domingo, 27 de julio de 2008

1. PLAGIOS

21 MINUTOS, me dicen, tengo para escribir un cuento. Imposible. Soy de esos escritorcillos lentos que escriben a impulsos de las mareas y los cambios lunares, que aquí son la parsimonia misma. Sin ir más lejos, ayer no más me sucedió que vino un niño de cabeza grande y pies como de caballito recién parido, a pedirme que le ayudara con una composición que estaba escribiendo para su clase de arte. Yo le dije que lo primero que tenía que hacer era sacarse la gorra y saludar; y, en segundo lugar, presentarse. Además le agregué que estábamos en vacaciones, así que cuál era su apuro para escribir eso. La verdad es que cada vez que alguien me viene a pedir ayuda en esto de escribir, es porque alguien también ha difundido por todos lados la especie de que soy escritor. La verdad es que no lo soy. Pasa que —y esto se los cuento a ustedes no más— heredé de mi abuelo el secreto de la escritura. Él, un viejo listo, a su vez lo heredó de una querida que fue, según entiendo, profesora de él en la escuelita primaria de Bahía Mansa en el año 33, cuando el viejo pasó por allí como alumno a la edad de 18 años, como se estilaba en esos tiempos. Lo cierto es que el secreto de todo son siete cuadernos con poemas y cuentos que, si los reviso a la luz de lo que ahora se escribe, son portentosos. Los poemas están en verso libre y no tienen nada que envidiar a los de Huidobro ni a los de otros connotados. Y los cuentos para qué decir. ¿Ustedes han oído nombrar a Borges? En el Aleph menciona una fórmula para ver el todo y la nada, el infinito y la eternidad, el principio y el fin, en resumen el Aleph. Si ustedes leen con atención, es lo que en el cuaderno siete de la profesora se denomina Alefha. Cuenta ella que había una vez un hombre que vino de la antigua tierra celta. Hablaba fácil 28 idiomas. El griego era su favorito. De las elucubraciones sobre dioses de esta antigua cultura hay una sobre Apolo. Como me restan siete minutos la transcribiré textual, tal como, según la maestra, se lo refirió el hombre: “Apolo, el dios de la luz, hijo de Zeus y de Latona, nació en la luminosa y errática isla de Delos. Se asentó en el santuario de Delfos, tras haber dado muerte a la serpiente Pitón, y estableció allí su principal oráculo como dios de la adivinación y la mántica. Es también el dios de la música, de la medicina y de la poesía y, como tal, preside el coro de las nueve Musas, "coronado de violetas", que viven en el monte Helicón. Su más famoso precepto fue una sensata recomendación: "Conócete a ti mismo". ¿La forma de este conocerse?: Un minúsculo agujero bajo una ignorada escalinata que da al oriente del templo tercero del Santuario, tiene siete escalones de mármol rojo y una pequeñísima ventana circular en el costado derecho, por donde cabe la cabeza de un hombre. Si el hombre tiene una cabeza grande, entrará justo por el agujero redondeado de este ventanuco, tapará la filtración de luz exterior y podrá verse en el nacimiento y la muerte, en todos y ninguno, podrá verse un bondadoso dios y horrísono demonio, verá el origen de la luz y la oscuridad...” Me interrumpo, queda un minuto. Mi secreto es que no soy escritor. Me dedico a copiar textual de esos cuadernos que he heredado. Qué vergüenza. Se lo dije al niño. Él me quedó mirando. Luego se dio vuelta y se fue moviendo su gran cabezota —tal vez del tamaño de la mía— y dando saltitos de potrillo. Me dejó un papel. No lo creerán. Aparece la historia de Apolo. El niño la ha completado en los mismos términos en que aparece en el cuaderno siete... “ verá el origen de la luz y la oscuridad, se verá a sí mismo. Debajo de la escalera de su casa podrá comprobarlo. Si no lo cree vaya y métase por el lado derecho, si es que su escalinata tiene siete peldaños y mira al oriente al bajar por ella... Procure que sea a las doce del día.”
Voy para allá. Cuento los escalones. Son siete. Faltan siete segundos para las doce.

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