domingo, 27 de julio de 2008

25. TUMOR

“...las cosas son así y no de otra manera
yo no quiero agravar lo de por sí tremendo...”
Juan Guzmán Cruchaga.


TENGO un tumor.
Se me va la vida tan fácil como vino. En tres meses, a lo más, estaré echado bajo tierra, debajo de los sauces de orejas gachas y perenne verdor, que alguna vez me dieron la idea de la muerte, saludándome lejana e invitando a otros a pasar por su puente.
Un tumor. Una bala de cañón singular apuntando a mi hígado. Un árbol de aviesas raíces serpenteando hondo en la tierra fértil de la carne y el alma. Vengo una mañana de mi vetusta casa, encaramada en la cuarta colina y, premonitorio o perdido en los pensamientos del día, me desvío por esas calles angostas y afiladas de ripio que rodean los grandes estanques de petróleo de la ENAP y que van a dar al gran portalón de fierro negro, orlado de enredaderas y flores por donde se entra a este moderno cementerio con aspecto de jardín, que pretende disimular la muerte entre rosas blancas y rododendros felices. Son días de invierno a los cuales, aquí, en el puerto, estamos todos entregados hasta el tuétano; así que ni bajo siquiera del auto. Imagino, entonces, que es una corazonada ramplona no más, porque otra razón no tengo para pasar por allí rumbo al trabajo, menos en días tan fríos y lluviosos. Allí me dije esa vez pensando a solas, que la vida es prestada, tal como me dice siempre el Gordo. Nada más.
Pero, ahora que sé que se me va la vida por este tumor, caigo en la cuenta que es mi vida, propia, mía, irreemplazable. Voy a morir en invierno, a más tardar en julio, según todo pronóstico. Las calles estarán hechas un lodazal y los autos chorrearán agua a los transeúntes al rodar. sin otra opción, por sobre los charcos. En la tarde del sepelio saldrá un sol breve y asustado, tal vez. Irá gente a despedirme, sin duda menos de los que irían en otra época de clima más propicio. Les agradezco de antemano la gentileza y la molestia.
Cuando me dieron la noticia, lo hicieron de una manera bastante curiosa. El médico me quedó mirando un rato y me dijo “estamos complicados”. Estamos. Seguramente él lo estaba. Sin duda era complicado decir esto, lo entiendo. Lo que pasa es que hay una sombra en el hígado que nos complica bastante, me dijo volviendo a hablar de ambos. Le pregunté si la sombra se podía operar. Me volvió a mirar largo. Entonces me dio un poco de pena por él y yo mismo le facilité las cosas diciendo, tengo un tumor, ¿verdad?, a lo que él asintió con un movimiento de cabeza.
El Gordo, con el cual siempre me han visto que voy para allá, para acá, para todos lados y es mi amigo en las buenas y en las malas, estará allí de seguro con su terno verde oliva que le sobra de hombros y traste, más histriónico y conmovedor que siempre. A él le pediré que diga unas palabras para el mundo, las que, apuesto, serán las mejores. El Gordo le sabe poner sentimiento a las cosas. Cecilia estará también. ¿La ubican? Es la gordita de modos gráciles y pelo oscuro, con el pie derecho un poco flojo y más pequeño. La última. Mi último amor. Quedará sola en el mundo. Y como no aspiro a que se quede así para siempre, le escribiré una nota diciéndole que es libre. No se la daré personalmente a ella, la haría sufrir demasiado, pero le pediré al Gordo que la guarde y se la dé a la vuelta de un año, cuando me estén diciendo misa de aniversario y pueda allí llorar sin pudor. Creo que será suficiente. Uno no puede pedir que quien te quiere se amarre a la amargura por más tiempo.
Ahora estoy esperando que venga el dolor. Como me he empezado a contactar con mis pares, como diría mi ex jefe, he ido a hablar con algunos pacientes de la casa de reposo de la Cruz Verde, para aprender a soportarlo. Están allí los cancerosos, sometidos a algunos tratamientos, paliativos le dicen, bastante duros y que les hacen pasarla muy mal por las náuseas, vómitos, diarreas y demases que provocan y que, además, no les mitigan mucho el dolor. Hay un niño de doce años que, cuando entré el pasado viernes, se me quedó mirando y se le cayeron algunas lágrimas que no supe por qué. Está totalmente pelado por las drogas. Le pregunté su nombre, pero me contestó con un mudo mohín, así que me limité a acariciarle la cabeza en silencio y a secarle las lágrimas con mi pañuelo. Adentro, en una de las salas, estaba una señora de unos cincuenta, en los huesos, y con rostro amarillo y lejano. Está en coma, me dijo la voluntaria de turno, la señora Carlota. Como siempre he escuchado que las personas en coma entienden lo que uno les dice, le hablé al oído explicándole que todo estaría bien, que no tuviera miedo, que sólo tenía que cruzar un puente, que ya no volvería a sentir dolor, en fin, una serie de otras cosas que después me dieron un poco de lata, pero que había aprendido de Cecilia. Ella ayudó a mi madre de esa forma. Le tomó ambas manos, exangües y pálidas, acariciándolas, con ese modo tan particular y susurrándole las palabras con esa voz dulce con que dice siempre las cosas. Vas a estar bien le decía. Volverás a la ventana que da al patio y podrás dibujar al Coqui –el Coqui era el perro guardián, que también murió a la semana de muerta mi madre– y habrá sol y ya no será más difícil para ti caminar, porque serás un ángel más del cielo, le susurraba. Recuerdo que mi madre comenzó a respirar pausado y su rostro se iluminó, libre por fin del dolor de la artritis y cuando un rato después se fue, había una bella sonrisa dibujada en sus labios, que no desapareció ni en la rigidez de la muerte.
Tengo un tumor. Suena terrible cuando uno no ha pasado las que he pasado. Yo soy empleado de banco. Cajero, para ser más exacto. Atiendo gente, cuento dinero, lo ordeno en fajos según sus denominaciones, les doy vueltos exactos, pero sobre todo, veo caras de gentes, gente de todo tipo. No crean que mi vida son puros números. También toco guitarra en las tardes, arrimado a la ventana que da al mar, en la salita del segundo piso. Además, soy un poco poeta y hace dos años no más gané una mención honrosa en los juegos florales que organizó la municipalidad. Les cuento esto como si todavía fuera. Debería decir fui cajero. Y, de hecho, me acogí a jubilación por enfermedad hace un mes. Debo reconocer que se portaron bien conmigo los del banco. Hasta me condonaron las últimas cuotas de un crédito que tenía para pagar la casa en que vivo. El Gordo siempre me decía tú vas a morir sentado en tu sillón de palo, mirando por esa ventana que da al mar, con tu guitarra en la mano, tu sombrero negro puesto para cualquier lado y tu televisor encendido en frente. El Gordo siempre ha creído que uno vive lo que quiere. Es cuestión de proponérselo. A lo mejor. Acepto que incluso este tumor puede ser mi culpa de dejarme llevar y de no ponerle un poco de pino a vivir.
Hoy es martes 13. Una coincidencia, no más. Nací un martes trece. Pero no se trata del fin todavía. El Gordo me dice que existe una posibilidad. Me cuenta de un amigo de su yerno, el cual tenía un tumor en el estómago y el machi Colindeo se lo curó. Sólo con poner las manos sobre la zona en cuestión. Limpio. Sin sufrir nada, ni con inyecciones ni sangre. Me convence. Así que nos ponemos en marcha hacia el salvador.
Donde vivo es una ciudad grande, con edificios, perros, basura. Con automóviles y gente respirando smog. Podría ser una aldea pequeña con un centenar de casas viejas, barro en las calles y perros a la sombra de abuelos jubilados, sentados a la sombra de árboles centenarios, como en mi infancia y sería lo mismo. Porque no se trata de estar con muchos o pocos alrededor, sino que, cómo lo explico, es más bien un asunto de soledad pura. No depende de donde vivo ni de quien me rodea. El túnel que me han dicho es la muerte, deberé atravesarlo solo. Pero me someto a la vaga esperanza de la sanación, por complacer al gordo en su eterno afán de ayudar.
Está Colindeo ocupado con otros hombres y mujeres, la mayoría de apariencia modesta, que entran curiosos y pálidos y salen con cierta tonalidad distinta en sus rostros. La antesala es como todas las antesalas propias de lugares donde la gente tiene que esperar que alguien la atienda. Algunas sillas de plástico, cuadros de reproducciones anodinas en las desteñidas paredes, una mesa para la secretaria, una señora de unos cuarenta, regordeta y llena de afectación en sus gestos, anotando nombres y haciendo pasar a los pacientes a la sala donde un señor de gastado delantal blanco y pequeña estatura, de facciones tranquilas y anteojos, los recibe con un gesto vago de sus manos, grandes y oscuras, a modo de saludo e invitación.
Después de una hora de esperar me toca el turno y entro acompañado del Gordo, pero Colindeo, con una mirada suavemente imperiosa, le pide que se quede fuera.
Le quiero explicar lo que tengo, pero el hombre me dice que no es necesario, que él ya lo sabe. Me pide que me desvista y me pasa una especie de túnica de color blanco para que me la ponga. La sala está tibia, aunque no puedo ver calentador alguno, quizá por los rayos de sol que alcanzan a filtrarse por una gran ventana de vidrios esmerilados.
Pienso en Cecilia cuando el hombre me abre los párpados, con una delicadeza inesperada para sus manos grandes y gruesas, e indaga presunciones y evidencias secretas. Pienso en Cecilia y en sus manos, pequeñas y siempre tibias. En el sopor de un momento, luego de una pócima de sabor agridulce que debo beber como parte del ritual, oigo la voz de Colindeo, que me da órdenes de pensar en cosas agradables. Ya las estaba pensando. Me arrepiento de haber golpeado a Cristina, esa mujer de rostro cetrino de rasgos duros y actitud implacable, madre de mis hijos. Abrazo en el trance a Natalia, mi niña, a la que un perro le mordió la cara cuando corría tras de mí, suplicándome que no me vaya. Viene en el sopor una rabia distinta por las cosas que no hice en la vida, que ya se me va, un fervor religioso en la bondad de mis poemas. Un sudor que me libera de tantos días negros. Oigo una voz lejana que me dice vas a estar bien, porque el sol no es una ilusión sino tu propio yo, que se te vuelve en contra o a tu favor, según tu fe. Es la sanación, logro pensar y las imágenes de pasados que viví y otros que hubiese querido vivir, afloran entremezcladas. Me alivio de dolores antiguos que estaban bajo el alma, mi padre hambreando en su carreta de bueyes colorados llevando leña del monte de Ulrich, el gringo bondadoso; mi padre, de nuevo en su estación de trenes verdes, corriendo para el cambio norte y luego para el cambio sur, cambiándolos de vía por medio de señas hechas con un pequeño farol, mi madre cosiendo en la Singer una camisa dominguera armada de retazos de camisas de mi hermano mayor, heredero de las camisas viejas de mi padre, mi madre pequeña y pensativa restregando ropa en la artesa del patio, junto al ciruelo de frutas doradas y dulceácidas, mi madre cocinando manzanas en el horno de la cocina para nosotros los cuatro. La sanación es un albur. Es cuatro manos rociándome agua bendita, cuatro manos reptando por mi estómago y entrando mágicas en el hígado enfermo, cuatro manos quitando el cangrejo de aviesas tenazas, cuatro manos, las de un hombre con rostro de santo de historietas, las de Cecilia en la lejanía sin vuelta, porque yo la dejé ir aquella gris mañana de soberbia y desacato al amor, manos que son círculos y llaves, la luz agujereando el dolor para que salga del tumor oscuro y redondo como un sol, el dolor mirado tantas veces con indiferencia en otros, el dolor de cuerpos rotos, pero vivos, tendidos bajo la lluvia de las balas en países remotos, el dolor de fingir mundos afilados que pasan rodando sobre ti y te abandonan luego, mansos como lunas con sólo engatusarlos con una tableta de amargo sabor, el dolor rojo de angosto pasadizo, aquél de la carne que te espera con su sierra circular, para trozarte en las noches a caballo del insomnio, ese dolor que te parte lisa y llanamente los huesos y no permite distracción ni olvido, o el otro, ése dentro de una burbuja que tiene lengua de cuchillo y te lame con furia de animal hambriento, o el otro, intratable de los cementerios, que es como el mismo cadáver y su tonelada en párpados y el mundo entero en horas que se niegan a pasar. Dolores que se van definitivamente, a través de la ventana esmerilada que me enceguece desde el otro lado, que se aproxima con tibieza de siesta y promesas gentiles.
Antes de salir veo a mi hermano César, colgado de cabeza del manzano de junto al pozo, haciéndome sus muecas de payaso; veo las luces de su linterna de cuando busca murciélagos en la huerta, los catres altos y dorados aprisionando a mi abuela llena de risa entre sus muñecas de yeso, veo a mi hermanita enredada en unos sacos con los que arma enormes casas para vivir una tarde entera de muñecas de trapo a los 10 años, veo al arcángel Gabriel, que mi madre decía que era la mariposa nocturna que golpeaba mi ventana antes de dormir, veo a los tres mellizos de la vuelta corriendo detrás de la vieja Antola, burlándose de sus piernas con elefantiasis, me veo yo jugando fútbol con la pelota que mi padre me comprara, casi nueva, para la Navidad del 58.
Veo las matinales ansias por Cecilia, envueltas en una seda negra. Veo los corderos de las navidades, espantados de mi ebria ferocidad de cuchillos y fuentes con aliños terribles. Veo la última nube negra pasando con ruido de truenos antes del terremoto del 60 por sobre mi casa valdiviana. Veo un espejo devolviéndome barbudo de más de una trasnochada. Pero sobre todo veo soles con flores amarillas que pintan mis ojos en la primavera. Soles dorados de girasoles y espigas, soles de agua resbalando multicolores de los arcoiris de mi infancia, soles tibios y amigos míos y de mi hermana escribe-cuentos. Naranjas dulces y enormes calentando mi cielo del alba, la rubia cabellera de las mujeres niñas que amé en diez veranos ya sepultados. El rostro mío, joven y barbilampiño, tostándose de nostalgia en alguna playa sola. Soles alegres y cercanos a mis juegos de tantas tardes de fútbol detenidas en los calendarios. Soles para los saltamontes y los matapiojos, escapando de la niebla del estero en que aprendí a nadar. Soles de abejorros dorados, robando dulce miel con zumbadora inocencia. Soles entrando furtivos por la cerradura de la puerta del dormitorio de mi tía Magdalena. Soles prestados a regañadientes al otoño. Soles en el vino solitario esperando la sed de mi padre en su botella. Alcanzo a ver a Cecilia, que al parecer me dice que vendrá a darme, por fin, ese chaleco que empezó a tejer en lana azul hace siete años, antes de marcharse para siempre. Y todo está iluminado, iluminado por el sol que entra por la ventana de la sala cuando Colindeo me despierta.
Le quiero pagar, pero él me dice que no es por dinero, que le dé a la secretaria lo que pueda. Por ese sueño feliz le doy todo lo que tengo, veinte mil y muchas gracias y me marcho.
Le digo al Gordo que morir ahora no será tan difícil. Será como esa hipnosis de Colindeo, que no me ha sacado el tumor que ése no lo saca ni Dios, porque yo lo he construido en cada uno de sus átomos, día a día, pero que me ha sacado la angustia de inminencia. Lo que tengo es más bien una ilusión, como todas las cosas que he visto. Me doy cuenta de que nada puede ser más real que llevar la muerte acostada en el hígado. Debo ir y arreglar las cosas que están aún en desorden. El hombre me ha explicado todo eso. Me ha explicado de las cosas tristes y alegres. Me ha descubierto las razones de estar solitario en medio del patio lloviendo en la Escuela cuando los de quinto me pegaron hasta hacerme sangrar. Me descubre escondido detrás de la sacristía para no comulgar en la primera comunión. Me saca de mi primera duda acerca de si Nancy, la novia de los once años, me quiso. El por qué del santito de su primera comunión que me mandó con su hermano chico, el Tulio. El quizás de su rostro mojando el vidrio de la ventanilla del tren, cuando se fue para Loncoche, un día de viernes santo.
Me explica el hombre cómo pasar el puente, que es como pasar un puente cualquiera, de esos de palo que están tendidos allí, sobre el río San Pedro y seguirán allí por mil años. Es casi como cuando andaba de la mano de Cecilia, tibio de dedos y suelto del corazón.
Llego a casa de noche. Está la televisión encendida. La guitarra muda y familiar cuelga de un clavo en la pared. El sillón de palo pintado blanco, inmóvil, me aguarda. En otra época, Cecilia estaría sentada en el taburete de cuero color marrón y me sonreiría contenta y sin dejar de tejer el suéter de lana azul, mientras el hombre del tiempo de la televisión dice que los cielos amanecerán despejados y con sol; y Cecilia me preguntaría si tomaré mis pastillas para el dolor y yo le diría que hoy no es necesario, que tal vez mañana.

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