domingo, 27 de julio de 2008

2. ALMA MORA

REGALABA tarjetas de navidad en marzo, mes fatal en que empezaban los vendavales, los líos del comienzo de clases, las viejas se paraban en la puerta a esperar al hojalatero, terminaban las fiestas del aniversario, la playa se moría, le daba por llover. O en agosto, en que todos andaban con eso de que ojalá pase agosto, los gatos en celo copulando en los techos, la higuera volviendo a florecer y como milagro del cielo, mermando la lluvia.
Y otra cosa. Era espiritista. Los jueves, cuando daban las diez en el reloj de péndulo, se ponía el vestido largo de lino, se ataba el pelo en una cola y calzaba las sandalias de cuero de nonato, herencia de su abuela Leonor.
Además se llamaba Alma Mora, que venía de creencias sobre almas sin bautismo y que van al purgatorio. Sin embargo Alma, a pesar de todo, creía en la Navidad, en los santos y en el Apocalipsis.
La hallaron, dice “El Cronista”, cerca de la roca azul, la que brilla aunque no haya sol y donde murió el poeta en el 73 y hay un precipicio claro y sin fondo rodeando la roca. Alguien habla en la radio de una joven con vestido largo, cabellos castaños y ojos desiguales, el uno riendo y el otro a medio llorar y hundido en la cuenca. El que lo dice, de seguro sabe algo más, puesto que evita la palabra muerte. Para mí, prestidigitación es la palabra justa. Cuántas veces desapareció en estos años, como por arte de hechicería y, de repente, una carta: “…amigo, estoy en Ovalle, tú sabes. Ovalle tiene un cielo límpido. Estrellas reales. El cielo sobre ti majestuoso, azul, diciéndote cosas.”
Pero yo no sabía, ni siquiera conozco Ovalle. Otras veces: “…amigo no te sorprendas, me vine al desierto, vieras el paisaje. Hoy floreció la arena...”
Alma Mora es errante. Se esfuma y regresa. Con eso del espiritismo hasta puede estar a ojos vista de uno y no la ves. De pequeña, mejor dicho de niña, porque pequeña ha sido siempre, Alma Mora se las ha arreglado sola. Su madre era maestra y no tenía con quién dejarla, así que... ¿Te acuerdas del Maremoto? Nació ese día y predijo el del 85. Y siempre con sus pálpitos.
–Lloverá, mamá.
–No lloverá, hija.
–Sí lloverá...
Llovía.
–Te lo dije mamá.
Otras veces:
–Va a haber arcoiris.
–No creo hijita, no ha llovido.
–Lloverá y va a haber arcoiris. Mira por la ventana, ¿ves?
Y siempre pensando en volverse a casa. La materna, esa casa de un piso entre árboles y flores. Alma. Siempre pensando en ese hijo que tuvo y que se perdió en el mar y ella esperando y esperando a que un día regrese.
–Regresará; lo sé por las líneas de sus manos y también por las mías –me dice una vez. Pero yo no estoy seguro, el mar no devuelve lo que toma, pienso.
–No debí venirme. La machi me lo dijo –se recrimina refiriéndose a su venida desde Labranza.
–¿Cuál machi? –pregunto.
–La que me curó las rodillas.
Alma tiene unas cicatrices en las rodillas por una vez en que la mordieron las cantáridas y una machi le sorbió con la boca la ponzoña; y aunque las heridas estaban cerradas al día siguiente, le quedaron esas señales lunadas.
Allí la conocí. Veinte años hace de eso y ya andaba en su metafísica y sus premoniciones, adivinando en una lámpara del living si iba a llover o si vendría el tío Sergio, el barbudo, o si pondría la gallina Eduvigis, la castellana, que era su regalona. A medio vestir, una cinta de colores entornándole el pelo, las sandalias de cuero gastado y del color de las avellanas maduras.
Pero hay algo. Una frase de Alma que he olvidado, y que es la clave para entender de esta desaparición. Repito como siempre cuando estoy nervioso la palabra o–jo, oj–o, o–j–o, ojo, voz subliminal del silabario de ese nombre donde nunca aprendí a leer. En la mitad del desayuno miro el oleaje negro del café, esas olitas que se forman en la superficie al soplar, no sé si lo has hecho alguna vez. Allí ella veía figuras y encantamientos que yo nunca pude ver...; a veces las voces encajan solas en la mente, otras veces saltan en medio del sueño como un sobresalto que a uno lo pone de pie. Esta vez no. Cuando ella me la dijo yo andaba en otra.
–¿Qué dijiste?–le pregunté, explicándole mi distracción.
–Pensaba en ti –le mentí–. Estaba ido, perdona –le agregué a modo de ridícula excusa.
Se quedó mirándome un minuto largo, sonrió y se fue. Traté de traer las palabras con alguna suerte de nemotecnia para anotarlas después, pero no. Preferí ir tras ella, decirle linduras, apretarla de la cintura con cariño, amistoso, zalamero. Olvidé lo que dijo, lo olvidé no más, mierda de memoria.
Trato de pensar en Alma, en su augurio, en su vieja amistad. En esas interrupciones de meses y hasta años que dejábamos de vernos, pero nos sabíamos en alguna parte, siempre cercanos. Trato de ir a esos días en que la buscaba para oírle decir que el horóscopo, que el sino, que las cartas del Tarot. En esas tardes en que tomábamos té de jazmín y yo tenía ya treinta años y ella parecía detenida en los veinte.
Hubo una tarde, la del viernes santo de hace siete años, en que metida en su pulóver gris de largas mangas que le sobrepasaban los dedos, me dijo voy a irme. Había algo en su modo de decir, cierto no sé qué, acorde con la fecha. Su voz, la de siempre, cantadita, suave, dulzona, heredada. Recuerdo esas cosas y tantas otras. Pero no recuerdo la frase.
Discurro el truco de repasar de arriba abajo el alfabeto hasta encajar con algo, pero nada. Reviso libros, algún autor favorito de Alma, Lobsang Rampa, Herman Hesse, Balmes,"Siete Noches" de Borges, que ella me leía en voz alta. Repaso el decimotercero cuento peregrino de Gabriel García, ¿lo ubicas? Tal vez no. No ha sido publicado. Alma Mora lo conoció gracias a los espiritistas. Eso me dijo. En una parte, describe la entrada de Carlos Gardel al lupanar de la “Nena” Daconte, falsa hermana de la verdadera “Nena”, a la cual suplantó en la regencia de "El Bucanero", en Cartagena de Indias. La legítima murió de una sífilis terciaria en un hospital de caridad en Barcelona, tú sabes. Sigo. Carlos, el grande, ¡qué cantor de tangos, ¿no?!, es hallado en la selva colombiana. Agónico, quemado total, entre los restos de un avión de la fuerza aérea yanqui. Es rescatado por dos indios misteriosos y sin edad los cuales le dan al cantor sus cosas, bebedizos, pociones, magia, todo...; bueno, es un cuento. Quemaduras enormes se sanan y la piel del “zorzal criollo” queda más tersa y juvenil que lo que siempre había sido. Y luego lo demás, la fama, y una supuesta muerte verdadera en París ocurrida el año pasado.
En una parte, te lo transcribo fiel, el cuento dice poniéndolo en boca de la Nena:
–¡Los ojos sirven para mirar, hasta que los cuervos te despiertan de la ceguera! –y eso porque al entrar Gardel al lupanar, tropieza con la alfombra y está a un tris de caer. Al leer esa especie de augurio, cruza por mi mente un ramalazo de certeza de que recordaría la frase, tú te imaginas, es tan importante para mí. Pero nada.
Así que abandoné las hojas de papel donde García había escrito –me lo aseguró Alma– su cuento inédito a través de la mano de un vidente amigo de ella.
Muchas veces nos apenamos de su partida inminente. Te repito, siempre se estaba yendo a algún lado. Se ponía seria y encendía la pequeña lámpara con pie de avellano y huiros a modo de pantalla, los que soltaban un aroma de océano, una premonición, algo sutil pero inapelable sobre el mundo acabándose, que la lámpara trataba de advertir, cosas que yo nunca tomaba en serio.
–¡Amiga! ¡Estás pasándote películas de horror! –le decía, cambiando luego el tema. La última vez estuvo anunciando cerca de dos años irse, no sé adónde, pero yo no la hice mucho caso.
Alma Mora, tú sabes, era menudita, bien hecha, de pelo claro, ¿lo dije ya?, con pantorrillas torneadas y mataduras en las rodillas... Alma Mora es bonita, aunque no llama mucho la atención. Se le mira raro casi siempre, tal vez por la sonrisa que no la deja ni siquiera para cortejar a los difuntos, que en las juntas de espiritismo se saltan a la médium e insisten en hablar con ella, según cuenta. Yo estuve allí varias veces y nunca vi nada, creo que por mi falta de fe nada más, seguramente.
Al conocerla, eso sí, no se la podía ignorar, tú la conociste y sabes eso muy bien. Ya sea por su sensatez. Por su magnetismo. Todo conflicto de alguno de sus amigos, que tenía varios, los captaba de las cuatro o cinco palabras iniciales y mirándolos con ojos entornados, como cuando uno se aleja de un cuadro para poder apreciarlo mejor, con voz dulce y definitiva, daba su opinión, la cual las más de las veces, era la solución o al menos un calmante. Por eso, le anduve creyendo aquel día en que me dijo que ya no la volvería a ver porque era eso lo que correspondía.
–¡Amigo! –me dijo– ¡El mar llama al río y es hora de beber la cicuta! Yo dije de memoria algo así como que el tiempo corre por su cauce y su razón de ser es llegar al mar de la nada, o sea, una cosa de las que le había oído decir alguna vez en esa lengua rara de ella. Y lo olvidé al tiro.
Te digo, ella tenía –tiene, mejor dicho– un no sé qué de especial. Desde que la conocí, jamás dejó de mirarme a los ojos para decirme las cosas y exigía lo mismo de mí.
Sus ojos eran los más raros del mundo, uno de color marrón, el otro con un leve tinte verdoso. El que la conocía de cerca y la había mirado con atención, descubría esto fácilmente. Además que tenía una mínima desviación y una especie de vibración de arriba abajo del izquierdo, no sé, algo muy raro.
–El derecho es el ojo de la madurez –me dijo una noche–, el izquierdo el del deseo… –y me lo guiñó sonriente, por lo que pensé que no hablaba en serio.
Me quedé no sé cómo el día que descubrí que su ojo izquierdo lloraba mientras el derecho permanecía sereno y sin lágrimas.
Esa vez, venía yo de mi oficina y trataba de recordar dónde había estacionado mi Renola, cuando Alma se me apareció por detrás de ésta, como si hubiese estado esperándome.
Ese día el médico le había dado un dictamen de aquella mancha en la radiografía y no hizo falta que yo le preguntara, pues, como siempre, en cuanto se sentó a mi lado en el vehículo, comenzó a hablar en su tono alegre de siempre, casi como cantando, diciéndome que lo que le estaba haciendo arrastrar la pierna derecha era el mal que ya los espiritistas le habían revelado:
–¡Es un mal estrellado, que se ramifica como la mandrágora de los fraticelos! –dijo.
Entonces la miré. ¿Lloraba? No sé. Una tormenta azotaba el cuenco oscuro de su ojo izquierdo y me transmitía algo como un dolor de herida grande. En cambio el ojo derecho..., cómo decirte..., era como si hubiese superado la muerte. Estaba separado... de la contingencia..., trataba de trasmitirme un mensaje urgente que no capté... (para variar). Su verde era... de agua de mar. Éso. Agua de mar. Dulce. Bueno. No dulce. Amable, amoroso...; sí, amoroso. Lo cierto es que me regresaba en el tiempo a días en que todo lo que hacíamos era tratar de... vencer el... apremio del tiempo, de superar las limitaciones..., de dejar de ser... hormigas. ¿Captas lo que quiero decir?
Las últimas semanas había pasado de la furia a la decepción, pero siempre con momentos de serenidad en que trataba de explicarse la razón de esta ciudad tan rara, tan apestosa, llena de ruidos, de humo, de gente mala. Pero ella no se quejaba de eso, al menos directamente. Me hablaba más bien de los árboles que, cuando decidió quedarse aquí, la habían atraído por su aroma a campo, reminiscencia de Labranza de seguro, pero que los echó abajo una ordenanza municipal, para construir todos esos edificios que hay ahora y meterle cables, tubos, cemento, semáforos, etc..., qué sé yo, todas las huevadas que hacen en la ciudad, tú sabes, y además donde Alma Mora se estaba muriendo por ese mal estrellado que le dijo el doctor. Parecido al Apocalipsis, que va a ser el fin del mundo según Alma.
Ese día, 13 de julio para ser exacto, aunque fuimos al sitio de siempre, cerca del faro, no bajamos de la Renola. Pienso en todas las personas que he visto llorar con un ojo mientras el otro sigue seco, pero siempre se ha tratado de casos de roña provisoria, achaques o basurillas que una vez que se limpiaban con la misma lágrima, se terminaba. Había sol ese día. Un sol tremendo y ni una nube en el cielo. Empero, todo olía... gris. Luego de llorar y de reír a la vez, me pidió que la dejara en su casa y desde entonces –cómo pasa el tiempo– ya no la volví a ver hasta el día en que me espetó la escurridiza frase.
Ayer se cumplieron trece días desde aquel último encuentro. ¿Es 26 de julio, no? Hallaron su cuerpo entre los huiros, al pie del faro –lugar nuestro–, en la costa.
Según el periodista –te mando el recorte del diario–, según el periodista digo, el buzo que la trajo hasta la playa enloqueció y sólo hablaba para sí de dos ojos que lo miraban “expresivos, llenos de vida, distintos el uno al otro, el izquierdo profundamente oscuro y triste, el otro, luminoso y alegre, diciéndole “sonríe”.
Te lo transcribo textual.
Tal vez debí coger el mensaje. Rescatarla yo, que era su mejor amigo. Decirle todo irá mejor mañana, te sanarás, te irás a Labranza donde todavía hay un paisaje hermoso, en fin, la delgada lluvia floreando las madrugadas del otoño, las rojas cerezas en febrero, las nalcas en noviembre, la chicha de manzana dulcecita..., no sé, algo que la tire para arriba, o bien que aparecerá su hijo Nabucodonosor, tantos años perdido en el mar, mmm…, digamos..., todas esas cosas que ahora se me ocurren. Pero a mí no me consta, hay tantas coincidencias a veces. Yo digo... ver para creer..., te apuesto que de repente me va a llegar una carta que va a decir “amigo, estoy en Labranza..., la machi me ha venido a ver, está viejísima. Te cuento algo que no me vas a creer: las gallinas han puesto dos huevos al día de puro contentas...”.

***

NOTA: El diario dice en uno de sus párrafos, casi al borde de la página: “ojos tienes para ver y no ves..., si me voy y no regreso, verás por mí”. Es la frase que había olvidado. ¿A qué se refería? ¿De dónde la obtuvo el periodista? Nunca lo sabré.

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