domingo, 27 de julio de 2008

9. LA VACA

LA PIZOTIA mató a la vaca.
Animal extemporáneo, flacucho, de ojos embadurnados de abulia, blanquinegro sucio, escaso de leche por el mal pasto y la peor mano ordeñadora, despreocupado y torpe de andanzas, entre matorrales y zarzamoras aprendió mañas maternas y madrugó al hombre.
El hombre va pensando en ello. Construye su novela que es de correrías y andares, dibuja torpe el camino de la letra ruda, limpia la bosta de la primera infancia.
La vaca. Por allí, por esos ojos de animal redondeados y bizcos soslayó la ternura; en esas tetas estrujó leche blanca y gruesa para salvar el hambre porfiada de la niñez.
–Capachito, orejitas de paila, venga que la mami lo quiere...
–Voy, mami.
–Capachito, ojitos chuecos, testarudito’e melda, venga que mami lo quiere.
–Ya voy, mami.
Cinco veces, media hora de llamado materno e igual respuesta infantil.
–Capacho, le estoy hablando, venga que hay que almorzar...
–Ya voy ya.
–Capacho, te estoy hablando, mierda, vai a entrar o...
Capacho entra. Tiene ocho años y ya anda volando por los patios, se sube al techo de la cocina o del gallinero para otear aviones grandes y pájaros misteriosos y sólo lo baja la realidad del hambre, que tiene horario.
La vaca. Por esa vaca blanquiazul pensaba los días torpes, por la oreja caída y de honda oquedad oía el agua distante del estero. Por la panza se angustiaba de hambre cuando en la casa no había caído almuerzo más que un pan con manteca. Por la leche que, de puro empeñoso estrujaba en el baldecito de lata, le venía la espuma de la imaginación. Por los mapas del cuero viajaba viajes de ensueño.
Un día lo mandaron tras la vaca a las siete de la mañana, antes de la escuela y mucho antes de que la escarcha se derrita. No la encontró. Pero rompió su manta en las murras . Lo mandaron a las nueve de nuevo, en vista de que era tarde para la escuela. Pero la escarcha seguía ahí. Encontró a la vaca tras los maquis, silenciosa y terca. La sacó de allí y la llevó para lecharla. Cuando iba para el corralito, guasqueándola con el lazo de ñocha, la ternera mugió babeurre y contenta. La vaca también mugió. Al séptimo fracaso matinal, Capachito comprendió. Entonces se metió al bosquecillo y mugió, imitando a la ternera. La vaca, oculta pero sensible en su maternidad, respondió. Y Capacho supo que estaba allí, siempre terca e inocente, bajo los arrayanes del recodo hondo del estero. Se acercó a ella y le mugió más zalamero y dulce. Lotería. La vaca vino. Y todos los días de allí en adelante.
El hombre va redondeando las ideas del primer capítulo con el lápiz de palo que, de vez en cuando, pule con una pequeña cortaplumas. Habla en tercera persona de los años en que la vaca constituyó el capital más preciado de su padre, cambiador del ferrocarril, pobre pero soñador de sueños grandes. Una vaca. Se la compraría a su compadre Víctor, le pagaría cortando leña para un invierno, sembrando para dos. La dueña sería la Nena, la hermana mayor, esa niña tonta. La quería porque le aceptaba jugar a la pelota algunas veces, pero la aborrecía por lo traidora. Siempre lo estaba acusando.
–Mami, el Capacho no dio su lección en la escuela.
–¿Ah, sí? –Paliza.
–El Capacho se quedó jugando con el Pilucho en el pozo lastre.
–¿Ah, sí? –Paliza.
El hombre es terco en su decisión. El campo es noble en su tarea de hacer hombres, pero siempre pobres, con ropa que se pudre de sudores y lluvias, con zapatos que se destiñen y rompen de intemperies sin pausa. El hombre quiere ir a la ciudad grande, cambiarse de chaqueta, sacarse el piñén del centro inalcanzable de la espalda, pulirse el corazón y las manos y el cerebro que está ahí hirviendo de ideas.
No sabe mucho de novelas. Pero tiene un mar contenido en la cabeza. Será cuestión de escribir un poco en las noches, después de la escuela nocturna. Será cosa de darle y darle, como a la tierra, que al final aprende; como al caballo que se vuelve sumiso y dócil, como a la vaca que en la niñez, su niñez, venía sola a dar su leche.
La vaca. La pintan tonta y sin mañas. Pero él la vio fácil de mollera, dócil de instinto. Primero acudía con la imitación del mugido. Luego cayó en la cuenta del truco. Halló el matiz denunciador del falsete y dejó de venir. Entonces el niño la apremió con el dolor materno. Le huasqueó a la ternera con una rama de maqui. El animalito corrió asustado y dolorido. La vaca sintió la queja en el fondo de su librillo, reducto del alma de las vacas y vino a mirar. Puso ojos sombríos. Pero no sabía de furia. Así que se acercó a la ternera, quiso lamerla maternal. Pero ésta se fue directa y cabeceando a la ubre, hambrienta de la separación nocturna.
Un día dicen que hay pizotia y el padre viene de la estación ferroviaria con susto de que la vaca se enferme. Va con Capacho y le pasa lejía por la lengua. La vaca ni muge siquiera. Hace días que está rara, tristona, y ya no se esconde en el bosquecillo. Si está enferma es más seguro que muera. En la escuela Capacho sabe que la pizotia viene por el aire. En la escuela sabe que hay que irse del pueblo si se quiere saber más cosas.
Se muere la vaca al tercer día de lejías y agua de llantén y él se queda con la ternera para darle leche en biberón y acostumbrarla a su llamada de mugido falso. En el quinto capítulo se le ocurre que debe tomar de la realidad algunas cosas solamente y matizar el resto con imaginación y belleza. Entonces describe a la ternera siguiéndolo, dócil como un perro, a donde a él se le antoja. Va a la escuela con ella y el pequeño animal lo espera a la salida, contento y mugiente, para seguirlo de vuelta. Comprende sí que la fantasía no debe sobrepasar a la realidad. Podría con ello amenazar los visos de verdad del relato, que, leyó por ahí, era importante en las novelas. Y cuenta de la tristeza auténtica de la muerte de la vaca, cuando fue con su padre aquella mañana de fines de marzo y la encontró tendida de costado en el pasto, agónica y de ojos tristes y él pidió llevarle la ternera, pensando en que se moría de todos modos y madre e hija tenían derecho a verse por última vez. Pero su padre y don Víctor, que estaba también allí, le dijeron que no, explicándole que sería malo para la ternera porque podría contagiarse y morir después también. Entonces el hombre remata ese capítulo diciendo, por boca del niño, que es mejor morir el día que la madre muere, que cualquier vida sin ella no vale la pena vivirla.
Los borradores se acumulan. Escribir en limpio es difícil, no cuenta con mucho papel así que lo hace con letra pequeñita y sin cargar mucho el lápiz para no gastarlo.
En el cuero de la vaca había un mapa curioso. No podía compararlo al menos con los mapas que él conocía. Los de América, semejantes a una zanahoria con sus ramas. El de África, una remolacha tosca.
Pero en ese mapa soñó el mundo. Y cuando subía al gallinero en esas tardes de semisol del otoño, se imaginaba volando por el planeta, que veía limitado por el cerro “Los Tallos”, a diez o más kilómetros hacia donde se ponía el sol. En las mañanas, al salir tras la vaca, aguzaba el oído pero también la vista, con la cual tenía la esperanza –y a veces hasta la certidumbre– de encontrarla por ese mapa pegado a las costillas.
Hombre ya y escritor, muchas veces trató de hallar un sentido premonitorio a ese dibujo negriazulado sobre blanco, impreso en el cuero del animal. Imaginativo y audaz, describió en más de algún pasaje de sus novelas el mar que circundaba esas tierras enormes que en el costado de la vaca se vislumbraban. Les dio alas a sus héroes volando sobre continentes fabulosos llenos de belleza y sugestión.
Cuando niño, solo con la ternera, apática ésta y esmirriada en la realidad, discurría modos de interesarla en sus juegos. La pensaba caballo y la laceaba con el cordel de la ropa, la veía inteligente aprendiendo cabriolas de perro en el patio, veloz y al galope por el cerrito de la pampa grande. Pero la ternera en la realidad, era un clavo. Tenía que obligarla a comer del pasto que tenía que cortar con la guadaña, tenía que empujarla para que se moviera del pequeño corral.
–Huele a su madre y la echa de menos –pensaba. Entonces por obligación y por lástima seguía tratando de criarla. A los dos años la llevaron para cruzarla con el toro de don Víctor. A los cuatro seguía allí, mirando para cualquier lado bobalicona y estéril. A los cinco la vendieron y se la llevaron en la camioneta de don Rolo.
Yo vi al hombre pensar en quedarse allí en el pueblo cuando advirtió que la novela no iba a salir. Había un montón de papeles, borradores corregidos y borroneados una y otra vez hasta que se rompían. Qué final ponerle a una fantasía infantil donde una vaca es la protagonista. Donde una vaca que casi nunca dio leche, para colmo se muere y le sucede una vaquilla torpe e infértil a la que se llevan finalmente al matadero.
Eso es en la realidad le digo yo, su maestro de escuela. En la imaginación puedes hacer de la ternera una vaca grande, paridora y abundante de leche. Por esa cabeza blanquiazul puedes discurrir los días con instinto certero, por la oreja caída oír el agua distante del estero llevando barquitos y sueños a tierras de lejos. Por la leche gruesa y copiosa saciar la angustia de hambre cuando en la casa no haya almuerzo más que pan sin manteca. Puedes seguir viendo en su panza el dibujo del mundo convertido en una sabana de África llena de vegetaciones y bellos animales, soñar un lago de América sembrado de peces retozando en el crepúsculo y garzas inmóviles y blancas en la orilla, juncos esbeltos que silban con el soplido de la brisa. Puedes por sus ojos inteligentes seguir mirando las mañanas de antes de la escuela, cuando dialogabas con la vaca madre en un reto de astucia.
El hombre escribe ahora el final del libro y en un alto, está mirando la imagen de una vaca en la caja de cartón en que viene la leche ahora y que permanece allí sobre la mesa. Piensa que por las manchas se parece a su vaca de la infancia, aunque ésta de la fotografía es más gorda y más grande. Se le ocurre que en el edificio, tal vez en el patio donde guarda la camioneta, pudiera entrar si estuviera viva. También hay en esa reproducción a todo color, una ternera que es como la duplicación de la madre, una ternera que él nombra con nombre de princesa y que lo mira con ojos familiares desde la fotografía. Se imagina que detrás, en algún lado que no ve pero intuye, está su hermana Nena, la dueña, diciéndole te la regalo es tuya si es que juegas conmigo a la pelota.
En su ensoñación está la ternera de la infancia en su último mes de preñez y don Víctor ha dicho que esta vez será un ternero. El Hombre lo sabe bien. Lo sabe por la forma del mapa de la panza, que tiene una especie de cuernos orientados hacia el cielo. Por la inclinación hacia la izquierda de la futura madre cuando anda. Por la mirada llena de dulzura somnolienta. Por la forma de corcovear ágil y contenta en las noches de luna, cuando ningún hombre la está mirando.

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