domingo, 27 de julio de 2008

22. EL BASILISCO

JONÁS VENÍA, se sentaba fijo, me miraba la hora entera y se marchaba. En su cartón decía Esquizofrenia, que es la locura de los que piensan.
Ilegibles eran los motivos últimos, algo de una niñez en islas llenas de pájaros, brujos por doquier, supersticiones varias. Con lápiz rojo un subrayado: Peligroso. Ve basiliscos. Es más: los caza.
Basiliscos. Cuando ignoro callo, pero pregunto. Con disimulo. Difícil es confesar ignorancia. En la edición del 53 del Pequeño Larousse, que es la que tengo en casa, busco... basilisco... mmm... Tendría que estar, no creo que sea algo nuevo, si es superstición. No está. Pero, ¿si le pregunto a Jonas? ¿Se violentará?
En la sesión del viernes está igual, impenetrable, mirándome como a la Nada, sus manos cruzadas sobre el pecho. “–Qué ves, Jonás?” –le pregunto con mi mejor voz, esa cariñosa, que utilizo en las dificultades más domésticas. Jonás me mira largo y se va.
Recurro a un colega,“El Jefe” La Voz. Le digo, qué podría ver en los demás un loco, que le suene a basilisco. “–La cola” –me dice y se va riendo. Entre los animales mitológicos, la isla se luce con varios. Entonces pienso que es bueno ir allá. Voy.
En el museo de Castro encuentro material surtido: íconos de piedra volcánica; figuras, casi vivas, en madera tallada; libros a media tinta, viejísimos; dibujos en tinta china. En cada uno, un énfasis. Lo mitológico: híbridos de dioses con animales, mutaciones varias, increíbles adefesios. El albur de los orígenes de ese pueblo. Entre los muchos, está el basilisco.
Hay un libro que compro: “A Quien debemos rezar y otras supersticiones”, de Riedemann. Sufro una descripción con olor antropológico de estos mitos, que reproduzco:
“Basilisco. Cuando el hombre era primo más directo de otros primates arborícoras, etc... los basiliscos existían. Estudios evolutivos (“Karra Maw´hn,” segunda edición corregida, página 37, año 90) lo ponen en devenir paralelo a la salamandra marcesens, salvo por la cola en tres vueltas en espiral de ésta, que en el basilisco es una especie de ambiguo flagelo semicurvo...” “En la mitología chilota – termina diciendo Riedemann– el basilisco es... una rara mezcolanza entre ave y reptil, plumas en la cabeza y una cola con garras...”
Debo hablar con Jonás. Ver quién lo acompaña a las sesiones y lo aguarda en la sala de espera. Es imperioso saber. Ir al meollo del asunto. Lo íntimo de un loco suele ser un fenómeno fascinante.
Pido a mis colegas siquiatras que no intervengan mientras me encuentre en tal indagación. Les informaré o les pediré opinión, pero yo lo haré.
14 de noviembre: Viene Jonás, acompañado. Una mujer joven lo trae del brazo. Es bella. Jonás mira al techo y camina con piernas rígidas y pasitos cortos y desconfiados. Los saludo y les pregunto cómo están. Ella sonríe y dice que bien. Jonás continúa mirando al techo. Al entrar al box de atención recién me ve. Retrocede, pero lo invito con voz cálida a sentarse. Le sonrío. ¿Cómo será un basilisco sonriendo?
19 de noviembre: Traen a Jonás entre cuatro. No viene la mujer. Uno de ellos me cuenta que Jonás ha estado tres noches despierto y prendido de una red de pescar en el entretecho de la bodega de su casa, gritando como energúmeno que el basilisco ha venido a matarlo. Le inyecto Modecate personalmente y un Diazepam, para que se suelte y puedan llevárselo. Que venga el lunes 22 y no olviden de darle el doble de tabletas que les he indicado.
Lunes 22 de Noviembre: La mujer trae a Jonás. Le pregunto qué es de Jonás. Me dice que ha estado muy somnoliento y triste. “–Cuando Jonás nació, le regalé una lagartija de goma. Jonás lloró hasta que la escondimos” –susurra viendo el suelo.
Jonás entra y, extrañamente, se sienta y no me queda mirando fijo, sino que saca unas gafas oscuras, con dibujos en espiral en los cristales y se las pone. Es raro, Jonás. Pero es un loco. Le pregunto qué ve. Jonás me habla. Dice, veo un espejo. Yo soy tú.
–¿Has cazado algún basilisco?, le digo de sopetón. Me queda mirando y comienza a retroceder. El rostro se le pone extrañamente verde, como con escamas. Se va. Le digo a la mujer, Ivonne se llama, que quizá deba hospitalizarlo, si no reacciona. Ivonne asiente y se marcha con su hermano del brazo. Ella es curiosa. A veces me mira con ojos brillantes, que cambian de color con las emociones.
26 de noviembre: “–El año pasado cacé uno” –me sorprende, Jonás. “–Huevo redondo..., cabeza de gallo, cresta roja de sangre..., en mi cama..., lo cacé con mi camisa” –Jonás ha comenzado a dar saltitos y cacarea como un gallo afónico...; tiene la cara roja y, en la... cresta, le brilla sangre fresca pero sin escurrir.
–Al anochecer, cuando todos duermen, sale de su escondite y canta... –se va diciendo. Le pregunto qué escondite, pero él ha cerrado la puerta, torpe, con la cola.
Hay estudios de un siquiatra muy antiguo, de los primeros que hicieron ciencia de todo esto de la conducta, Johnson creo que es, el cual, ya en 1921, habla de la transfiguración o seudometamorfosis y, en términos domésticos, de lo que puede expresarse como transformaciones de personas en animales extraños.
Le pregunto al colega La Voz si él ha tenido algún caso de éstos y si sabe cómo es el abordaje terapéutico. Me mira ceñudo y se limita a pasarme una citación para la reunión clínica del martes.
Me prevengo. Estudio bien el caso. Procedencia de Jonás. Interesante. Los Bajíos de Cahuach. Fiestas religiosas. Fiscales dictando la palabra. En el bautismo de Jonás un extraño, un niño de cabeza rubia, ojos azules, más alto que el promedio a su presumible edad –¿cuatro años?–. Ese niño se acerca a la pila del bautismo y deja algo allí. Al irlo a ver, hay una especie de huevo de cáscara rugosa, que el cura coge con la sotana y arroja al fuego de la estufa de piedra arenisca. Cuando siguen al niño, no está. Un gallo canta en el techo de la iglesia. A instancias del fuego un aroma se esparce por la nave y el coro, el altar y los confesionarios. Es azufre, comentan.
Todo esto lo obtengo de Ivonne, que, descubro, ha de tener unos cincuenta y usa peluca, con la cual parece una gallina empollando. Qué ridículo.
La reunión clínica comienza a las ocho, siempre. Esta vez, estoy a las siete cuarenta, pues debo poner en la proyectora las diapositivas y repasar la historia clínica. Intuyo que La Voz está por impugnar mi trabajo. Ayer lo vi en la calle y él, que siempre me saluda jovial aunque parco, me ignoró. Tenía, además, esa extraña apariencia de gallo de pelea que han estado adoptando los colegas. Ha llegado a tanto que el propio doctor Luna, que es tan serio y es el venerable y respetado decano del Instituto, el viernes se apareció en el patio de la casa disfrazado de basilisco. Yo he decidido ignorar todas estas cosas. Si aspiro a la cátedra de Psicopatología, debo mantenerme inmune al chaqueteo. Yo sé que lo hacen para probarme.
Debo presentar a Jonás, como primera cosa. Él llega puntual, pues su hermana lo es, en interés de que todo vaya bien. La reunión transcurre tranquila. El “Loco” Basualto, que siempre hace chistes de todo, juega con un huevo parecido a los de codorniz y al que hace girar como un trompo sobre la mesa, sin dejar de darme miradas irónicas por sobre sus lentecitos bifocales. Cuando lo miro, por tercera vez, se pone su disfraz de cabeza de gallo y la cola de reptil, se da una vuelta en redondo allá atrás de la sala, donde siempre se pone, pero nadie lo ve, sólo yo. No me río esta vez, sólo me limito a mover la cabeza. Estoy seguro de que si lo vuelvo a mirar se pondrá a cacarear y adiós reunión.
El doctor Luna le pregunta a Jonás qué día es hoy. Jonás, extrañamente lúcido, le contesta que martes. Luego le hacen otras preguntas. Edad. 34. Dónde vive. Las Dalias 2120. Villa Las Rosas. Profesión. Pescador.
Todo lo contesta.
–Dicen que ves cosas –le lanza, agresivo, Basualto.
–Los veo a ustedes –dice Jonás.
–¿Cómo nos ves? –apura “ EL Loco”
–Normales. Doctores con delantal blanco. Usted, allá atrás, sin moverse, el doctor, acá, hablando de mí y del basilisco.
–¿Qué basilisco? –quiere sorprender Luna.
–Ese ser mitológico que yo veía y que ahora sé que son imaginaciones –sonríe, pacífico, Jonás.
Me siento resfriado. Comienzo a toser. La reunión termina. Me voy a casa. Pediré a algún colega de los generales que me de una licencia. Gripe, o algo así.
Me acuesto temprano. Mi mujer está horrible. Ese erotismo que le baja los martes. Se pone a horcajadas sobre mí y, sin preámbulos, comienza a succionarme la boca. No puedo zafarme, aspira mi aliento, chupa con sed mi saliva, los pulmones me arden. No sé qué le ha dado. Debería ver que esto no es normal. Parece loca. Me está matando con su arrebato sexual. Cuando yo era pequeño, siempre pensaba en lo terrible que es ser sentimental. Dejarse llevar por los sentimientos. La pasión como forma de vivir. Llorar por cualquier cosa. Porque tu madre no te compró ese dulce. Porque Javier, el de segundo, te quitó la bolsa de canicas. O ese lagarto muerto que te echó el “Piduco” en la cama y tú, que casi te mueres de susto. Por esto y lo otro. Tu hermana grande siempre mirándote en menos, ella pololeando y tú llevándole el bolso y mintiendo que pasamos a la biblioteca. Allí fue donde leí esto, mientras preparaba la disertación de esta mañana: “...canto parecido al del gallo, que adormece más aún a los que duermen en la casa. De esta manera se introduce con mucho cuidado en los dormitorios de los moradores, para absorberles el aliento y succionarles la saliva. La víctima pierde el apetito y va enflaqueciendo cada vez más y más. Aparece una fuerte y persistente tos, y la palidez invade su rostro. Poco a poco la actividad motriz del infortunado disminuye, así como su respirar se hace cada vez más dificultoso. El final es inevitable...; la única forma de acabar con el terrible Basilisco es prenderle fuego al edificio.” En un esfuerzo supremo, la fuerza que da la desesperación..., me safo del animal en que se ha vuelto mi mujer, por un momento me pareció que era Ivonne, la hermana de Jonás, horrible con esas plumas verdes y aceitosas en la cabeza, con esas escamas de pez maloliente, que intenta seguirme escaleras abajo, pero yo, más hábil y cuerdo por el entrenamiento en estas aberraciones que abundan en el campo siquiátrico, logro adelantarme, cojo la ballesta, que es una preciosidad de reliquia, colgada en esa pared roja del salón de billar y, con esa fuerza que ha hecho famosos a los Duarte de La Vega, tenso la cuerda de tripa de jabalí y disparo al basilisco en el centro de la frente. Qué puntería. Derribo al esperpento en medio del salto en que intentaba cogerme.
Luego tomo el bidón vacío y salgo a la calle.

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