domingo, 27 de julio de 2008

21. LA VIRTUALIDAD DE LOS JUEVES

DESPERTÓ en tres cuartos distintos; no era jueves y jamás iba a ser jueves, día que alguien había empezado a pronunciar, cuando el hilo que los aunaba, a Nabuco y los días, impensadamente se rompió.
Pero la luz de los cirios en los humores del ojo, la otra luz que alcanzó a entrar allí al abrirlos el espanto, años después, aún estaban derramándose en el último paisaje que vio, tres hadas de azul, macilentas, mirándolo, tres rostros de hadas reflejados en el lago, el lago mismo reflejado en los ojos de Nabuco, como cerrando los círculos, que eran más que los días multiplicados en el espejo de agua. Detrás de las hadas, danzantes y azules en el aire que olió por última vez a azufres volcánicos, un ídolo de obsidiana tomando lentamente el aspecto de Nabuco, su color de la cera, su traje de chambelán antiguo, su certidumbre inmaterial de alma en pena repetida en las tres habitaciones simultáneas. Y, como un telón de fondo, un jardín. El único detalle al azar estaba gestándose allí entre las flores mortecinas, pero de colores ciertos: bajo la vaporosa pestilencia azul de las hadas, sobre el lago que no conocía fondo ni horizonte, entre los miembros delgados y retorcidos del ídolo, el único detalle al azar era la incertidumbre del jueves. Un cincel asido por una férrea mano sin cuerpo, golpeado por un martinete de hierro de forja antiquísima, agredía inútilmente el granito del promontorio que emergía de la superficie acuática, tratando de inscribir ese vocablo: jueves. Pero no. El cincel se esfumaba en la piedra, como absorbido por el tiempo, que siempre está detrás de la realidad para hacerla imposible.
Era ésta la razón por la cual, a pesar de los nacimientos sucesivos de Nabuco, nunca pudo ser recordado. Cuando los artífices trataron de esculpir, dibujar o modelar su rostro, cuando con vena de juglares los cantores pueblerinos de las villas aledañas al lago intentaron églogas a su prosapia de presunto campeador, todos ellos obtuvieron una versión pobre y deslavada, distinta una con otra y ningún rasgo peculiar que permitiera sustentar una epopeya o un mito. Los que vieron estos intentos, no lograron reconocer a nadie ni tampoco rescataron un nombre sobre el cual elucubrar el no olvido. Nabuco era la negación de un sueño, la niebla que oculta el límite entre éstos y la realidad.
Se dice en libros, olvidados también, que Nabuco era un dios. Él sabrá. Sólo él, quien a la caída del sol se sabe condenado y en cada repetición de la escena, se recuerda de pronto como Nabucodonosor, un niño abandonado en el reflejo ilusorio y fugaz de un espejismo, se ve a sí mismo quedándose dormido y es miércoles, se ve desprendiéndose de su rostro sin edad, recobra las hadas de un sueño infantil muy antiguo, se refleja en el lago sin fondo ni horizonte, es el ídolo de obsidiana, es Nabucodonosor, muriendo al inaugurarse la luz en el universo, es más, él mismo es el jueves.
Los otros días ocurren. Pertenecen a otro hombre: Salomón. Él es un rey, una entelequia con cuerpo real que, sin embargo, no sueña. Nunca sueña. Sus pavores son otros: llegar a viejo, romperse una pierna, no ser reconocido por nadie mientras pasea por un patio de piedra.
Un reflejo instintivo lo hace dormir, atado a un ancla de pedernal, a orillas del Éufrates. Un pesar deliberado lo recupera en los insomnios, los cuales le vienen aún bajo los pedruscos circulares que le sellan los párpados. A Salomón le pesa la ausencia de hermanos, le pesa la ausencia de padre, no tiene a quién ver en las tertulias familiares. Salomón es memorioso y sabe el número exacto de las estrellas y el ancho de las habitaciones y la temperatura del sol. Salomón es una creación de sí mismo en un cuadro. Cuando en el museo de Babilonia entra la turba de iconoclastas, es reconocido y un coro perpetuo repite: ¡Es el rey Salomón! Salomón, el rey, despierta temprano el jueves, pero no lo reconoce; es más, recuerda perfectamente la existencia de ese día, pronuncia a la perfección y en el orden correcto sus cifras, pero, cuando está a punto de darse cuenta de su certidumbre, se queda dormido. Entonces Betsabé, su madre, vivificante y consoladora, le cuenta el cuento de otro rey, David, nacido en un día sin nombre y al cual los ángeles llamaron El Único. Pero Salomón se distrae en los recovecos del tiempo y, cuando vuelve a despertar, se sorprende leyendo el Infierno de Dante. Sin embargo, el jueves le es asignado a Salomón para un ritual inexcusable: velar a su otro, que él no logra recordar, pero sabe que existe, como existe la realidad de las hadas que lo protegen de ese otro. Más bien es Salomón el que ha configurado la existencia del otro. No lo ha hecho a través de la escritura de un libro sino a través de una máquina infernal, la caja que piensa, tiene memoria y no olvida jamás los días ni las horas. No ha logrado escribir un libro, modo ancestral de descubrirse en los demás, porque, cuando lo intenta –innumerables veces lo ha intentado–, al vislumbrar el final, escribe lo que sigue: “Nabucodonosor está aterrado al darse cuenta de sí, entonces no queda otro remedio que matarlo en el día propicio: un jueves...” Pero es como si escribiera en el agua. Empieza a diluirse su letra elegante y escarlata en cursiva, se le viene el resplandor del lago en tromba y le borra la luz de los ojos, le impide ver el fatal desenlace.
Me queda algo por explicar. A mí, que soy el tercero de la trilogía de los que mueren los jueves. (Aún hay otro: César Vallejo. Pero él es sólo un albur, un único que aún no ha nacido como tampoco ha de morir jamás).
Explico. Las madres de Nabuco son mil. La mía es una sola. Todas han guardado el secreto de nuestra identidad. Sus úteros han sido sellados, una vez que Nabuco y yo hemos nacido, para no dar lugar a réplicas imperfectas. Esas mujeres, infinitamente viejas, pero de piel tersa y corazón vehemente, se han visto a sí mismas, pariendo. Pero están dispuestas a jurar por el unigénito –que ellas dicen se llama Salomón– y por su virginidad. A ese hijo de oscuro rostro y ojos como el ámbar lo han visto crecer y envejecer en seis días. En cada una de esas veinticuatro horas ha vivido un milenio, ha ido a la escuela, se ha bañado en un lago sin fondo ni horizonte, ha sido guerrero invencible, rey de reyes, escultor los días lunes. Ídolos de obsidiana han nacido de su cincel. En ciertos días, hacia la primavera, ha sido barquero y construido jardines y besado amantes bajo la luna llena. Uno de estos jardines es infinito y cubre la mitad del universo. Ha vestido ropajes de príncipe y mendigo. En el antebrazo izquierdo ha llevado un tatuaje que resiste su sueño profundo. Es un tatuaje que representa una bella mujer, Betsabé, su madre. En otras madres ha sido pequeño y esmirriado y nunca ha conocido sandalias ni calzado alguno. Los miércoles por la mañana ha sido experto jugador de canicas y, por la tarde, ha llorado bajo un olmo por un hermano que presiente en el aire. Experto en vivir la perennidad, habla todos los idiomas; avezado escritor, no ha escrito libro alguno.
Pero hay un instante en que se reconoce otro. A solas sobre un precipicio, a la vera de un lago sin fondo ni horizonte se llama a sí mismo y a voz en cuello: “¡Nabuco!” El eco responde: “¡Salomón!” Y, en ese instante, que nadie podrá nunca anticipar, cae del cielo una daga de piedra, enorme y filuda y es el final ya previsto. Esther, la muda sirvienta que a todos nos ha sobrevivido, cree que es el modo como el conflicto del ser se resuelve. Pero no lo dice en voz alta en virtud de su veda. Ella no piensa en la muerte, sino en el día que nunca será jueves. “–La única solución es volver al comienzo” –musita. Borrar todo lo escrito y pensar de otro modo. Tal vez, que el uno es el alma del otro ahilándose en ese instante supremo de agonía. Que ambos son un deseo y no un acto, ideas cautivas en un instante sin tiempo, que los hace encontrarse en tres cuartos distintos a la vez, ebrios de luz y de magia, con Nabuco aterrado y Salomón en brazos de su madre, naciendo el uno a la eternidad de los dos, allí, en el límite. Yo, en cambio, presiento que Nabuco y Salomón son hermanos comunes y corrientes. Le digo esto a Betsabé, mi madre, y ella presiente mi final cuando responde que yo soy Salomón y que es hora de la cena, hay que encender los cirios, luego hay que apagar a mil de ellos y dejar uno encendido y echarse a dormir. Con la mirada borrosa por la fatiga del día, me escribe una carta en que dice que Nabuco y yo somos respuestas recíprocas a idéntico enigma. Agrega que nadie al morir recuerda el día y, además, que uno mismo es otro siempre, la reproducción de un modelo repetible hasta el infinito, una suerte de espejismo perpetuo, un albur de parto gemelar de la causalidad de los días, la réplica exacta de la incertidumbre que nos lacra.

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