domingo, 27 de julio de 2008

18. EL PRENDEDOR DE PELO

ESA NIEBLA sorda pegada al ojo.
Día enésimo de bruma y frío, a medias el dormir y el entreabrir el ojo tuerto, Braulio sufre su abrupta soledad de viudo. De repente le ha venido la pobreza, la orfandad, la mala; y aún en verano, entrando marzo, solo se halló, ya viudo, en la tremenda casa.
La niebla siempre ha llegado a finales de abril, pero esta vez, lo hizo anticipada y con inquina; de remate, después de una lluvia espesa y furibunda que hizo olvidar el verano.
Primero el ojo azul, casi blanco, entre cuya tela veía en sombras, y luego la sombra perpetua, pero eso era sabido. Negros nubarrones le ayudaron a los nueve años a comprender que algo estaba mal allí en el fondo donde debía estar la máquina de ver, parecida a la máquina de fotos de su tía Adela.
–Voy a quedar tuerto –dijo, y lo tildaron de tonto.
–¡Tonto! –le repitieron los sueños durante días.
Pero cuando el cristalino enrojeció por los bordes, don Justo, el padre, dijo hay que llevarlo al doctor. Tuvo que soñar varias noches en el viaje en tren y, a los veinte días, cuando el viejo ordenó por la mañana que se vistiera, que había habido arreglo en el ferrocarril e irían al hospital, ya se había instalado en el ojo una nube por la que pasaba sólo la sombra de la imagen del padre, acaso por la autoridad, los demás por porfía y el sol, que siempre pasa por donde lo dejan.
Luego vinieron treinta años en que se tuvo que acostumbrar a mirar con el ojo bueno cuando lo llamaban por el apelativo:
–¡Tuerto!
–¡Voy! –contestaba y obedecía a la vez, con torpe resignación.
Y luego, tres años más en que conoció a Silvia, de la cual todos rumoreaban dos cosas: que era la más linda del pueblo y que se había casado con él, de lástima no más, porque era también la mujer más tonta del pueblo.
Pero cuando ella le llamaba Braulio, mi Braulio, y en los días mágicos de antes de irse sin regreso, mi amor, mi amorcito lindo, Braulio olvidaba la inquina de los rumores y se iba con contentura de piel y huesos a trabajar a la estación, donde había heredado el puesto de cambiador de trenes de su padre. Y Silvia se quedaba cantando y limpiando el piso y fregando ollas y tejiendo, siempre sonriendo por algo y diciendo esta comidita es para mi Braulio, este suéter es para mi Braulio, esta negrita es tuya, mi Braulio.
La pobreza, la orfandad, la mala, la viudez, llegaron lentas y sucesivas. Y ninguna fue anunciada por la precedente.
En agosto del 73 dijeron en la estación que andaba un rumor de corte de personal subalterno.
–¡Rumores! –dijo el Jefe de estación, ex–sargento de ejército.
–¡Rumores! –repitió Braulio, el único subalterno en esa estación.
–¡Aunque siempre la cuerda se corta por lo más delgado, pues! –remató irónico el Jefe.
–¡Voy a ver el equipaje del tren local! –dijo, triste, el tuerto entonces y salió hacia la bodega de carga.
En septiembre, el once, suspendieron el tren local y el expreso, más el 404, el tren de carga al sur. En la tarde, el jefe le dijo que con tan poco tren, hum, tú comprendes...
–Entiendo –mintió Braulio.
La orfandad fue más lenta, anunciada y por partida doble.
Su madre fue cerrando las manos, curvándose, enflaqueciendo, distanciándose. Y, de repente, no caminó más, por los dolores de huesos de la artritis. Pero siempre sonrió. Y lo llamó a él y le dijo que tenía que levantar cabeza, y hacer de tripas corazón y vivir. Y cuidar a Silvia. Que llorara, si quería, cuando ella se muriera y cuando muriera su padre, que eso sería muy luego, pero sólo por duelo y no antes ni después.
Cuando todo eso llegó, el tuerto lloró más que un poco, sólo porque no pudo evitarlo y las lágrimas le brotaron por ambos ojos, el que veía y el que no.
Su padre, extraviado de razón y solo, sin tener nada más que hacer, siguiendo a su compañera de 50 años, cerró el primer círculo.
La mala, la pobreza, la orfandad y la viudez fueron lo mismo, no había otra suma mejor de calamidad aunque fueran sucesivas. Pero la viudez fue su mayor orfandad, la más completa, eterna, insuperable.
En los sueños que tuvo luego que Silvia se marchara, se repetía siempre un acto de suma belleza: él, bailando en una extensa playa de doradas arenas, descalzo y con pantalones blancos y camisa azul lapislázuli; ella, Silvia, tocando el acordeón de botones, vestida de blanco refulgente, con una falda larga de gasas que el viento hacía ondear y bellísima con su pelo suelto en ondas grandes y muy negro y sus ojos verdes, mirándole a él con ternura; y, en el pelo, sobre la oreja izquierda, un prendedor pequeño, de oro, con forma de insecto de alas pares muy abiertas, un matapiojos, que refulgía dorado e inconfundible con el sol. Y él, viendo con ambos ojos y danzando, feliz.
La canción era a sus oídos familiar, aunque nunca la había oído de ninguna boca ni siquiera de la de Silvia. Después del sueño, despertaba agotado y el cuerpo y la voluntad se negaban a levantarlo de la enorme cama. “–Irás a trabajar hoy”– le decía su madre en el recuerdo–, “–No iré” –le respondía la pena latiéndole en el pecho–; “–Irás a trabajar, mi Braulio” –le susurraba Silvia desde la hondura insondable del recuerdo, y Braulio se levantaba como un autómata y un rescoldo tibio en el alma le alcanzaba como combustible para caminar sin descansadas hasta llegar donde el Gringo Ulrich, a arar o sembrar o cosechar el campo, a seis leguas del pueblo.
Andando esos caminos, Braulio, ya con mucha anticipación, supo que Silvia no le duraría. A solas se sonreía de una mañana en que ella le dijo que ninguno de los dos moriría si se querían y repetían te quiero mirándose a los ojos.
El se sonrió, porque cómo iba a mirarla a los ojos con la dificultad del ojo tuerto que él tenía. Pero ella le había dicho que sólo la mirara con amor, que el resto no importaba. El, nervioso, la había mirado, y ella, como siempre, le trasmitió un calorcito de vivir, y le pareció verla desde entonces desde el fondo de ambas retinas.
–A nadie le falta Dios –había oído decir a unos tipos que lo vieron pasar con Silvia del brazo. Pero a mí me falta durante el día, durante la noche me falta siempre, se decía el tuerto desde la mañana en que Silvia partió. Y se iba, a la rastra los pies hasta el fundo, y allí comía su pan seco a modo de almuerzo y luego, en la tarde, se volvía y esperaba la noche sentado en el sillón de mimbre de detrás de la estufa, sólo para soñar, que era lo único que le aliviaba un poco.
Pero algunos días no soñaba y entonces se despertaba antes de que aclarara y en esas oportunidades esperaba el “–Irás a trabajar, mi Braulio” –de la voz imperecedera de Silvia, que era como la llave que lo ponía en marcha.
El 24 de agosto eran diez años de durar el uno con el otro y no habría otro desde ese día.
Silvia se levantó temprano y esperó a que él, remolón, se levantara para desayunar juntos y luego se levantó para marcharse, sin olvidar de besarlo en la nariz, para tomar el bus de las ocho e ir a vender esas cosas que hacía, los cristos de vidrio y alambre, las rosas de viruta con gotas de agua verdadera en los pétalos, los muñequitos que sabían decir no con la cabeza con sólo apretarles la barriguita. Le iba bien, quizá más por la dulzura de voz con que los anunciaba y la mirada de color verdeagua que se adhería tormentosa y cautivadora a los ojos de los posibles compradores, salvo en día de la procesión de la Santa Candelaria, donde un oportuno fervor inclinaba a expiar pecados comprando fetiches y relicarios sin necesidad de tal convencimiento. Al salir, a Braulio no le llamó la atención el pequeño insecto dorado que Silvia llevaba prendido en el pelo sobre la oreja izquierda.
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Día enésimo de bruma y frío, a medias el dormir con el ojo tuerto entreabierto, Braulio sufre la pobreza, la orfandad, la mala, la viudez, que es la mayor orfandad.
En el agua fría del pozón de junto al puente viejo, se zambulle y nada hasta el centro del río ancho y hondo, de invierno tardío, para calmar la sequía de su cuerpo, el dolor filudo y duro como un leño en el pecho, la ausencia irrevocable de Silvia. En el agua fría del té de cuando regresa a casa, se bebe lenta la resignación, se mira con la esperanza de imágenes felices y el deseo de milagros piadosos que la traigan a ella de vuelta.
Pero el agua de aquel pequeño recipiente de loza no es bastante.
Ese domingo, de torva niebla, se zambulle en el remolino grande, el que no suelta a nadie, según dicen. Pero él lo conoce y lo domina desde sus chapuzones solitarios de niño. Aquel remolino le enseñó a nadar. Aquel remolino, con sus aspas de espuma, lo alivia ahora de la añoranza permanente. Esta vez se zambulle para pensar y no saldrá hasta que el color de la piel se mimetice con el color del río anocheciendo de azul.
Había semanas en que, aplastado, se quedaba por horas acurrucado en el sillón de mimbre, pensando en Silvia, en por qué se había marchado, sin vuelta, aquella mañana. Trataba de responderse pensando en cosas vagas, como que Silvia quería entrar al sueño aquel y quedarse allí en esa paz llena de melodías y magia. O bien que, para Silvia era ya bastante vivir prisionera en esa casa enorme esperándolo, o que se había ido sólo por un tiempo largo y alguna vez de ancianidad reflexiva, volvería a buscarlo. Entonces canturreaba despacio para no despertar los demás sentimientos hasta que el cuerpo y el ánima se le dormían y volvía a soñar con la danza en esa playa, cada vez más familiar y cierta. Por algunas horas lo envolvía esa sensación inasible de belleza de aquel sueño y podía descansar.
Pero algo no era igual a las veces anteriores y el viudo no acertaba a saber qué era. Era un detalle que había cambiado, algo pequeño pero importante. Un no sé qué faltante sobre el cabello suelto de Silvia, ondeando en la onírica brisa.
Está ahora en el solitario ritual de las zambullidas y bracea con destreza hasta el borde del remolino, que lo coge y lo arrastra hacia su centro. Allí, Braulio, con un diestro movimiento de hombros y brazos y un enérgico envión que le comienza en la nuca y se desplaza en armónico serpenteo hasta los pies, se hunde hacia la profundidad. Allí en el fondo, el agua se torna clara y calma, desaparece la sensación de férrea espiral de la superficie y Braulio puede distinguir la arena clara y ondulada y uno que otro tronco hacia la orilla, que desde que tiene memoria han estado allí y que han servido de escalera natural para trepar hacia el terraplén de junto al boldo.
Braulio nada hacia el sur con instinto de pez y va pensando. Pensando. En su padre, que le enseñó las mañas del ferrocarril. En su madre, que le explicó el amor. En Silvia, que le mostró cómo vivirlo.
Le viene a la mente el sueño de la danza, en el cual, desde hace algunos días, algo falta y no acierta a saber qué es.
Va veloz hacia el reborde por donde sale siempre hacia la orilla, aferrándose de las raíces del boldo, antes que se le acabe el aire. Allí, en la pequeña grieta del fondo, donde a veces el sol del crepúsculo dibuja la imagen de un rostro de perfil, entre la niebla que le ha empezado a cegar ambos ojos, lo ve por el rabillo de la pupila ciega.
El matapiojos. Es el no sé qué distinto en el sueño, el algo arrebatado por no sabe qué duende alucinado al cabello de Silvia, lo que brilla allí en la arena, el objeto dorado que se aleja y regresa en el turbión acuático, como en un juego de pequeños molinetes y cabriolas del insecto al que Braulio trata de alcanzar para devolverlo al cabello de Silvia, a la que ahora ve perfilada en la profundidad, sensual y juvenil como siempre, vívida y tangible como aquel día en la mañana levantándose del sillón de mimbre para ir a tomar el autobús; reconoce sobre su oreja la falta del matapiojos de oro que aquella vez no vio, tal vez porque la joya estaba en el campo visual de su ojo perdido.
Entre truchas y carpas doradas y caballitos de río y burbujas multicolores, entre ausencia de tiempo y alaridos sin voz ni respuesta, Braulio danza. No es el aire esta vez el que infla sus pulmones, es el agua pura y dulce de los sueños. Entre acuáticas vegetaciones y límpidas arenas, Silvia danza. Braulio se ve a sí mismo de blanco y danzando en el ritmo pausado de un eco. El blanco vestido de gasas de ella lo envuelve con dulzura de mortaja y lo libera después y lo vuelve a coger y Braulio piensa que el tiempo se ha ido porque ya no hace falta. Le atrae con fuerza el pequeño insecto, que entre peces y algas vuela pertinaz, zumbando hacia la hondura. Le atraen los ojos verdeagua intensos de ella, la sensual melodía que arranca del acordeón de botones. Braulio se deshace de la fina red del vestido y en plástico movimiento, coge al insecto de oro en la palma de su mano. Silvia le sonríe, lo vuelve a coger en medio de un giro en la red de su vestido y esta vez, Braulio comprende que la pobreza, la orfandad, la mala, la larga viudez y también la ceguera de su ojo derecho, por fin han terminado.

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