domingo, 27 de julio de 2008

24. CARTA PARA UNA PRINCESA

SENTAR a Zenteno era más que imposible.
Con resortes en los pies, salía disparado en las mañanas para alcanzar a ver el cambio de guardia del palacio vacío, mansión rancia y colonial pintada de blanco donde alguna vez estuvo hospedada la princesa Margarita, hace ya más de cuarenta años. De allí se iba catapultado a su pega de cartero, donde llegaba siempre 15 minutos antes de que don Jorge, el jefe, abra personalmente las puertas.
Zenteno. Las cartas eran su profesión de fe. Desde que tenía memoria le habían llamado la atención los sobres celestes o rosados o blancos que veía a su madre abrir con ojos brillantes y labios curvados en una sonrisa dichosa y que después leía con expresividad que iba de las risas a las lágrimas, pasando por tenues fruncimientos de las cejas, miradas a la lejanía y siempre en voz alta, excepto con la última de 1961, en que su esposo, desde la distancia le dijo adiós, lo que la hizo levantarse muda de la sillita coja en que se sentaba, pasearse en redondo y rápido por la cocina y caer, desmayada, junto al lavaplatos.
Se llamaba Benedicto, con acento como de benefactor y tenía el don de la bondad. Sumiso a las reglas maternas de levantarse antes que el gallo para ir a la escuela antes que todos y acostarse a las nueve aún en domingos y festivos, estaba siempre de ánimo dispuesto y pies calientes para llevar no sólo las cartas, sino los paquetes con las costuras que la mamá hacía a varios clientes de las familias del pueblito de su niñez y los canastos desde la estación hasta las casas de las señoras que se lo pedían a cambio de una manzana, un caramelo o un billete pequeño. Zenteno no aceptaba monedas. Siempre le darían las de menor valor, las cuales sólo eran una carga que rompía el bolsillo y además, ni siquiera servían para comprar.
Su mayor sueño era escribir una carta a una princesa. La primera vez que vio en una revista a Lady Diana, supo que ella era la princesa de sus sueños, los que traía desde la infancia. Ahora a los treinta, hombre ya, pensó que era tiempo, así que comenzó a tomar todas las providencias que aseguraran que ésta, primero sea escrita y luego, llegue a destino.
Una cosa lo incomodaba más, su segundo apellido. Benedicto Zenteno Calfuquir pensó que por su ascendencia indígena la carta podía ser interceptada por algún funcionario fanático de los que abundan, pensando en quien sabe qué intención torva, una bomba, un insulto, peticiones descabelladas del remitente.
Ya su jefe había tenido resistencia para aceptar a Benedicto y éste estaba seguro que era por el apellido y no por ese olor a jabón barato que tenía desde chico en que adoptó la costumbre de lavarse prolijamente todas las madrugadas con jabón en barras, de esos que usaba su madre para lavar la ropa. Intencionalmente le decía Calfuquir a secas, Calfuquir venga, Calfuquir vaya a dejar esta carta que es para el gobernador y por favor guarde las distancias que corresponden. Aunque el jefe sabía que él no iba a entregar directamente la carta a una autoridad, sino que a través de sus secretarios, siempre le hacía esa advertencia.
–Calfuquir, lleva este sobre al padre Corcuera, y que no se te ocurra armarle mucha conversa. Recuerda que es el representante del Papa.
–De Dios –pensaba Benedicto, pero no se lo decía.
Un día en la tarde tuvo un poco de tiempo y se fue a la librería de la estación de trenes. Compró allí varios sobres de colores, azules intensos, uno azul turquesa, varios de color rosa y dos amarillos con un sello que parecía ser un escudo real y un block con hojas blancas que en la esquina superior derecha tenían una pequeña florcilla, algo así como un pensamiento en tono sutilmente azulado.
Pensó esa noche que la princesa era una dama de muchas ocupaciones oficiales, pero había leído en “Vanidades” la revista que don Jorge el jefe le compraba a su señora, que la princesa se daba tiempo para leer correspondencia cuando recién se levantaba, lo que, decía la revista, hacía tan temprano como él.
–Es una princesa –pensaba Zenteno–; debería dormir más, pero no lo hace porque es una princesa –remachaba redundante en su soliloquio.
Ensayó primero la caligrafía, con la pluma fuente heredada de su padre y con la tinta verde esmeralda que obtenía de lavar en alcohol los tampones para timbraje dados de baja en el correo, y para los sobres ensayó con buen resultado el líquido borra tintas de color blanco. Le dio una leve inclinación en cursiva a la letra redondeada y pequeña con que siempre escribía. Estaba casi por terminar cuando reparó en un detalle grave.
–¡Mierda! ¡El idioma!
La princesa era del reino del idioma más hablado del mundo fuera del chino, el inglés, y él, que tenía humanidades sin completar , apenas sabía algunos saludos y una que otra palabra ya casi olvidada e inútil para el propósito.
–Tal vez don Jorge me la pueda traducir –discurrió. Pero don Jorge era un jefe muy ocupado y además se reiría en su cara de la idea.
–Oiga, Calfuquir… ; esa idea de escribir a la princesa Diana es un disparate. Dedíquese a sus cosas mejor. Y aproveche ahora que está desocupado, de llevarle este paquete al padre Alejandro, que le envía su madre desde España.
Zenteno le llevó el paquete al padre y regresando ya, le preguntó casi sin mirarlo por la vergüenza :
–Padre, ¿puedo conversar con usted?
–Por supuesto, Benedicto, por supuesto, de qué se trata, dime no más –le contestó el padre con la amabilidad de siempre. Y Benedicto le contó.
–Es una idea interesante, hijo –le alentó el cura. –Si tú quieres, yo te la puedo traducir, te la anoto con letra clara en un papel y tú la traspasas a una hoja de carta para que quede de tu puño y letra, qué te parece.
Hecho. No había pensado en lo culto que era el padre Alejandro. Esa noche se esmeró en la redacción. Estimada princesa. No. Respetable e ilustrísima señora princesa. No. Muy largo. Su majestad amable princesa Diana. Esta carta tiene por motivo. No. El motivo de esta carta no tiene otra razón que la de cumplir el sueño de un humilde cartero. Usted, ilustre Dama, siempre nos saluda desde su gran país, con su belleza y su amable sonrisa. No. Con su gran belleza, simpatía y su dulce sonrisa. Borra amable para no redundar. Muy honrado me sentiré –continúa– de que usted, si no le fuera posible enviarme una pequeña respuesta, me haga un gesto, un pequeño gesto de sus finas manos, con el cual yo pueda entender que Ud. recibió y leyó mi carta. Y lo más importante, que no le molestó. Usted, su real majestad, puede hacerlo cuando guste, en una de tantas presentaciones en las que participa, y la televisión, sin ninguna duda, o algún fotógrafo de alguna revista famosa las registrará, como siempre. Usted puede hacerlo en el momento que estime y sólo si lo desea. Yo, un modesto cartero de un país lejano como éste, no podría exigirle a tan alta y digna princesa si ella no quiere o no puede. Le pido perdón por la tremenda osadía de haberle escrito, pero me llama a ello también su sencillez y jovialidad, tantas veces demostrada y que reafirman su condición de dama real y bella princesa.
Luego Zenteno escribe un poco de su pueblo de la infancia y de su país, le cuenta de la mansión grande y hermosa de la ciudad capital, donde hace muchos años estuvo hospedada la princesa Margarita, a la cual todavía le rinden honores unos soldados vestidos a la usanza de los guardias del palacio real de Inglaterra, aclara el origen de su segundo apellido que es descendencia de héroes y ruega que éste no le signifique ser discriminado etc. y agrega otros cumplidos y disculpas, solicitándole con encarecida insistencia un gesto cualquiera que él, al verlo, sabrá que está dirigido a su humilde persona.
Al terminarla, luego de ser traducida por el Padre Corcuera, la pone en el pequeño sobre que es, finalmente, de color azul turquesa.
El pueblo se entera de la carta y las burlas secretas y a ojos vista no se hacen esperar.
–Su majestad, el señor Calfuquir, podría tener la amabilidad de llevar este sobre a la señora Amanda, esposa de un súbdito jefe de policía no más, sólo si lo tiene a bien y disculpe la molestia, sir Calfuquir –le ordena su jefe esta mañana, en falso sonsonete inglés.
–Y sin acercarse mucho a la señora, que a lo mejor puede oler a jabón de lavar y molestar a su señoría – agrega, hiriente.
Zenteno va donde la señora, quien lo saluda de mano y no le dice nada, sólo lo mira intraducible y agradeciéndole la cortesía, como siempre, con una sonrisa que esta vez le parece a él menos sincera.
A su regreso de allí le pregunta de pasadita al cura si ha visto las noticias y si ha aparecido en ellas la princesa.
–Quizá es muy pronto, hijo, acuérdate que la enviamos hace menos de dos meses no más –lo consuela el padre Alejandro.
En la última edición de la revista “Vanidades” aparece la princesa en su viaje a Calcuta, donde saluda a los niños y a la madre Teresa. Zenteno trata de encontrar algo, un mínimo gesto siquiera, pero no hay nada. Además que la foto es de hace 20 días y, en esa fecha, la carta con seguridad que estaba llegando recién a Londres. Piensa que la dirección del Palacio de Buckingham puede no ser suficiente, pero a la vez confía en la eficiencia y en la seriedad de los empleados postales de Inglaterra. Sufre un poco la insignificancia de su puesto en el correo, el lastre de su apellido, que es un orgullo para él, pero no para su jefe que se lo enrostra a diario con sus ironías y su abuso de poder.
Llega pensativo pero no descorazonado a casa. Cuando la princesa lea su carta, no podrá sustraerse a su ruego cortés y humilde y buscará el modo, se convence.
Lo golpea la noticia de la muerte de la princesa Diana. No puede creer que haya sido un accidente. Ella que era una sonrisa para el mundo, el motor de su sueño de cartero.
De una de sus últimas apariciones públicas antes de la trágica colisión hay una fotografía. Es del 13 de julio del año pasado. Diana está con un vestido sencillo de color turquesa y un sombrero pequeño del mismo color, con una cinta blanca alrededor y sobre ésta, por el lado derecho, una flor de tinte sutilmente azul, un pensamiento. La princesa baja del avión real sola. Una sonrisa clara ilumina su rostro. En su mano derecha hay un papel blanco. Si se pone cuidado, se puede leer claramente. Dice: Hello Mr.B.
El cartero no ha visto la foto.
Y talvez nunca la verá.

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