domingo, 27 de julio de 2008

10. LOS GIROPONDIOS ROSADOS

A Sol–Natalia.


EN MEDIO de las flores, con su pelo cenizo agolpándose sobre la frente a instancias del viento sur, Marigen Rosa parecía muy gastada y a punto de caer. Los giropondios rosados no habían brotado en los sitios donde, con un palito de cedrón untado en excremento de vaca, habían sido enterrados y con una plegaria en aymará, habían sido encomendados a espíritus sin nombre.
Con ceniza de laurel valdiviano y agua bendita, Marigen Rosa los había regado, a las cuatro de la tarde de todos los días, hora en que el sol se monta a horcajadas sobre los sembradíos de octubre y augura con su golpe amarillo la floración de la tierra.
Era la hora en que Arístides Mamani le había dicho que era bueno.
La misma hora en que un día, de hacía ya muchos años, lo encontrara tendido en el patio hablándole a las hormigas.
Éstas habían desfilado desde su agujero hasta la mano tibia del hombre, donde había unos granos de cebada ordenados en forma de cruz, los cuales fueron cargados uno a uno por las hormigas y llevados al agujero en la tierra en que vivían.
Tal vez la ceniza no había estado en la proporción exacta, o la fe se había extinguido en el enjuto pecho de Marigen Rosa, de tanto esperar a que sucediera todo. O bien esas mismas hormigas que habían marchado ante sus ojos atónitos cargando los granos, habían arrastrado las semillas de giropondios hacia la oscuridad subterránea, donde el sol, aún con empeño, no llegaría.
Su madre le había advertido –Marigen, los giropondios no existen, son sólo embustes del hombre gordo–; pero seguro que su madre decía esto porque Arístides no le agradó desde el comienzo, a lo mejor por su gordura descomunal que nadie se explicaba, puesto que sólo se le había visto comer raíces de nabos silvestres y nunca aceptó otra cosa de comer en todo el año en que estuvo viniendo muy de madrugada y yéndose exactamente a las cero de la medianoche, señalada por su reloj de plata guardado en el bolsillo interior de su chaqueta, o bien por su rareza reflejada en todo eso y más.
Arístides Mamani no tenía edad. Su cara era tersa como el papel de arroz y de un color rosado juvenil y fresco, pero su pelo era blanco hasta la raíz y muy largo, tomado en una cola. A pesar de sus fáciles doscientos kilos, corría y saltaba como un acróbata y jamás mostraba signos de cansancio. Desde el primer día que vino, un domingo de ramos, su jerigonza y sus ojos retintos con un fondo azulísimo se ganaron la voluntad de Marigen Rosa y luego su corazón.
–Sólo los giropondios son más bellos que tú, Marikén –le dijo mirándola con seriedad gentil. Y durante una semana le repitió lo mismo a esa hora de las cuatro. Hasta que ella preguntó.
–Los giropondios son las flores más bellas del universo, Marikén –contestó el Gordo– Cuando ellas salen no es necesario que el sol salga. Cuando las tienes en tu jardín, desaparecen todos los disgustos y te enamoras. Como en los cuentos, sólo que es real. Cuando ellos florecen, sobre la frente de quien los cuidó nace una aureola, Marikén, una aureola de luz.
Arístides tenía pequeños los pies, casi femeninos, y calzaba en ellos unas sandalias de cuero marrón muy viejo. Lo extraño era que no dejaba huellas al andar.
Un día, viernes era y dijo el hombre: –Marikén, el sol saldrá hoy muy fuerte, es la hora de plantar las semillas de giropondios.
–¿Cómo son los giropondios? –preguntó Marigen Rosa sin obtener respuesta de Arístides quien salió hacia el patio y en el mismo sitio donde lo había visto tendido en el rito de las hormigas volvió a echarse. Un rato después aparecieron éstas, cargando unas diminutas semillas en forma de corazón, de color dorado y fosforescente resplandor, parecido al de las candelillas. Con acostumbrada facilidad treparon por los gruesos dedos del hombre y fueron ordenando en su palma los minúsculos gránulos, regresando luego ordenadamente hacia su agujero.
–Estas semillas contestarán tu pregunta, Marikén. Las plantaremos en el fondo del jardín y en un año exacto brotarán, pero si tú las descuidas o tienes un disgusto u odias a alguien, no saldrán hasta el año siguiente, a menos que...
Exactamente doce semillas plantó Arístides en una línea, cuidando de dejar un espacio de unos tres jemes entre cada una.
–Así tendrán sol a cualquier hora, el que de todas formas ellas buscarán girando su corola en el sentido de los rayos del sol, de ahí su nombre –dijo.
El tiempo que pasó antes de marcharse para siempre se dedicó a enseñarle a Marikén, como él le decía, cómo cuidar las semillas para asegurar su floración. Le habló de la eternidad de la belleza y de sus representaciones en el universo.
–Sólo algunos objetos reciben el don y muchas almas, de animales incluso, pero es necesario buscar su belleza, no con los sentidos, sino con el instinto, que es el alma antes de la muerte. Tú, Marikén, eres de las personas con el don y sólo los giropondios son más bellos que tú, pero los aventajas en que ya naciste, lo que quiere decir que todos los ceremoniales se cumplieron al pie de la letra contigo. Significa que tus padres practicaron el rito de la paciencia y, cuando estabas creciendo, no odiaron a nadie ni tuvieron rencillas que no hayan resuelto a punta de bondad. El ciclo se repite exactamente para todos los seres vivos que aspiran a alcanzar la belleza, Marikén.
En días de lluvia, el gordo observaba desde el corredor cómo el agua lo inundaba casi todo, menos el hormiguero, que el agua rodeaba de un modo inexplicable. Desde allí del montículo salían las hormigas en el orden acostumbrado, cuando el gordo las convocaba para darles de comer, cosa que ella nunca pudo imitar, a pesar de la paciente enseñanza del hombre. Curiosamente también, la lluvia respetaba los puntos donde las semillas habían sido plantadas y cuya única señal visible era precisamente que esos puntos permanecían secos y emitiendo una tenue nubecilla de vapor desde su centro que, al palparlo, estaba más tibio que el resto de la tierra. Pero, lo más extraño era la fosforescencia. Los doce puntos aquellos resplandecían como candelillas.
Marigen Rosa nunca supo explicarse tal fenómeno y tampoco recibió respuesta alguna de Arístides las veces que le preguntó.
–Los giropondios responderán por mí. –se limitaba a contestar.
El siguiente domingo era de ramos otra vez y Arístides se tendió en la tierra, dio de comer cebada a las hormigas, que optaron por guardarla bajo tierra, y siendo las cuatro de la tarde anunció que se iría.
–Es hora que me marche. Hay cosas que hacer al otro lado del mundo –dijo en un tono casi triste. Agradeció la bondad de haber sido aceptado en la casa y besando por primera vez las manos de Marigen Rosa, salió por el portoncito semiderruído del patio, y por el sendero que iba a dar a esa especie de altar de piedra donde el camino se desviaba hacia el sur en el recodo, donde se erguía desde siempre una encina, sin volver la vista ni regresar a la casa otra vez.
A Marigen Rosa no la gastó el odio. La gastó el desencanto y la espera, anciana ya, y sentada muy dobladita sobre sí misma en el banquito del corredor. En el momento justo en que comprendió que los giropondios rosados eran una fantasía que ella había cuidado con esmero, pero inútilmente, algo ocurrió. Era domingo de ramos y, al mirar hacia el fondo del patio, divisó a su madre que, aunque viejísima, tenía fuerzas para romper la tierra con la asada. –Los giropondios rosados no existen, Marigen, te lo he dicho hasta el cansancio... –dijo la vieja y golpeó con furia la tierra donde hacía muchos años Arístides Mamani había plantado las refulgentes semillas en forma de corazón.
Marigen Rosa quiso contestar, pero sólo tembló por la pena. Tal vez dejó de vivir en el momento en que el sol de las cuatro le golpeó los ojos y, en medio del relámpago, vio los giropondios torciéndose sobre el tallo, como queriendo saludarla; y eran las más bellas flores que nunca conoció y ella se encontraba muy joven y contenta allí entre las doce flores y en su cabeza una aureola de luz comenzó a brillar al sol y por el rabillo del ojo vio en el recodo del camino el altar de piedra sombreado por la encina y al hombre gordo, Arístides Mamani, sonriéndole parado sobre él, soberbio y a la vez sencillo como un dios, con la piel del rostro sin edad como siempre y el pelo blanco hasta la raíz tomado en una larga cola; y todo parecía tan vivo y real como si el tiempo se hubiese detenido allí, en el patio, a esperar a que Marigen Rosa se vistiera con su mejor vestido para irse al purgatorio, donde dicen los entendidos que las flores son bellas y eternas.

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