domingo, 27 de julio de 2008

16. LOS MÚLTIPLOS DEL ONCE

SI ME LLAMAN, o si cualquiera les pregunta como al pasar, por favor, cúidense, no mencionen mi nombre.
Viejo ya mi padre, peluquero anónimo, murió mientras recortaba la espesa barba de Joseph Roxannis, boyero de mala fama, pendenciero y cobarde, quien, enardecido por el dolor de un corte en el lóbulo de su oreja izquierda, le asestó al pobre anciano un golpe a mansalva, matándolo al instante. Mi padre no conoció nunca al suyo, también muerto por alguien con quien tenía cuentas impagas, por allá por 1890.
No den mi nombre, porque si lo dan se someterán al mismo hechizo y morirán como yo, extraviados y sudando frío en medio de un salón gris-piedra, rodeados por mujeres y hombres desnudos armados con arcos y flechas mientras, una de ellas, perra grande y sudorosa, escribirá a máquina vuestras confesiones, las cuales en mi caso nunca salieron de mis labios sino de sus propias elucubraciones, sustentadas en algunos escritos míos de antigua data.
El juez es descendiente directo de Pilatos, lástima. Me ha condenado sólo para no tener que volver a lavarse las manos y mañana, cuando el gallo cante, si canta, cumpliendo con el dictamen de usía, me obligarán a tragarme el cianuro y dejaré de respirar en un instante. Para mí, rebasar esa frontera será casi tan natural como dar del cuerpo , cosa que haré antes de echármelas al otro mundo, fiel a las enseñanzas de todo ese tropel de extraños zombis, los cuales me condicionaron a repetir innumerables veces al día que vivir es lo mismo que morir y que, con procaces látigos de cuero de bagual argentino sin curtir, me han buscado los sesos vía mojados golpes en los testículos y obligándome a gritar, “–¡Aleluya Compañeros... Me arrepiento de haber nacido!”
Estoy de pronto tan cerca a todo lo que borré cuando niño, cuando aún podía soñar y ser otro, divertido y feliz, allá en la casa de madera amarilla y alto techo, rodeada de cerezos y hortensias.
El juicio se inició el mismo día en que cuatro hombres de gris y sin rostro me cercaron y poniéndome en el asiento trasero de un Jeep, me llevaron desde mi casa clara, hermosa y oliendo a violetas en floración, se metieron por calles que nunca antes había recorrido, dejándome finalmente en medio de aquel salón, alfombrado en azul y sin ventanas del segundo o quizá tercer piso de una vetusta construcción que, desde fuera, parecía abandonada, arrancándome previamente el prendedor plateado con incrustaciones de ágata, recuerdo de mi madre, que llevaba colgado al cuello.
–¿Es éste el pelotas culpable de la muerte de 11 patriotas? –interrogó uno de ellos.
–¡Éste es el pelotas culpable de la muerte de 11 patriotas! –afirmaron los demás, un sinnúmero de mujeres y hombres desnudos pero portando un arco con un carcaj lleno de flechas a la espalda. Hacía un calor sofocante y de alguna parte salían nubes de tenue vapor, como de una cafetera que alguien hubiese olvidado retirar del fuego.
No hablé, porque a nadie había que hablarle, so pena de castigo.
En algunas mesas había mujeres desnudas de piel blanca y brillante por el sudor, quienes escribían expedientes en interminables hojas de papel rosado que metían luego en gavetas metálicas de enormes estantes empotrados en la pared. Una de ellas orinaba ruidosamente, sentada en una taza de baño de finos contornos de porcelana rosada, ubicada en el centro de una caseta transparente de vidrio, a través del cual parecía mirarme fijamente. Pero sus ojos estaban vacíos. Luego se secó el sexo con una toalla de papel, rosado también, que metió en mi boca cuando pasó por mi lado y, caminando como autómata, se dirigió a una de las mesas para continuar con los expedientes.
–¿Es este el pelotas culpable de la muerte de 22 patriotas? –preguntó la de ojos vacíos.
–¡Éste es el pelotas culpable de la muerte de 22 patriotas! –contestaron los demás. Me habían subido el grado de culpabilidad al doble.
Entonces, uno de ellos me empujó al interior de un cubículo de cristal, donde había una especie de silla eléctrica, en cuyos brazos me ataron por las muñecas y los codos con gruesas correas, a la vez que con otra de ellas, me ataron el pecho, con fiera energía, contra el respaldo.
No quiero explicar lo inexplicable. Allá ellos si me han condenado. Estoy tan desconcertado de esta falta de dirección y de sentido arquitectónico, de las tantas oficinas idénticas por donde pasé en ése y otros días sucesivos en los cuales me repitieron incansablemente la misma cantinela de mi culpabilidad en la muerte de un número que crecía cada vez en múltiplos de 11, tan extraviado en la locura y la enajenación de esos miles de hombres uniformados en desnudez y ojos hueros.
Hacia donde puedo mirar cuando entro en cada una de las grandes salas, veo cabellos bien peinados, y rubio vello pubiano ensortijado y fragante a ostras y grandes senos blancos de oscuros pezones que me resbalan por la cara, mujeres que se echan sobre mí para condenarme a sus miradas sin ojos y a sus contorsiones y a sus manos obscuras, y a sus masturbaciones simbólicas, para luego leer noticias en viejos diarios de antes de la guerra, mujeres muy pálidas, sudorosas y agitadas, echadas sobre los divanes que caen desde la pared con sólo bajar una palanca.
Yo quería ser el mañana. Quería representar lo que mi padre no pudo ser desde el momento de su inmolación. Yo había tomado su maletín de peluquero y con sus viejas tijeras había continuado haciendo cortes de pelo a los parroquianos antiguos y nuevos, en el gabinete del traspatio de mi casa, el cual había conservado tal cual lo dejara él cuando se lo llevaron para velarlo en la iglesia.
Pero todo ha terminado. Ya no seré el gran peluquero, porque absurdamente moriré por mi propia mano, presunto culpable de lesos crímenes a una patria que nunca conocí.
1948 es un año muerto en la historia. No para mi madre, que pensaba que la nevada de aquel día 13 de julio, el de mi nacimiento, traía un mensaje de gran acontecer, tal vez éste que estoy viviendo. O muriendo, no lo sé. Compró ella un violín a un gitano al que conocía de tanto verlo y regatear cachivaches con él todos los años en que, por al menos los tres meses del verano, armaba sus carpas en la pampa de enfrente de nuestra casa de entonces. El gitano había perdido dos dedos de la mano izquierda en una pendencia, lo que le haría imposible tocar el violín, por lo que le ofreció a mi madre cambiarle el viejo instrumento por un prendedor de plata con incrustaciones de ágata, que ella había heredado de mi abuela. Desde que yo tenía tres años, en que aquello sucedió, mi madre en los días en que salía el sol se paraba en la puerta de la casa y tocaba de oído algunas viejas rapsodias, que había escuchado al mismo gitano, para que entrara la música y su pasión en mis huesos. Pero no entró. Yo quería ser poeta y rozando apenas los 12 años sostuve un altercado de principios con W. Goethe y perdí, porque no pude abarcar con mi incipiente mollera el meollo de su obra, lo que resultó golpe a mansalva a mi deseo de crecer vate de los grandes. Quiera Dios, además, que Blanco Belmonte me haya perdonado la ruptura con su “Sembrador” por cuestiones de estilo. Todo giraba en torno a un ir y venir de búsqueda y prueba en el ámbito de las letras. En 1965, se me abrieron como puertas anchas los dos más grandes de la biblioteca de mi padre: Marx y Dumas.
Yo les debo. Cuando voy a morir en medio de este despropósito de vapores de sudor y ácidos cuerpos sin nombre, me entra la certeza de que les debo. A juicio de muchos, no. Pero les debo al menos esa tozudez de persistir en la nada. Esa gozosa dicha de lidiar con lo insustancial y convertirlo en masa, con peso, forma e inmanencia.
Tal vez, intuyo o quiero tomarlo como explicación de lo que me está sucediendo, que la culpa no es haber matado a esos múltiplos de once patriotas de este suelo tan ajeno. El meollo del asunto y por el cual me han dado un número, el 33, para quitarme el nombre con raíz y todo, es, creo, el haber querido fingir independencia intelectual en mis escritos.
Publiqué, hará cosa de un mes o un año, ya no logro saberlo, un ensayo denominado "De las franquicias sociales", en el que demostré a cabalidad, creo yo, que no es el límite material el que ciega el avance del hombre en la ciencia, ni sus frustraciones sexuales son las que lo desorientan en su lucha por la felicidad. Aún a riesgo de vulgarizar el texto, añadí en alguna parte que, cuando algún sudamericano corta rabiosamente la caña y masculla con la lengua entre los dientes el que caga caga, no hace más que responder al desafío del Quijote de la Mancha cuando nos empuja a lidiar, con las armas más ridículas, por lo que no es más que un delirio de sinrazón, una causa perdida. Intentaron publicar un extracto en el diario más connotado del país (al que con gran imaginación habían bautizado como "El País") diciendo que, en sus inicios, Marx había escrito algo similar en idioma inglés, pero que el manuscrito había sido adulterado y no era descartable que éste, mi artículo, no fuera otra cosa que un intento plagiario de ese perdido original.
Para consuelo pude ingresar a la fuente de todo. La Sociedad Cafarnaum. O por desgracia. Debo explicar que había allí desde aprendices de albañilería hasta arquitectos, pasando por soldados de rostro hermético y ojos vacíos. Todos querían encontrar el camino a algún lado de la verdad.
No agregaré mucho. En esos años la dura batalla estuvo centrada en sacar a otros de embrollos estilísticos y de extravíos conceptuales, con el fin de que, depurada la idea de la "Gran Felicidad y el Amor Suficiente", se convirtiera ésta en la bandera a izar en el patio de un futuro no violento, por cobardía más que por principio. Intuí que la forma de dominio de nosotros mismos, se hallaba en un pequeño párrafo del Libro de los Hechos, de la versión no publicada de la Biblia, que la sociedad rescatara del incendio de la Biblioteca Pública de l948. Pero aceptar aquello requería salir de nuestras casillas, en suma nacer de nuevo, cosa que mis compañeros de ruta, individuos pertinaces en no comprender el modo de conexión transespiritual, no asumieron nunca como opción valedera.
El párrafo aquel dice que “nada es eterno si tiene comienzo y en alguna parte comenzó Dios, aunque antes de todo”. “–¡O sea, antes que él mismo!” –dijimos, sin reflexionar demasiado. “–¡Y, entonces todo finaliza!” –agregaron otros. “–¡Está iniciándose de nuevo!” –irrumpieron los más entusiastas. “–¡Como si del fuego pudiera iniciarse el agua que nos lava de todo pecado!” –señaló un neófito. Y suma y sigue. Ahora, mientras una de las mujeres me restriega su sexo en la cara, mientras otra me lame de arriba abajo, aprisionado mi cuerpo por unas correas en una especie de angosta camilla colocada en medio de la sala, mientras repiten la acusación, que ya va en 11.121 patriotas, me escapo con un fragmento de la mente y pienso en aquello. En que nadie podrá, por lo tanto, alcanzar esa eternidad a la que aspiramos; que si, por una parte, fuimos el resultado de un fluir anodino que nos dio comienzo aún más allá de la constelación de la ameba y de los átomos de la nada, por otra, nos espera inevitablemente la muerte.
–¡Nos espera la muerte! –repitieron los cuerpos, hombres y mujeres y cuatro de sexo ambiguo, al unísono.
“–Ello podrá –seguí pensando– probar que es posible encontrarse a sí mismo más allá de la mente mortal y aparecer en la puerta del hado, ya sin principio ni fin, en consecuencia y por último convertido en Dios” – terminé.
–¡Nos espera la muerte! –volvieron a corear los cuerpos.
A la luz de los estudios celosamente guardados en los espíritus y en las cajas inexpugnablemente fuertes de la Sociedad Cafarnaum, habría guerra. En una edición especial de domingos sucesivos, el diario "El País" publicó la mayor parte de las disquisiciones, los análisis y las conclusiones de todos los temas que se habían discutido en el seno secreto de la sociedad.
Hombres grises de uniforme y mujeres de pechos violentos y ojos vacíos saldrían a combatir en nombre de la fe. Pero yo era un soldado de guerras paralelas. Bajo intensos bombardeos, resistí a la poesía de cebollas y lágrimas. Lanzas a punto de romper los lienzos y bombas de oscuridad hollaron la noche y parapetos, murallones y acantilados que rodeaban la ciudad, se convirtieron en bastiones inexpugnables para la razón suficiente. Nuestra rabia fue pronto un montoncito de gatos de suave pelaje lamiendo su derrota.
En la inminencia de esto, hubo concentración de partidos y la Sociedad Cafarnaum estuvo representada por todos los que, entre nosotros, habían ya superado al menos la escritura en verso dodecasílabo y la lectura en sánscrito de los textos mil y unas veces tergiversados de la Biblia apócrifa.
De la guerra nada salió en los diarios. Los noticieros de todo tipo, de aparatos de distintos fluidos de energía callaron los disturbios. El gobernador de la Sociedad quedó tendido entre los rieles del cambio norte de la estación ferroviaria de Los Lagos, clavado por un pico de guardavías y cuando yo corría a salvar los libros de la requisición y el fuego, una flecha me entró en el ojo derecho, lo hizo saltar de la órbita y pude, en un supremo esfuerzo, detener la flecha que buscaba mi vida y arrancándola con mi mano libre, saqué mi ojo y se lo di a los perros. “– ¡Al menos verán lo que comen!” –pensé.
Pero vencimos. Nadie puede negarlo. Tal vez sea esa la razón del odio. Nuestros poemas se han seguido recitando. Hoy, al entrar a la caseta de cristal para el rito de las amarras y la sodomía, la mujer que me ata recita en mi oído:
–"Quién de la infinitud baja hasta mi mesa y llora conmigo, es un dios compasivo y dulce que por mis hambres y mis espinas baja. ¡Por qué no me dan un dios como éste, que sea mi amable vecino y una oración que pueda decir a mi manera cuando lo vea llegar en las tardes, cansado de ser inmortal!" Es un poema del Maestro. Por qué y cómo llegó a sus manos y pudo quedarse en su cerebro sin ojos para susurrármelo al oído, jamás lo sabré.
Sé, eso sí, que han llegado a su poder todos nuestros poemas; intuyo que lo que tanto escriben en sus máquinas son las miríadas de versos que, de algún modo, ingresaron a su memoria y ahora tratan de vaciar inútilmente en esos papeles, que luego incineran para alimentar la red de calefacción.
Pero hay una excepción. Sé que no se han apoderado del "Manifiesto de un Sociócrata", de Artidoro Gálvez, cuyo último párrafo, que da cuenta de la conclusión a que llega Dios cuando es interrogado acerca del juicio final en el paraíso, fue cambiado por las palabras que en las "Mil y Una Noches" tratan de decir que aunque nada es eterno, las manzanas sirven de pasaje a la eternidad, pues eternamente perdurará su semilla, en tanto haya tierra húmeda donde caiga y pecadores que la rieguen. Eternidad terrena en suma, concreta, cercana, irrefutable.
Lo sé porque Gálvez escribió de un tirón el original en mi presencia y me lo dio a que lo lea, sin marcharse en los dos días y dos noches que demoré en hacerlo, luego fue sacando una a una las hojas del manuscrito de la carpeta, se las comió, y se mató enseguida tirándose al vacío por la ventana.
Regreso mentalmente mientras espero la sentencia que conozco de antemano y la ejecución. Voy a la primera infancia.
Vuelvo y niño ya, pierdo un ojo en sueños. Días antes había leído la “Historia de Chile(país de Sudamérica)”, de Galvarino Percival III y, ahogado por los temores de que las autoinmolaciones de los yaganes en la hoguera, los últimos representantes de una raza perdida, volvieran a repetirse en mis mágicos juegos diurnos con los Bastidas, mis vecinos, acostumbrados como estaban ellos a dejarse deslumbrar y encantar por los fuegos de San Telmo del cementerio local, en los cuales, aseguraban, iban a morir achicharrados un día, tuve esa noche una pesadilla. En ella leía un párrafo de Pedro Prado, de cuando Alsino se eleva sin peso por sobre las techumbres, más alto que los campanarios y las copas de los álamos y, por sobre las nubes y por sobre los temores y por sobre su autor –ya en la gloria– y por sobre mí mismo, incluso, volé esa noche acompañándolo más arriba de los cables eléctricos de alta tensión, que son un freno inevitable a mis ansias de altura cada vez que sueño volando y pude comprobar que el sol estaba más cerca que la luna, la cual escapaba hacia el infinito como un globo de hielo, y yo podía ver su cara posterior que era plana y bruñida como un espejo y con una lectura grabada en ella, en verde luminoso que decía: “¡Sólo Dios sabe el fin del comienzo!”
Aquella noche, en medio del sueño, mientras me elevaba, fui comprendiendo al historiador y pude concluir que:
1. Toda verdad es una mentira estudiada a la que se le quitan los verbos condicionales.
2. Todo hecho de sangre está predestinado a los héroes y a los asesinos; y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro hasta que tomamos partido por la opción que nos parece correcta o bien elegimos escribir una versión propia de la historia.
Fui leyendo en el sueño el acertijo sin solución del hombre que nació sin corazón y que, cuando alguien le maldijo por ello y le conminó a colocarse uno arrancado del pecho aún vivo de su enemigo, prefirió quedarse sin corazón a llorar toda la vida por una acción indigna como ésa. Pregunta: ¿Cómo siguió viviendo aquel hombre?
3. Los cisnes cantan cuando van a ver la eternidad, porque cuando alguien les dispara en el corazón, éste comienza a repicar su réquiem, el que se oye hasta el infinito.
4. Dios es el primer historiador, porque Dios no existe y como no lo quieren aceptar quienes viven a sus expensas, han tenido que escribir el primer libro y con ello, condicionarlo todo a una copiosa red de parábolas y asertos relacionados entre sí por una suerte de magia y de los cuales las partes no serán nunca como el todo, pero cada una podrá errar mil años separada de la otra hasta lograr encajar en el devenir del tiempo, como en un rompecabezas de muchas aristas y encajes recíprocos.
Volando junto a Alsino perdí un ojo. Llorando me hundí en el túnel de regreso y, al otro lado, ya en mi cuarto a oscuras, busqué a tientas la luz y los espejos. Allí me vi como me veo ahora, en medio de esta soledad que me mira por esos ojos sin alma antes de la ejecución.
Como ahora, aún entre los vapores del sueño, estaba escrita la última frase del poema de Gálvez, que él se comiera, en una esquina del espejo, que frente a otro espejo de igual tamaño y profundidad, la replica hasta el infinito. Con letras escarlata de lápiz labial y en sánscrito decía: "Todo es eterno y la manzana que Adán comió, desnudo de toda maldad, fue la demostración de que no sólo los dioses lo son".
Si suman las cifras que forman 1948, año de mi inútil nacimiento, da 22. Treinta y tres es el número que me han asignado en el campo de prisioneros, con el fin de hacerme estadística fácil de borrar y olvidar. Ambos, son múltiplos de once, como lo son también el número de patriotas asesinados que me han endilgado y que en este momento estoy a punto de comenzar a descontar.
Si me llaman, no den mi nombre, ni digan que me conocieron.
Alguna vez, cuando anden por ahí, fisgoneando aturdidos y esperanzados en los cementerios en busca de algún amor que alguna vez tuvo cuerpo real, que vestía de claro y arrastraba olores particulares dulces o salobres, que cantaba y silbaba y los hacía reír y rabiar y que un día desapareció en la nada como yo, en alguna oscura loza semi–oculta por matorrales tal vez verdes, podrán leer de todas formas la razón de este absurdo complot. Reza mi epitafio: “Aquí yace un oscuro peluquero que pretendió demostrar que Dios estaba equivocado. Joseph Roxannis II. Coronel . Jefe de Campo.”
Un prendedor de plata con incrustaciones de ágata, les tapará un poco la X de Roxannis, si es que alguien no se lo ha robado ya.

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