domingo, 27 de julio de 2008

7. EL RELOJ DE PÉNDULO

LA ESCALERA tenía peldaños irregulares, la puerta se abría hacia adentro. Había un reloj de péndulo inmóvil, a la izquierda de la puerta, saliendo, bajo la luz de una ampolleta de 25 watts.
A las ocho de la mañana bajaba don Eliecer, en bata de levantarse; a las ocho y tres bajaba los 14 escalones Natividad con las dos cafeteras –una, la grande, en la mano izquierda; la otra, la más pequeña, en la derecha– con la leche y el agua calientes.
El reloj tocó la última vez en 1960, a las tres de la tarde y diez minutos del 22 de mayo. La escalera era de peldaños iguales hasta las tres y diez de la tarde de ese día. La luz fue colocada en 1961, cuando a don Eliecer le entró la sospecha de que doña Amanda podría volver y la certeza de que no habría más réplicas del terremoto.
Un poco hacia la derecha y debajo de donde está la ampolleta, había un cuadro en el cual una mujer joven, vestida con un sayo de color marrón, acaricia un perro que airea la lengua desaprensivo y mueve la cola. Lo recuerdo. Yo era niño.
Los que habitamos esta casa son don Eliecer, el dueño de la casa; Natividad, que viene de por donde está el cementerio del pueblo y hace casi veinticinco años que no ha dejado de venir ningún día a ayudar en las cosas de la cocina y otras propias del día; yo, que dicen que vine porque doña Amanda me trajo, no sé de dónde ni a qué. Tú, el cuidador o algo así. Y la ausencia irrevocable de doña Amanda disfrazada de porfiada existencia.
La gotera vino a rebalsar el vaso. Don Eliecer la vio venir creciendo desde la mancha marrón en el cielo raso y alcanzó a pensar en que sabía que tenía que ocurrir. Hace 20 años casi exactos que doña Amanda se fue y nunca más, como todos los veranos cuando ella estaba de cuerpo presente, había vuelto él a subir al techo a golpear los clavos y ponerle brea a los huecos en las latas, arreglar la antena de la radio y limpiar las canaletas, exactamente en ese mismo orden. La primera gotera cayó en el centro del primer escalón y luego comenzó a crecer una mancha mojada que fue desparramándose hacia abajo, siguiendo la inclinación del peldaño.
Son las ocho cinco.
–¿Las ocho cinco? –se fija don Eliecer en su reloj pulsera, sorprendido de no oír los pasos de Natividad siempre bajando a las ocho tres, sorprendido de la gotera, sorprendido de que son veinte años perdidos esperando que algo suceda para que su casa, esa casa otrora la más nueva y cuidada del pueblo, vuelva a ser la que era antes del terremoto, esperando que doña Amanda regrese.
A las ocho diez me ve por el espejito y me dice en tono calmado que vaya a ver qué pasa con el desayuno, mientras sigue mirándose y alisándose el bigotillo, el cual le parece súbitamente lacio y blanco amarillento.
Como todos los días a las ocho cinco, yo apagaba la luz en el interruptor de detrás de la puerta; desde que él me ordenara, un día ya olvidado, que eso tendría que hacer siempre a esa hora. Esta vez la paso a apagar algo urgido por la orden de ir al segundo piso, pero don Eliecer me pide que la encienda de nuevo porque “está tan oscuro aquí”, dice.
Subo pensando en el cuadro aquel y dónde estaría desde el día en que desapareció. Tú sabes, doña Amanda lo hizo de un calendario, y le puso el marco del espejo que se quebró alguna vez que yo no sé y tenía especial cuidado de limpiar el vidrio y ese marco todos los días, diciendo que las cosas que uno quiere tienen que mantenerse sanas y qué mejor salud para una cosa que la limpieza. Desde que tuve uso de razón la había visto hacer lo mismo, hasta el día en que partió.
Se marchó ese día en el tren local de las 9:20 y en la tarde, supuse yo, debía volver, pero no volvió. El terremoto del 22 de mayo derribó casas, inundó tierras, volcó cerros, cortó la vía férrea, desvió el río. Nada de eso derribó a doña Amanda. Advertida por el de Concepción del día antes, presintió una réplica grande aquí, así es que esa noche y a la mañana siguiente lavó frascos, vasos, loza, cristales, todo lo que se pudiera quebrar, los ordenó en el suelo contra la pared de gruesas vigas de la cocina, distribuyó tareas, que yo me hiciera cargo de la radio, que tú abrieras las puertas en cuanto ella lo ordenara, que Natividad juntara agua en el tambor y la olla grande, regara las plantas del comedor y se encargara del almuerzo y Don Eliecer le diera cuerda al reloj y lo aceitara un poco con el aceite de la máquina de coser. A las tres de esa tarde vino el primer remezón, que yo pensé era un carreta con bueyes asustados pasando por fuera de la casa. Cuando doña Amanda gritó, yo salí de la pieza de atrás y corrí hacia el dormitorio de ellos para tomar la radio. Ponla sobre la cama, me dijo. Tú abriste en ese momento la puerta y yo salí con la radio para el patio.
El primer remezón duró poco, apenas lo suficiente para que alcanzáramos a salir de la casa todos. A las tres y diez comenzó el remezón fuerte, el verdadero terremoto. Recuerdo los árboles tocando el suelo con sus ramas más altas, la artesa bamboleándose, tirando el agua mientras se bamboleaba como un barco, el derrumbe del castillo de leña detrás de nosotros mientras corríamos hacia la huerta, de donde doña Amanda nos llamaba para que nos hinquemos a rezar. Recuerdo el oleaje gris de la tierra y el aullido triste de los perros. Los gallos cantando. Las vacas corriendo sin dirección. El caballo de don Emario mirándonos y relinchando desde donde estaba atado junto al pozo.
Natividad está sentada en el sillón de mimbre de detrás de la estufa, con la vista perdida. La estufa está echando humo por uno de los añillos grandes. El agua no ha hervido.
–¡El cuadro está en el entretecho! –me dice, antes que le pregunte nada.
El día que se marchó doña Amanda había sol desde temprano; don Eliecer había ido a la Estación con la maleta grande y Natividad había acompañado a la señora hasta el portón, sin atreverse a preguntar a donde iba.
–Voy donde mi madre–, dijo la señora, sin despedirse ni mirar a Natividad.
Desde entonces, el día venía siempre igual, como un designio con todos los habitantes en la casa en una procesión de hacer cosas, las mismas siempre día tras día, mes a mes, año a año, con un plato vacío delante de una silla vacía en la mesa del comedor a las horas de comida. Con don Eliecer sentado frente a la ventana que mira a lo lejos a la estación ferroviaria, mandando desde allí a todo el resto, levantándose de vez en cuando para echar leña a la estufa y remover el fuego con una tenaza, yendo a lavarse las manos antes de almorzar y tomar onces y cenar y siempre mirándose en el espejito para emparejarse los bigotes con la tijerita.
Le digo a don Eliecer que el desayuno no está listo, que Natividad parece que está enferma y que, si quiere, yo subo al entretecho a ver qué puedo hacer con la gotera.
Don Eliecer me dice que vaya y compre una ampolleta de 100 watts para la luz de detrás de la puerta y que pase donde el relojero a ver si puede venir a la casa a ver qué se puede hacer con el reloj de péndulo.
Don Eliecer sube la escalera y me pide que busque un tarro para poner en el sitio de la gotera. A los seis años yo sabía que los perros y los gallos podían anunciar los terremotos. Con veinticinco es más difícil pensar en presentimientos de ésos. Hoy el gallo ha cantado insistente, a pesar de haber amanecido hace varias horas. El Tony, el perro viejo, aúlla quedito en el patio. A Don Eliecer le entra la certeza por caminos retorcidos de su mente cansada de esperas. Al subir la escalera se convence de que no volverán a haber terremotos tan fuertes, que el reloj de péndulo no tiene arreglo, que doña Amanda no volverá. Al bajar, trae en la mano izquierda la cafetera grande y en la derecha la pequeña con la leche y Natividad lo sigue. Al pasar por mi lado el viejo me sonríe por primera vez. Entonces me fijo en el lunar que Natividad tiene sobre el labio de arriba y me toco el mío y le sonrío también a ambos con algo de incomodidad.
Al día siguiente no hay gotera alguna en la escalera. El reloj de péndulo ya no volverá a marcar más la hora pues el engranaje se arruinó sin vuelta, según el relojero, pero seguirá allí donde está, pues no habría con qué llenar ese espacio que dejaría, además que quedaría su huella de años marcada en la pintura. A las diez de esa noche don Eliecer se toma una copita de fuerte y luego entra en el baño, de donde sale muy bien peinado y sonriente y sin los bigotes. Luego sube lento la escalera para acostarse, pero desde la puerta del dormitorio me grita que suba por la mañana temprano al entretecho y lo limpie de todo lo que no sirva, pero que tenga cuidado con el cuadro que está entre dos hojas de papel de cera, debajo de unos sacos, que cuide de limpiarlo y colocarlo en su sitio. Luego oigo que entra en la pieza grande donde estaba antiguamente el dormitorio matrimonial y escucho los pasos tímidos de Natividad que lo sigue.

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