domingo, 27 de julio de 2008

13. JAZMÍN

ESA TOS silbante. El humo del cigarro helándose en el vapor del muelle. Jazmín. Yendo y viniendo por ir y venir no más, botando pollos, echando el humo por boca y narices, herida de hielo, con sueño, torcida y gesticulante, pensando. Y la tos desde el fondo, como cuando esos recuerdos de la escuela le vienen de allá atrás, en las barracas, con ellos los de octavo pescándola brutales, perversos, decididos.
De allí se va a los muelles, sube a los lanchones, a las barcazas que vienen de más al sur, a ese barco grande, blanco, como edificio, el Trasatlántico donde el “Noruego” se quedó mirándola, la hizo enrojecer, la siguió. Y ella corrió por la cubierta hacia la escalera, aterrada porque se acordó del “Negro” que la invitó a fumarse unos puchos y la agarró después a besos y la obligó a Jazmín, a ella, dulce, insegura, de 12 años, con pechos ya grandes, con caderas grandes, con vellitos claros, la obligó a ser de él, “Negro” maldito.
Y luego, igual que la Margarita, la colorina, su hermana, al “Fuego Rojo”. Allí, con 15 años fumó más, hasta un paquete en los días tristes, recordando el barrio, al “Negro” cada vez más duro, borracho de mierda, noctámbulo, persiguiéndola para ofrecerle sueños, golpeándola con la mano abierta para que le doliera lo justo, para que no olvidara que él roncaba, ya que era su firme, así la quería el negro maldito.
Esa tos silbando en tono menor mientras va cayéndose en el ritmo del prostíbulo, viciosa, insegura, la noche montándose en la noche, en ella, el día adivinándose a través de la cortinita del sucucho.
Otra vez el “Negro” viene. Le dice, “Jazmín, me andan buscando, escóndeme, por lo nuestro”. Qué nuestro no quiere preguntarle. Qué nuestro. Las golpizas con la mano abierta, a pata pelada, para que no doliera, “a cuenta del amor que te tengo Jazmín, mi gringa olorosa, a cuenta de eso escóndeme, gringuita.”
Cuando está vencida por la voz de él –nada que hacer con éste, Jazmín–, cuando le está metiendo los dedos ahí, cosa eterna desde la primera vez en las barracas detrás de la 67, cuando está derrumbándose sobre la cama de colcha azul, entra la Margarita, no lo mira, le da ciega pero certera con el puño cerrado de sufridora, de puta legal, lo manda al suelo, lo patea y él, el “Negro”, tapándose la cara con los brazos débiles de vago, de no trabajar como los otros del barrio, pidiéndole perdón y arrancando hacia la calle hasta los días de hoy, “dónde te fuiste como alma que lleva el diablo, “Negro” gallina”.
Margarita le cuenta, “¿Sabes hermanita? Vino el “Noruego”, no en el barco, en el avión. Y está allá afuera ¿sabes?”.
Margarita, la Maggie, su nana linda, pelirroja auténtica, pobre como ella, del mismo palo pero mejor astilla, le dieron una vez la beca del presidente en la escuelita, llegó a universitaria, pero se volvió a los muelles, al “Fuego Rojo”, perseguida por todos los que la olfateaban hembra jugosa, experta, de fuego. Donde iba en la “U” la querían los tipos, y la querían, inteligente, sabia, pero horizontal, sin estorbos de ropa, sin calzones, con su vellito rojo, con su olor a hembrita fresca, suave, sin nada de perfumes pero olorosa a eso, a piel acuosa; brutal mujer la Maggie, no importaba pagarle aunque fuera mucho para ellos, estudiantes pobres como ella.
El “Noruego” busca a Jazmín, pero mira a la Maggie, desea a Jazmín, pero ama a la Maggie, sufre por Jazmín, pero es feliz con la Maggie. Jazmín no pelea, es así, como era con el “Negro”, qué enredo de ser.
Un día están los tres durmiéndose, el gringo de Europa al centro en el sofá, Jazmín fumando y durmiéndose, la Maggie mirando al techo, cuando avisan que hay que ir al control. Del control salen siempre nuevas, con la Penicilina se sienten libres, no les viene el mal de la purgación, no les cae la sífilis ni la enfermedad mala como a las otras, las callejeras, esas que roban clientes, las muy putas, también del barrio muchas de ellas, pero callejeras, clandestinas, ladronas. Pero en el control la médica la mira, le ve la delgadez, la escucha silbar del pecho. “¿Toses?”, le pregunta. Jazmín que tose desde los 15, que con el cigarro tose más, responde “–Es por el asma... mi madre... –dice a medias. Entonces la controlan por la tos. Le dan tónicos, pastillitas celestes, algo para aspirar en un tubito. Le dicen no fumes. Pero ella, Jazmín, que fuma en las tristezas, no puede, fuma a diario.
Vienen los días de los 20 años, Margarita, la Maggie, tendrá guagua, qué lindura un sobrino, lo tendrá en un septiembre en que llovió 30 días. Lo tiene, es gordito, grande, blanquito, con pirulín en punta como su padre, el “Noruego”. Es rubiecito también como él y huele al mar desde guagua. A Maggie el hombre de Europa la sigue a donde va desde que la vio cuando seguía a Jazmín y Maggie estaba ahí con el trajecito rojo y los tacos altos rojos, el pelo rojo también, fragante, brilloso, en ondas, suave sobre la espalda y los hombros. El “Noruego”, en secreto, en ciertas noches tristes en que Maggie ha vuelto al barrio a ver al padre de ambas, desea a Jazmín que lo deja hacer, porque la hace feliz por horas, con ello fuma menos, a veces hasta tres días continuos. Cuando Maggie le cuenta que él la ama, que se quiere casar con ella, Jazmín se alegra pero no le dice nada, sólo la mira y tose, silbante, carraspeando y aspirando del tubito. Maggie vuelve a hablar de la Universidad. “–Cuando vuelva a estudiar…” –dice, como pensando todavía en que eso es lo que siempre debió hacer.
Un día Hans, el gringuito de la Maggie, de 3 años ya, se topa con la muerte. Ésta le da duro con fuego de brasero, el de la cocina, donde todas las otras fuman, toman café, se calientan de un mes de abril helado, grisáceo. Nadie sabe cómo. Nadie atina a correr con el grito feroz de niño ardiendo. Y Hans, el rubiecito, muy malo, grave, con olor a carne asada, envuelto en una sábana de color azul, va al hospital en brazos de Jazmín, la tía, llorosa, el pecho silbándole, angustiada, moribunda. Pero la muerte se distrae, los doctores feroces de saber, autocríticos, se la juegan. La muerte… ¿qué se puede hacer? “Mucho” –dice la doctora, esa pequeña, pecosita, Gísela se llamaba? Lo echan a Hans en la ambulancia, achicharrado, oscuro, respirando, porfiado en vivir, lo llevan lejos, al Puerto del norte, al hospital grande.
Jazmín recuerda. Cuando el “Noruego” sabe, va y saca a la Maggie en brazos, desmayada, se la lleva, corre con ella por el callejón hacia la parada de los taxis. En otro septiembre, de los cuales le han caído varios con golpes grandes, el hospital les entrega a Hans, de cuatro años ya, pequeño, el cuerpo, rugoso, oscuro, sin piernas, con el brazo derecho que saluda a Jazmín y a las otras que lo esperan en el terminal de buses. Al día siguiente, el “Noruego” se los lleva a los dos, hay tanto que hacer en Europa para un niño como éste, minúsculo, restado de cuerpo, encogido aunque con el rostro intacto, rubio el cabello, claros los ojos, olor a mar al amanecer.
Jazmín recuerda. Maggie le manda cartas. Hans tiene diez años y va a la Escuela.
El “Noruego” es bueno. No golpea a Maggie como el “Negro” la golpea a ella. Pareciera ser, piensa Jazmín, que el “Negro” no es el mismo ahora; más borracho, menos violento, sólo le pega cuando se cura y es fin de semana y cuando recuerda que ella no lo salvó de caer preso por años esa vez en que Maggie le dio duro. Días son esos en que a ella le da por ponerse triste y no quiere darse. Piensa en su hermana que ha vuelto a la Universidad y es feliz, en Hans que va a la escuela y habla ese idioma enrevesado y sabe de computadoras y escribe con la mano derecha, la que le quedó de aquella quemazón.
Jazmín se distrae, no responde a las caricias del ebrio, se agita, tose en medio de las huidas por el callejón, le silba el pecho desde lo profundo, salen a ladrar los perros, la Jazmín se cae siempre, el “Negro” la agarra al fin pero ella sólo piensa en que irá a la escuela otra vez cuando su hermana se la lleve, la noche será para estudiar hasta ser enfermera como la pelirroja, allá lejos en Europa, donde ni el “Negro” ni la tos, ni los perros del callejón, ni los recuerdos la podrán seguir. Pero luego piensa en el niño, su niño, del cual no podrá decir nada a su hermana porque es tan igual a Hans con esos ojos azules casi blancos, con ese olor a mar que tiene desde guagua, ella sufriría de eso, volvería a caer en lo de antes.
La tos la saca de pensar, así que va hacia el ventanuco. El humo del cigarro la envuelve como el vapor del muelle cuando ella va en la mañana a mirar, sólo a mirar, los lanchones y las barcazas que vienen de más al sur, o a algún trasatlántico de esos blancos y grandes como edificios, y luego en la tarde, cuando sabe que el “Negro” va a llegar, entonces enciende su cigarro y regresa tosiendo silbante y botando pollos, echando el humo, herida de hielo, somnolienta, torcida de los gestos, pensando en esos tiempos cuando ella tenía doce años y allá atrás en las barracas los de octavo la respetaban, le pedían con dulzura que fuera de ellos y así podrían darle cigarros y golosinas, incluso protegerla de los otros, los de séptimo, que eran tan atrevidos que un día casi la agarran, y si no fuera por el “Negro”, fuerte y valiente que los enfrentó y los venció a puño limpio, de seguro habrían abusado hasta hartarse de ella.

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