borrarla en su arena huidiza. Yo, que tengo ochenta y cinco y que cuando tenía veintidós, olvidé ganar la maratón.
Gané muchas maratones y otras carreras de fondo en mi querido sur. Gané todas las veces que acompasé mi corazón, por sobre los dilemas e indecisiones de mi cabeza. Gané en las competencias de música porque reconocía los ritmos. Gané en la competencia de matemáticas del 44 porque la matemática es rítmica. Gané en el gran Santiago el pase para las olimpiadas. En esa alameda de álamos en que se podía correr al lado de los tranvías y había transeúntes para mirarte y novias de sueños reales aguardando. Corrí en la pista de ceniza del Estadio Nacional hasta hollarla. Corrí hasta Maipú en madrugadas gélidas y arranques vespertinos. Corrí en ritmo de latidos y baile. Pero no aprendí lo suficiente para el gran evento. Yo creí que el ritmo lo era todo. Cuando salí de allí, del Wembley Stadium, solo y acongojado, me di cuenta que algo faltaba. Yo, que vi sonreír a la abuela en su muerte, no supe ver lo obvio de la aparente similitud de dos caminos: en uno latiendo mi corazón, en el otro un reloj, el “Big–Ben”. Ahora que estoy a punto de llegar en esta maratón de existir me doy cuenta de qué es lo que me faltó entender en la vida. Lo obvio me lo trae al oído “La Cumparsita”, bailando en solitarios círculos en el tocadiscos, en ése su ritmo sincopado de lamento perpetuo. Comprendo que esta maratón es como las otras, una serie de intentos por llegar a algún lado, un deseo magnánimo de ser, tal vez un albur, un designio caprichoso de los sueños de algún dios. La cuenta regresiva que ya empieza es entonces la fusión de lo que quise ser con lo que verdaderamente fui, es la suma de mis mejores bríos por ganar sin perder el tranco, la compostura, ni el deseo; yo dibujé un círculo por toda la tierra con esos trancos y éste es cerrado ahora por el acompasado e irrevocable tam– tam de mis latidos últimos. Se aparejan en la meta las zancadas de mi alma con las de mi corazón, las de mi carne con las de mis huesos, las tenues y armoniosas de mi madre con las procaces e irregulares mías, las de los hombres que quise ser con las del único y eterno que por fin soy... Nueve... Ocho... Siete...

***

N. del Autor: Emil Zatopek no ganó la maratón de Londres. Tampoco participó en ella. Juan Crisóstomo Wolfgang Rosales ganó, pero fue descalificado por haber tomado un atajo para pasar frente al Big–Ben, aumentando el trecho en 375 metros.

7. EL RELOJ DE PÉNDULO

LA ESCALERA tenía peldaños irregulares, la puerta se abría hacia adentro. Había un reloj de péndulo inmóvil, a la izquierda de la puerta, saliendo, bajo la luz de una ampolleta de 25 watts.
A las ocho de la mañana bajaba don Eliecer, en bata de levantarse; a las ocho y tres bajaba los 14 escalones Natividad con las dos cafeteras –una, la grande, en la mano izquierda; la otra, la más pequeña, en la derecha– con la leche y el agua calientes.
El reloj tocó la última vez en 1960, a las tres de la tarde y diez minutos del 22 de mayo. La escalera era de peldaños iguales hasta las tres y diez de la tarde de ese día. La luz fue colocada en 1961, cuando a don Eliecer le entró la sospecha de que doña Amanda podría volver y la certeza de que no habría más réplicas del terremoto.
Un poco hacia la derecha y debajo de donde está la ampolleta, había un cuadro en el cual una mujer joven, vestida con un sayo de color marrón, acaricia un perro que airea la lengua desaprensivo y mueve la cola. Lo recuerdo. Yo era niño.
Los que habitamos esta casa son don Eliecer, el dueño de la casa; Natividad, que viene de por donde está el cementerio del pueblo y hace casi veinticinco años que no ha dejado de venir ningún día a ayudar en las cosas de la cocina y otras propias del día; yo, que dicen que vine porque doña Amanda me trajo, no sé de dónde ni a qué. Tú, el cuidador o algo así. Y la ausencia irrevocable de doña Amanda disfrazada de porfiada existencia.
La gotera vino a rebalsar el vaso. Don Eliecer la vio venir creciendo desde la mancha marrón en el cielo raso y alcanzó a pensar en que sabía que tenía que ocurrir. Hace 20 años casi exactos que doña Amanda se fue y nunca más, como todos los veranos cuando ella estaba de cuerpo presente, había vuelto él a subir al techo a golpear los clavos y ponerle brea a los huecos en las latas, arreglar la antena de la radio y limpiar las canaletas, exactamente en ese mismo orden. La primera gotera cayó en el centro del primer escalón y luego comenzó a crecer una mancha mojada que fue desparramándose hacia abajo, siguiendo la inclinación del peldaño.
Son las ocho cinco.
–¿Las ocho cinco? –se fija don Eliecer en su reloj pulsera, sorprendido de no oír los pasos de Natividad siempre bajando a las ocho tres, sorprendido de la gotera, sorprendido de que son veinte años perdidos esperando que algo suceda para que su casa, esa casa otrora la más nueva y cuidada del pueblo, vuelva a ser la que era antes del terremoto, esperando que doña Amanda regrese.
A las ocho diez me ve por el espejito y me dice en tono calmado que vaya a ver qué pasa con el desayuno, mientras sigue mirándose y alisándose el bigotillo, el cual le parece súbitamente lacio y blanco amarillento.
Como todos los días a las ocho cinco, yo apagaba la luz en el interruptor de detrás de la puerta; desde que él me ordenara, un día ya olvidado, que eso tendría que hacer siempre a esa hora. Esta vez la paso a apagar algo urgido por la orden de ir al segundo piso, pero don Eliecer me pide que la encienda de nuevo porque “está tan oscuro aquí”, dice.
Subo pensando en el cuadro aquel y dónde estaría desde el día en que desapareció. Tú sabes, doña Amanda lo hizo de un calendario, y le puso el marco del espejo que se quebró alguna vez que yo no sé y tenía especial cuidado de limpiar el vidrio y ese marco todos los días, diciendo que las cosas que uno quiere tienen que mantenerse sanas y qué mejor salud para una cosa que la limpieza. Desde que tuve uso de razón la había visto hacer lo mismo, hasta el día en que partió.
Se marchó ese día en el tren local de las 9:20 y en la tarde, supuse yo, debía volver, pero no volvió. El terremoto del 22 de mayo derribó casas, inundó tierras, volcó cerros, cortó la vía férrea, desvió el río. Nada de eso derribó a doña Amanda. Advertida por el de Concepción del día antes, presintió una réplica grande aquí, así es que esa noche y a la mañana siguiente lavó frascos, vasos, loza, cristales, todo lo que se pudiera quebrar, los ordenó en el suelo contra la pared de gruesas vigas de la cocina, distribuyó tareas, que yo me hiciera cargo de la radio, que tú abrieras las puertas en cuanto ella lo ordenara, que Natividad juntara agua en el tambor y la olla grande, regara las plantas del comedor y se encargara del almuerzo y Don Eliecer le diera cuerda al reloj y lo aceitara un poco con el aceite de la máquina de coser. A las tres de esa tarde vino el primer remezón, que yo pensé era un carreta con bueyes asustados pasando por fuera de la casa. Cuando doña Amanda gritó, yo salí de la pieza de atrás y corrí hacia el dormitorio de ellos para tomar la radio. Ponla sobre la cama, me dijo. Tú abriste en ese momento la puerta y yo salí con la radio para el patio.
El primer remezón duró poco, apenas lo suficiente para que alcanzáramos a salir de la casa todos. A las tres y diez comenzó el remezón fuerte, el verdadero terremoto. Recuerdo los árboles tocando el suelo con sus ramas más altas, la artesa bamboleándose, tirando el agua mientras se bamboleaba como un barco, el derrumbe del castillo de leña detrás de nosotros mientras corríamos hacia la huerta, de donde doña Amanda nos llamaba para que nos hinquemos a rezar. Recuerdo el oleaje gris de la tierra y el aullido triste de los perros. Los gallos cantando. Las vacas corriendo sin dirección. El caballo de don Emario mirándonos y relinchando desde donde estaba atado junto al pozo.
Natividad está sentada en el sillón de mimbre de detrás de la estufa, con la vista perdida. La estufa está echando humo por uno de los añillos grandes. El agua no ha hervido.
–¡El cuadro está en el entretecho! –me dice, antes que le pregunte nada.
El día que se marchó doña Amanda había sol desde temprano; don Eliecer había ido a la Estación con la maleta grande y Natividad había acompañado a la señora hasta el portón, sin atreverse a preguntar a donde iba.
–Voy donde mi madre–, dijo la señora, sin despedirse ni mirar a Natividad.
Desde entonces, el día venía siempre igual, como un designio con todos los habitantes en la casa en una procesión de hacer cosas, las mismas siempre día tras día, mes a mes, año a año, con un plato vacío delante de una silla vacía en la mesa del comedor a las horas de comida. Con don Eliecer sentado frente a la ventana que mira a lo lejos a la estación ferroviaria, mandando desde allí a todo el resto, levantándose de vez en cuando para echar leña a la estufa y remover el fuego con una tenaza, yendo a lavarse las manos antes de almorzar y tomar onces y cenar y siempre mirándose en el espejito para emparejarse los bigotes con la tijerita.
Le digo a don Eliecer que el desayuno no está listo, que Natividad parece que está enferma y que, si quiere, yo subo al entretecho a ver qué puedo hacer con la gotera.
Don Eliecer me dice que vaya y compre una ampolleta de 100 watts para la luz de detrás de la puerta y que pase donde el relojero a ver si puede venir a la casa a ver qué se puede hacer con el reloj de péndulo.
Don Eliecer sube la escalera y me pide que busque un tarro para poner en el sitio de la gotera. A los seis años yo sabía que los perros y los gallos podían anunciar los terremotos. Con veinticinco es más difícil pensar en presentimientos de ésos. Hoy el gallo ha cantado insistente, a pesar de haber amanecido hace varias horas. El Tony, el perro viejo, aúlla quedito en el patio. A Don Eliecer le entra la certeza por caminos retorcidos de su mente cansada de esperas. Al subir la escalera se convence de que no volverán a haber terremotos tan fuertes, que el reloj de péndulo no tiene arreglo, que doña Amanda no volverá. Al bajar, trae en la mano izquierda la cafetera grande y en la derecha la pequeña con la leche y Natividad lo sigue. Al pasar por mi lado el viejo me sonríe por primera vez. Entonces me fijo en el lunar que Natividad tiene sobre el labio de arriba y me toco el mío y le sonrío también a ambos con algo de incomodidad.
Al día siguiente no hay gotera alguna en la escalera. El reloj de péndulo ya no volverá a marcar más la hora pues el engranaje se arruinó sin vuelta, según el relojero, pero seguirá allí donde está, pues no habría con qué llenar ese espacio que dejaría, además que quedaría su huella de años marcada en la pintura. A las diez de esa noche don Eliecer se toma una copita de fuerte y luego entra en el baño, de donde sale muy bien peinado y sonriente y sin los bigotes. Luego sube lento la escalera para acostarse, pero desde la puerta del dormitorio me grita que suba por la mañana temprano al entretecho y lo limpie de todo lo que no sirva, pero que tenga cuidado con el cuadro que está entre dos hojas de papel de cera, debajo de unos sacos, que cuide de limpiarlo y colocarlo en su sitio. Luego oigo que entra en la pieza grande donde estaba antiguamente el dormitorio matrimonial y escucho los pasos tímidos de Natividad que lo sigue.

8. PAJARRACO SILBA CORRIDOS Y MATA EL TIEMPO

¿QUÉ QUISO DECIR "Pajarraco" cuando le pregunté que qué haría si lograba egresar de la Escuela? Por varios años me anduvo dando vueltas en la cabeza que este tipo estaba un poco loco al decir de su respuesta.
Cómo fue la cosa. Yo me había retrasado aquella mañana en lavarme y vestirme y no me quedaba otra alternativa que usar la forma acostumbrada en muchas mañanas iguales por todos nosotros los internos, o sea, salir por la ventanita que daba al techo de Primeros Auxilios, entrar a través de otra ventana igualmente estrecha, si es que la encontrábamos abierta, hacia el pasillo que daba a la escalera que bajaba al primer piso y entrar, como si nada, a los comedores para el desayuno.
–Me la cobraré de la vida –parece que me dijo cuando le pregunté qué vas a hacer, y continuó afeitándose la pelusa que le afeaba aún más el hocico. Y cuando me deslizaba por la ventana le alcancé a oír algo así como que el diablo los pille confesados. La respuesta, entonces, me pareció sin relación a la pregunta, que se refería a qué iba a hacer para salir del dormitorio. Ahora la entiendo, pero las circunstancias se hacen diferentes en 32 años de dar vueltas en la cabeza.
“Pajarraco” era pobre. Más que nosotros; y sobre todo porque era pobre del alma. Huérfano de madre –con un padre alcohólico y al parecer dos medios hermanos más pequeños que él y a los cuales casi no veía–, su profesor de la primaria lo había apadrinado, le había comprado el terno negro del uniforme y unas cuantas camisas que habían salido de los remiendos de otras que su padrino usó por años.
Su particularidad era que andaba siempre resfriado, temblando de frío, con los mocos colgando y los pantalones más arriba del borde de los calcetines. Usaba zapatos cafés, cosa inusual en la escuela, de número grande, que le quedaban sueltos y parecía sujetarlos con los dedos que se esbozaban crispados bajo el cuero. Siempre andaba con hambre y, para menguarla, buscaba el pan añejo en los basureros, lo remojaba en la pileta del patio y se lo comía.
Le gustaba silbar corridos mejicanos, los que repetía interminables veces; y más aún cuando todo se iba quedando en silencio en los dormitorios, se podía oír en sordina el silbido que repetía "Ladrillo" y "Juan Charrasqueado", una y otra vez, hasta que el canto de las ranas del estero de la pampa Kramer lo apagaba, imponiéndose, o nosotros nos perdíamos en el sueño.
La primera vez que “Pajarraco” se salió de madre fue cuando mató a “Tales de Mileto”, el perro, asfixiándolo con una bolsa de papel encerado que le puso en la cabeza. Vimos perderse a Tales, a todo correr y dando tumbos y volteretas desesperadas en su carrera final hacia el bosque de detrás de la parcela, donde al día siguiente el “Cauque” Rivera lo encontró muerto.
Durante muchas noches no volvió a silbar corridos; ni tampoco se le vio repartiéndole las migas de pan a los gorriones en el patio.
El 24 de abril de 1965 murió el “Negro” González, nuestro compañero. No comprendí el nexo del “Negro” con “Pajarraco” hasta ayer. El “Negro” murió a la mala. Vivió alegre, despreocupado, cantando siempre por los pasillos, hasta el día de su desaparición de la escuela. Diez días después tuvimos que atravesar la bahía en la lancha "Duby" para enterrarlo en su tierra natal de Corral, convertida sorpresivamente en su tierra mortal. No hubo explicaciones de la partida del “Negro”. Sólo yo sé que quien lo llevó a la orilla del acantilado y, sin empujarlo con sus manos, sí con el silbido ininterrumpido de "Mi Linda Cachita", lo estrelló contra las rocas. Y lo sé no porque alguien me lo haya dicho ni porque “Pajarraco” me lo haya comentado alguna vez, sino porque, desde ese día, éste volvió a su costumbre de silbar. Y sólo silbaba dos melodías: "El preso Número Nueve" y "Mi Linda Cachita". Y esta última era la canción preferida del “Negro”.
Egresé sin pena ni gloria en 1967. “Pajarraco” se quedó 6 años más y logró egresar en 1973. Cuentan sus compañeros que se volvió estudioso. A las tres de la mañana, ya no se escuchaba su silbido en el dormitorio, sino que sus trancos en el pasillo y su silabeo cuando trataba de aprenderse de memoria un libro entero de historia. Pregúntenme, decía. Cualquier cosa. De cualquier página. Y repetía con pelos y señales todo. Tan lúcido se volvió que el “Discurso del método” se lo aprendió en tres tardes, sin leerlo más que una sola vez. Podía, según el “Vaca” Martínez, su compañero de banco, leer simultáneamente tres libros, aparte de los cuadernos de materia, y era capaz de repetir todo sin equivocarse.
Por qué llegué a la conclusión de que él empujó al “Negro” González. El “Negro” González era memorión y se ufanaba sutilmente de ello, diciéndonos casi al oído que le tomáramos la lección. Entonces alguno aceptaba el desafío y se la tomaba. El “Negro” a veces se equivocaba en alguna palabra y entonces decía espérenme, se daba una vuelta por el baño, orinaba con fuerza, expulsaba unos gases y salía dando saltitos de mono de allí, y siempre encontraba a “Pajarraco” en un rincón silbando un mejicano y mirándolo de soslayo. El “Negro” le hacía una finta y con agilidad le encajaba un puñete controlado en el abdomen. “Pajarraco” enrojecía y mascullaba: ¡Algún día te ganaré en la definitiva...!; y seguía silbando, mientras el “Negro” volvía al grupo y repetía la lección, esta vez sin equivocarse.
“Pajarraco” egresó y en la ceremonia de premiación, donde le dieron un diploma y el libro “Los Miserables” (no recuerdo de qué autor) por su primer lugar dijo, entre sus palabras más destacadas, que agradecía el espacio que le había dejado “El Negro” a su memoria. O sea no exactamente así, sino como se puede leer en la revista “El Jote”, el boletín periodístico, medio artesanal y todo pero adoptado como oficial por el Centro de Alumnos de la Escuela, el cual dice textualmente: ““Pajarraco”, nuestro común amigo, salió al podium con un orgullo contenido, semi–encorvado y silbando bajito. Al hablar, molestaba un poco su forma de arrastrar las sílabas, dichas como si hubiera estado cansado físicamente. Inició sus palabras agradeciendo a todos sus compañeros que ayudaron a que él llegara al final, y le hicieron recuperar la fe en sus medios. Pero, en especial, agradecía ‘el hueco que en el mundo de los memoriosos le había dejado el “Negro” González, objetivo de su empeño, luz de su obsesión intelectual, oportunidad de probar lo ilimitado por primera vez con éxito’ ”. Luego siguen otras frases acerca de los recovecos de la memoria y cómo fue llegando a la conclusión de que podía memorizarlo todo para, en seguida, repetir textualmente el discurso del Director, al menos en sus párrafos más importantes. Si tienen la curiosidad de leer y cotejar lo que el director dijo en aquel acto 15 minutos antes de la intervención de “Pajarraco”, con lo expresado por éste, podrán comprobar que no miento. Palabra por palabra, es exactamente lo dicho por el Director.
Enseguida recitó los versos de Blanco Belmonte, “El Sembrador”, que, curiosamente, el día anterior en la ceremonia de despedida que los quintos años hacían a los egresados, había sido recitado por el Guatón Pérez Pothoff.
El “Vaca” me contaba que lo único que no había cambiado en el “Pajarraco” de los primeros años de la escuela, eran los zapatos café, los cuales había tenido que teñir con tinta china negra para la ceremonia, obligado por el profesor jefe, zapatos en los que resaltaba la rotura en las puntas, zurcida con seda de pescar. Todo lo demás en él era fuerza, seguridad al caminar, firmeza de la voz, y cierta violencia apenas disimulada en sus ojos oscuros.
Años después, a raíz de un viaje a Santiago en tren, me encontré con “El Vaca” y de ese encuentro son los datos que he dado a conocer, que éste me contó en detalle. Me dijo entre otras cosas que “Pajarraco” había decidido no volver a tomar un libro en su vida, afirmando que todo lo que tenía que saber ya lo sabía, y todo lo que no sabía estaba bajo tierra, en la memoria que los gusanos conservaban de su iniciación “en el camino de la esencia de todo” (Sic) (¿?).
Explicaciones puedo tener muchas acerca del significado de estas palabras, que perfectamente pueden ser inventos de “El Vaca” o bien una interpretación mía.
En 1978, julio 13, lunes, hoy día, ocho con veinticinco de la mañana, entro a mi oficina y veo que alguien ha encerrado con un círculo rojo un artículo del diario local que dice que en una pendencia de borrachos, Luis Asencio Uribe, alias “El Pajarraco”, dio muerte a tres campesinos de Huidilafquen, en las proximidades de la desembocadura de Río Azul, en Coyhaique, infiriéndoles una estocada en el corazón a cada uno y luego arrojándolos al mar en los acantilados de la playa grande. Cuando lo capturaron, el “Pajarraco” estaba sentado en una piedra, en las inmediaciones de la escena del hecho. Le dijo a la policía algo así como que ya estaba cobrada la deuda con la vida, que “siempre los pájaros serían más longevos que los gusanos, y éstos no lograrían jamás sobrevivir a su natural depredador, que siempre terminaría comiéndoselos”. Mientras caminaba hacia el retén, escoltado por dos carabineros, silbaba “Mi Linda Cachita”.
El diario afirma que, según el médico, el sujeto está loco. Yo, ahora, estoy convencido que no.

9. LA VACA

LA PIZOTIA mató a la vaca.
Animal extemporáneo, flacucho, de ojos embadurnados de abulia, blanquinegro sucio, escaso de leche por el mal pasto y la peor mano ordeñadora, despreocupado y torpe de andanzas, entre matorrales y zarzamoras aprendió mañas maternas y madrugó al hombre.
El hombre va pensando en ello. Construye su novela que es de correrías y andares, dibuja torpe el camino de la letra ruda, limpia la bosta de la primera infancia.
La vaca. Por allí, por esos ojos de animal redondeados y bizcos soslayó la ternura; en esas tetas estrujó leche blanca y gruesa para salvar el hambre porfiada de la niñez.
–Capachito, orejitas de paila, venga que la mami lo quiere...
–Voy, mami.
–Capachito, ojitos chuecos, testarudito’e melda, venga que mami lo quiere.
–Ya voy, mami.
Cinco veces, media hora de llamado materno e igual respuesta infantil.
–Capacho, le estoy hablando, venga que hay que almorzar...
–Ya voy ya.
–Capacho, te estoy hablando, mierda, vai a entrar o...
Capacho entra. Tiene ocho años y ya anda volando por los patios, se sube al techo de la cocina o del gallinero para otear aviones grandes y pájaros misteriosos y sólo lo baja la realidad del hambre, que tiene horario.
La vaca. Por esa vaca blanquiazul pensaba los días torpes, por la oreja caída y de honda oquedad oía el agua distante del estero. Por la panza se angustiaba de hambre cuando en la casa no había caído almuerzo más que un pan con manteca. Por la leche que, de puro empeñoso estrujaba en el baldecito de lata, le venía la espuma de la imaginación. Por los mapas del cuero viajaba viajes de ensueño.
Un día lo mandaron tras la vaca a las siete de la mañana, antes de la escuela y mucho antes de que la escarcha se derrita. No la encontró. Pero rompió su manta en las murras . Lo mandaron a las nueve de nuevo, en vista de que era tarde para la escuela. Pero la escarcha seguía ahí. Encontró a la vaca tras los maquis, silenciosa y terca. La sacó de allí y la llevó para lecharla. Cuando iba para el corralito, guasqueándola con el lazo de ñocha, la ternera mugió babeurre y contenta. La vaca también mugió. Al séptimo fracaso matinal, Capachito comprendió. Entonces se metió al bosquecillo y mugió, imitando a la ternera. La vaca, oculta pero sensible en su maternidad, respondió. Y Capacho supo que estaba allí, siempre terca e inocente, bajo los arrayanes del recodo hondo del estero. Se acercó a ella y le mugió más zalamero y dulce. Lotería. La vaca vino. Y todos los días de allí en adelante.
El hombre va redondeando las ideas del primer capítulo con el lápiz de palo que, de vez en cuando, pule con una pequeña cortaplumas. Habla en tercera persona de los años en que la vaca constituyó el capital más preciado de su padre, cambiador del ferrocarril, pobre pero soñador de sueños grandes. Una vaca. Se la compraría a su compadre Víctor, le pagaría cortando leña para un invierno, sembrando para dos. La dueña sería la Nena, la hermana mayor, esa niña tonta. La quería porque le aceptaba jugar a la pelota algunas veces, pero la aborrecía por lo traidora. Siempre lo estaba acusando.
–Mami, el Capacho no dio su lección en la escuela.
–¿Ah, sí? –Paliza.
–El Capacho se quedó jugando con el Pilucho en el pozo lastre.
–¿Ah, sí? –Paliza.
El hombre es terco en su decisión. El campo es noble en su tarea de hacer hombres, pero siempre pobres, con ropa que se pudre de sudores y lluvias, con zapatos que se destiñen y rompen de intemperies sin pausa. El hombre quiere ir a la ciudad grande, cambiarse de chaqueta, sacarse el piñén del centro inalcanzable de la espalda, pulirse el corazón y las manos y el cerebro que está ahí hirviendo de ideas.
No sabe mucho de novelas. Pero tiene un mar contenido en la cabeza. Será cuestión de escribir un poco en las noches, después de la escuela nocturna. Será cosa de darle y darle, como a la tierra, que al final aprende; como al caballo que se vuelve sumiso y dócil, como a la vaca que en la niñez, su niñez, venía sola a dar su leche.
La vaca. La pintan tonta y sin mañas. Pero él la vio fácil de mollera, dócil de instinto. Primero acudía con la imitación del mugido. Luego cayó en la cuenta del truco. Halló el matiz denunciador del falsete y dejó de venir. Entonces el niño la apremió con el dolor materno. Le huasqueó a la ternera con una rama de maqui. El animalito corrió asustado y dolorido. La vaca sintió la queja en el fondo de su librillo, reducto del alma de las vacas y vino a mirar. Puso ojos sombríos. Pero no sabía de furia. Así que se acercó a la ternera, quiso lamerla maternal. Pero ésta se fue directa y cabeceando a la ubre, hambrienta de la separación nocturna.
Un día dicen que hay pizotia y el padre viene de la estación ferroviaria con susto de que la vaca se enferme. Va con Capacho y le pasa lejía por la lengua. La vaca ni muge siquiera. Hace días que está rara, tristona, y ya no se esconde en el bosquecillo. Si está enferma es más seguro que muera. En la escuela Capacho sabe que la pizotia viene por el aire. En la escuela sabe que hay que irse del pueblo si se quiere saber más cosas.
Se muere la vaca al tercer día de lejías y agua de llantén y él se queda con la ternera para darle leche en biberón y acostumbrarla a su llamada de mugido falso. En el quinto capítulo se le ocurre que debe tomar de la realidad algunas cosas solamente y matizar el resto con imaginación y belleza. Entonces describe a la ternera siguiéndolo, dócil como un perro, a donde a él se le antoja. Va a la escuela con ella y el pequeño animal lo espera a la salida, contento y mugiente, para seguirlo de vuelta. Comprende sí que la fantasía no debe sobrepasar a la realidad. Podría con ello amenazar los visos de verdad del relato, que, leyó por ahí, era importante en las novelas. Y cuenta de la tristeza auténtica de la muerte de la vaca, cuando fue con su padre aquella mañana de fines de marzo y la encontró tendida de costado en el pasto, agónica y de ojos tristes y él pidió llevarle la ternera, pensando en que se moría de todos modos y madre e hija tenían derecho a verse por última vez. Pero su padre y don Víctor, que estaba también allí, le dijeron que no, explicándole que sería malo para la ternera porque podría contagiarse y morir después también. Entonces el hombre remata ese capítulo diciendo, por boca del niño, que es mejor morir el día que la madre muere, que cualquier vida sin ella no vale la pena vivirla.
Los borradores se acumulan. Escribir en limpio es difícil, no cuenta con mucho papel así que lo hace con letra pequeñita y sin cargar mucho el lápiz para no gastarlo.
En el cuero de la vaca había un mapa curioso. No podía compararlo al menos con los mapas que él conocía. Los de América, semejantes a una zanahoria con sus ramas. El de África, una remolacha tosca.
Pero en ese mapa soñó el mundo. Y cuando subía al gallinero en esas tardes de semisol del otoño, se imaginaba volando por el planeta, que veía limitado por el cerro “Los Tallos”, a diez o más kilómetros hacia donde se ponía el sol. En las mañanas, al salir tras la vaca, aguzaba el oído pero también la vista, con la cual tenía la esperanza –y a veces hasta la certidumbre– de encontrarla por ese mapa pegado a las costillas.
Hombre ya y escritor, muchas veces trató de hallar un sentido premonitorio a ese dibujo negriazulado sobre blanco, impreso en el cuero del animal. Imaginativo y audaz, describió en más de algún pasaje de sus novelas el mar que circundaba esas tierras enormes que en el costado de la vaca se vislumbraban. Les dio alas a sus héroes volando sobre continentes fabulosos llenos de belleza y sugestión.
Cuando niño, solo con la ternera, apática ésta y esmirriada en la realidad, discurría modos de interesarla en sus juegos. La pensaba caballo y la laceaba con el cordel de la ropa, la veía inteligente aprendiendo cabriolas de perro en el patio, veloz y al galope por el cerrito de la pampa grande. Pero la ternera en la realidad, era un clavo. Tenía que obligarla a comer del pasto que tenía que cortar con la guadaña, tenía que empujarla para que se moviera del pequeño corral.
–Huele a su madre y la echa de menos –pensaba. Entonces por obligación y por lástima seguía tratando de criarla. A los dos años la llevaron para cruzarla con el toro de don Víctor. A los cuatro seguía allí, mirando para cualquier lado bobalicona y estéril. A los cinco la vendieron y se la llevaron en la camioneta de don Rolo.
Yo vi al hombre pensar en quedarse allí en el pueblo cuando advirtió que la novela no iba a salir. Había un montón de papeles, borradores corregidos y borroneados una y otra vez hasta que se rompían. Qué final ponerle a una fantasía infantil donde una vaca es la protagonista. Donde una vaca que casi nunca dio leche, para colmo se muere y le sucede una vaquilla torpe e infértil a la que se llevan finalmente al matadero.
Eso es en la realidad le digo yo, su maestro de escuela. En la imaginación puedes hacer de la ternera una vaca grande, paridora y abundante de leche. Por esa cabeza blanquiazul puedes discurrir los días con instinto certero, por la oreja caída oír el agua distante del estero llevando barquitos y sueños a tierras de lejos. Por la leche gruesa y copiosa saciar la angustia de hambre cuando en la casa no haya almuerzo más que pan sin manteca. Puedes seguir viendo en su panza el dibujo del mundo convertido en una sabana de África llena de vegetaciones y bellos animales, soñar un lago de América sembrado de peces retozando en el crepúsculo y garzas inmóviles y blancas en la orilla, juncos esbeltos que silban con el soplido de la brisa. Puedes por sus ojos inteligentes seguir mirando las mañanas de antes de la escuela, cuando dialogabas con la vaca madre en un reto de astucia.
El hombre escribe ahora el final del libro y en un alto, está mirando la imagen de una vaca en la caja de cartón en que viene la leche ahora y que permanece allí sobre la mesa. Piensa que por las manchas se parece a su vaca de la infancia, aunque ésta de la fotografía es más gorda y más grande. Se le ocurre que en el edificio, tal vez en el patio donde guarda la camioneta, pudiera entrar si estuviera viva. También hay en esa reproducción a todo color, una ternera que es como la duplicación de la madre, una ternera que él nombra con nombre de princesa y que lo mira con ojos familiares desde la fotografía. Se imagina que detrás, en algún lado que no ve pero intuye, está su hermana Nena, la dueña, diciéndole te la regalo es tuya si es que juegas conmigo a la pelota.
En su ensoñación está la ternera de la infancia en su último mes de preñez y don Víctor ha dicho que esta vez será un ternero. El Hombre lo sabe bien. Lo sabe por la forma del mapa de la panza, que tiene una especie de cuernos orientados hacia el cielo. Por la inclinación hacia la izquierda de la futura madre cuando anda. Por la mirada llena de dulzura somnolienta. Por la forma de corcovear ágil y contenta en las noches de luna, cuando ningún hombre la está mirando.

10. LOS GIROPONDIOS ROSADOS

A Sol–Natalia.


EN MEDIO de las flores, con su pelo cenizo agolpándose sobre la frente a instancias del viento sur, Marigen Rosa parecía muy gastada y a punto de caer. Los giropondios rosados no habían brotado en los sitios donde, con un palito de cedrón untado en excremento de vaca, habían sido enterrados y con una plegaria en aymará, habían sido encomendados a espíritus sin nombre.
Con ceniza de laurel valdiviano y agua bendita, Marigen Rosa los había regado, a las cuatro de la tarde de todos los días, hora en que el sol se monta a horcajadas sobre los sembradíos de octubre y augura con su golpe amarillo la floración de la tierra.
Era la hora en que Arístides Mamani le había dicho que era bueno.
La misma hora en que un día, de hacía ya muchos años, lo encontrara tendido en el patio hablándole a las hormigas.
Éstas habían desfilado desde su agujero hasta la mano tibia del hombre, donde había unos granos de cebada ordenados en forma de cruz, los cuales fueron cargados uno a uno por las hormigas y llevados al agujero en la tierra en que vivían.
Tal vez la ceniza no había estado en la proporción exacta, o la fe se había extinguido en el enjuto pecho de Marigen Rosa, de tanto esperar a que sucediera todo. O bien esas mismas hormigas que habían marchado ante sus ojos atónitos cargando los granos, habían arrastrado las semillas de giropondios hacia la oscuridad subterránea, donde el sol, aún con empeño, no llegaría.
Su madre le había advertido –Marigen, los giropondios no existen, son sólo embustes del hombre gordo–; pero seguro que su madre decía esto porque Arístides no le agradó desde el comienzo, a lo mejor por su gordura descomunal que nadie se explicaba, puesto que sólo se le había visto comer raíces de nabos silvestres y nunca aceptó otra cosa de comer en todo el año en que estuvo viniendo muy de madrugada y yéndose exactamente a las cero de la medianoche, señalada por su reloj de plata guardado en el bolsillo interior de su chaqueta, o bien por su rareza reflejada en todo eso y más.
Arístides Mamani no tenía edad. Su cara era tersa como el papel de arroz y de un color rosado juvenil y fresco, pero su pelo era blanco hasta la raíz y muy largo, tomado en una cola. A pesar de sus fáciles doscientos kilos, corría y saltaba como un acróbata y jamás mostraba signos de cansancio. Desde el primer día que vino, un domingo de ramos, su jerigonza y sus ojos retintos con un fondo azulísimo se ganaron la voluntad de Marigen Rosa y luego su corazón.
–Sólo los giropondios son más bellos que tú, Marikén –le dijo mirándola con seriedad gentil. Y durante una semana le repitió lo mismo a esa hora de las cuatro. Hasta que ella preguntó.
–Los giropondios son las flores más bellas del universo, Marikén –contestó el Gordo– Cuando ellas salen no es necesario que el sol salga. Cuando las tienes en tu jardín, desaparecen todos los disgustos y te enamoras. Como en los cuentos, sólo que es real. Cuando ellos florecen, sobre la frente de quien los cuidó nace una aureola, Marikén, una aureola de luz.
Arístides tenía pequeños los pies, casi femeninos, y calzaba en ellos unas sandalias de cuero marrón muy viejo. Lo extraño era que no dejaba huellas al andar.
Un día, viernes era y dijo el hombre: –Marikén, el sol saldrá hoy muy fuerte, es la hora de plantar las semillas de giropondios.
–¿Cómo son los giropondios? –preguntó Marigen Rosa sin obtener respuesta de Arístides quien salió hacia el patio y en el mismo sitio donde lo había visto tendido en el rito de las hormigas volvió a echarse. Un rato después aparecieron éstas, cargando unas diminutas semillas en forma de corazón, de color dorado y fosforescente resplandor, parecido al de las candelillas. Con acostumbrada facilidad treparon por los gruesos dedos del hombre y fueron ordenando en su palma los minúsculos gránulos, regresando luego ordenadamente hacia su agujero.
–Estas semillas contestarán tu pregunta, Marikén. Las plantaremos en el fondo del jardín y en un año exacto brotarán, pero si tú las descuidas o tienes un disgusto u odias a alguien, no saldrán hasta el año siguiente, a menos que...
Exactamente doce semillas plantó Arístides en una línea, cuidando de dejar un espacio de unos tres jemes entre cada una.
–Así tendrán sol a cualquier hora, el que de todas formas ellas buscarán girando su corola en el sentido de los rayos del sol, de ahí su nombre –dijo.
El tiempo que pasó antes de marcharse para siempre se dedicó a enseñarle a Marikén, como él le decía, cómo cuidar las semillas para asegurar su floración. Le habló de la eternidad de la belleza y de sus representaciones en el universo.
–Sólo algunos objetos reciben el don y muchas almas, de animales incluso, pero es necesario buscar su belleza, no con los sentidos, sino con el instinto, que es el alma antes de la muerte. Tú, Marikén, eres de las personas con el don y sólo los giropondios son más bellos que tú, pero los aventajas en que ya naciste, lo que quiere decir que todos los ceremoniales se cumplieron al pie de la letra contigo. Significa que tus padres practicaron el rito de la paciencia y, cuando estabas creciendo, no odiaron a nadie ni tuvieron rencillas que no hayan resuelto a punta de bondad. El ciclo se repite exactamente para todos los seres vivos que aspiran a alcanzar la belleza, Marikén.
En días de lluvia, el gordo observaba desde el corredor cómo el agua lo inundaba casi todo, menos el hormiguero, que el agua rodeaba de un modo inexplicable. Desde allí del montículo salían las hormigas en el orden acostumbrado, cuando el gordo las convocaba para darles de comer, cosa que ella nunca pudo imitar, a pesar de la paciente enseñanza del hombre. Curiosamente también, la lluvia respetaba los puntos donde las semillas habían sido plantadas y cuya única señal visible era precisamente que esos puntos permanecían secos y emitiendo una tenue nubecilla de vapor desde su centro que, al palparlo, estaba más tibio que el resto de la tierra. Pero, lo más extraño era la fosforescencia. Los doce puntos aquellos resplandecían como candelillas.
Marigen Rosa nunca supo explicarse tal fenómeno y tampoco recibió respuesta alguna de Arístides las veces que le preguntó.
–Los giropondios responderán por mí. –se limitaba a contestar.
El siguiente domingo era de ramos otra vez y Arístides se tendió en la tierra, dio de comer cebada a las hormigas, que optaron por guardarla bajo tierra, y siendo las cuatro de la tarde anunció que se iría.
–Es hora que me marche. Hay cosas que hacer al otro lado del mundo –dijo en un tono casi triste. Agradeció la bondad de haber sido aceptado en la casa y besando por primera vez las manos de Marigen Rosa, salió por el portoncito semiderruído del patio, y por el sendero que iba a dar a esa especie de altar de piedra donde el camino se desviaba hacia el sur en el recodo, donde se erguía desde siempre una encina, sin volver la vista ni regresar a la casa otra vez.
A Marigen Rosa no la gastó el odio. La gastó el desencanto y la espera, anciana ya, y sentada muy dobladita sobre sí misma en el banquito del corredor. En el momento justo en que comprendió que los giropondios rosados eran una fantasía que ella había cuidado con esmero, pero inútilmente, algo ocurrió. Era domingo de ramos y, al mirar hacia el fondo del patio, divisó a su madre que, aunque viejísima, tenía fuerzas para romper la tierra con la asada. –Los giropondios rosados no existen, Marigen, te lo he dicho hasta el cansancio... –dijo la vieja y golpeó con furia la tierra donde hacía muchos años Arístides Mamani había plantado las refulgentes semillas en forma de corazón.
Marigen Rosa quiso contestar, pero sólo tembló por la pena. Tal vez dejó de vivir en el momento en que el sol de las cuatro le golpeó los ojos y, en medio del relámpago, vio los giropondios torciéndose sobre el tallo, como queriendo saludarla; y eran las más bellas flores que nunca conoció y ella se encontraba muy joven y contenta allí entre las doce flores y en su cabeza una aureola de luz comenzó a brillar al sol y por el rabillo del ojo vio en el recodo del camino el altar de piedra sombreado por la encina y al hombre gordo, Arístides Mamani, sonriéndole parado sobre él, soberbio y a la vez sencillo como un dios, con la piel del rostro sin edad como siempre y el pelo blanco hasta la raíz tomado en una larga cola; y todo parecía tan vivo y real como si el tiempo se hubiese detenido allí, en el patio, a esperar a que Marigen Rosa se vistiera con su mejor vestido para irse al purgatorio, donde dicen los entendidos que las flores son bellas y eternas.