domingo, 27 de julio de 2008

23. ÚTERO AMOR

LA CLARIDAD gastándose en el muro, borra lento los zapatos de Róbinson y crece en la ebriedad sin pausa de éste, el eco nocturno de un río que regresa de su Valdivia de los 60: dos troncos bajando delante de otros sin cuenta, un ataúd verdoso de podredumbre y reflejos de agua, haciendo eses en la contracorriente, una casa tendiéndose en la fatiga de su abrupto desarraigo.
Crecen también sus zapatos, la dura chaqueta, los pantalones duros, su sombrero. Habla la jerigonza de los ebrios en todos los idiomas del mundo.
A medida del oscurecer, se acuna en otra añoranza: la húmeda piel de Gabriela, amodorrada en ciertos recuerdos, su áspero pie izquierdo frotándose en el otro, un calor espeso secándose de la lluvia reciente, enero roto en dos por los fuegos artificiales de la fiesta fluvial, una mariposa bailando en la lumbre de un cirio. La mariposa que lo miró.
Antes de volver al otro que es, detiene el andar y la edad, y rememora.
Era nocturna y venía durando días (los días son efímeros), se ocultaba en los birlibirloques de la luz y, espesando los aromas intensos de Gabriela, se chamuscaba levemente en la llama. Mariposa fija en el vaivén de la ebriedad del hombre, no obstante se mueve y va de infancia en infancia de éste –cada día la infancia es otra–, retrotrayéndolo hasta la oquedad materna. No alcanza a percibir cómo es la aparición. Ve a su madre, engastada en un pequeño medallón de alpaca, que su hermana mayor ponía en la palma de su mano por horas y siempre mirándola, preguntándole cosas, asegurándole afectos aún no concedidos, recriminando su ausencia. Entre los frisos de cierta licuefacción, de un cristal líquido, que un farol espesaba llenándolo de reverberos, se siente danzando y ardiendo de aérea quemazón, ahí, en el sitio donde ahora tiene los pulmones. En esa viscosidad sabe nadar de través y rememora un instante sin fecha ni momento preciso. Es el instante en que una fuerza sin origen ni orden lo empuja hacia fuera del claustro materno. Es un recuerdo vacilante en la llama de la vela, que se hace con el resplandor de la estufa, en que su madre medraba de cocimientos a sueños.
Pero Gabriela se fue. A buscar tiempo perdido. A hallarlo en otro Róbinson, que estaba aprendiendo a gatear. Llorando un mes entero, Róbinson creyó borrar el aroma de almizcle y rocío sexual, raer de su razón el bálsamo marino, aunado con la piel de Gabriela, fijar para siempre los pies frotándose entre sí, a la par de mirarlo con honda pupila y boca deleitosa. Pero no lo borró para siempre. Un día empezó a separar del aroma licoroso un entrevero afín a útero materno. Estando en eso por días, ve repasar el primer terremoto. Vuelven a venir los trozos de madera, los ataúdes, los animales muertos, los vivos flotando en la muerte. Avizora las casas rotas; los hombres, prendidos de las mujeres, las mujeres, de los hijos, los hijos asidos del aire.
Bebe otro sorbo de alcohol y el suelo, con sus arbustos, se ha borrado y es sólido el espesor de la noche. El muelle se acerca en el viento que trae ese olor. Porque es ése olor. Que no es un olor específico, sino más bien la añoranza de un olor, la ausencia de éste ahora por la supremacía del vino sobre el olfato. Recuerda de cuando se dio cuenta que iba regresando en edad. Era tarde y quiso contárselo a Gabriela. Gabriela era ya una rozadura en su alma, un hueco vacío del cuerpo ahora.
Primero fue esa eclosión, de cuando al mirar la mariposa ésta lo miró también. No en el sentido de poder sensorial, de calidoscopio mental y conciencia fotográfica. Lo miró en el sentido de complicidad, de saberse dos en el secreto del cuarto. Luego vino el olvido.
–Mecenas querido, te lo juro, vino el olvido –me dice.
–Mecenas querido, vino el olvido del orden de las cosas –me explica. Como si el tiempo marchara para atrás, porque la jodida mariposa cambió de colores. Mientras estuvo allí, hasta que me la comí, cambiaba de tamaño y de color, pasando por los siete colores del arco iris y vuelta por el revés. Y creciendo y achicando. Y volando de torpe a diestra y siniestra. Hasta que la atrapé la vez que, pensando que era mediodía, pues lo era en el reloj de la pared, aunque el tiempo anduvo para atrás y yo..., no sé..., te juro no sé por qué, pero el sol volvió al oriente y, antes que me volviera loco, me comí a la mariposa.
Róbinson va desplazándose, espoleado por la embriaguez y descubre que, donde debería despejar el negro de la noche, por ahí despeja. Pero es la luna que en los primeros días él veía entrar por la pálida ventana y su madre entonces se volvía de rostro pálido azulado y él tenía dos años, lo que volvió a suceder. Va otro día por la calle larga de La Bahía y siente el temor a un segundo terremoto. Canta el mismo gallo, muge la misma vaca, aunque el primero es real y la segunda el primer recuerdo de los sucesivos instigados por el gallo. Porque el día anterior al primer terremoto él tenía doce años. Y sabe que volverá a pasar por ahí como ha pasado ya, está seguro de ello. El temor es porque hubo un instante en que estaban todos juntos y en la fijación de ese instante, justo cuando lo estaba grabando para contarlo, su madre desapareció por un hueco en la tierra. Entonces quiso pensar en su padre, pero éste ya corría hacia la mujer de su muerte y justo cantó un gallo y una vaca negra corrió tras la muerte del padre.
Róbinson es solo. En el sentido exacto, corrió también aquella vez hacia la casa a buscar a sus dos hermanos, pero nunca los encontró. Veinte años después, en brazos de Gabriela, recordó a Emmanuel Isidoro, porque éste era flojo, nada quería hacer aunque lo mandara su padre o se lo rogara la madre. “–Para qué” –decía, como sabiendo. A la otra la recordó la noche en que se comió la mariposa. Era Sofía Isidora y era rubia, con rizos largos y sedosos. A ella la vio comerse una mariposa nocturna un miércoles de ceniza.
Róbinson trepa a la colina de junto al río nuevo, el que formó el primer terremoto y está cierto que la edad para él es el resultado de sus soledades superpuestas.
Fue en el 73. Tenía 25 años cuando vino el otro terremoto, que tampoco venía solo, pues vino también un maremoto. Después del espanto del estruendo y los movimientos de la tierra, de los alaridos y las desesperaciones de la gente que corría, muriéndose y salvándose, de la quebrazón de los grandes cristales y el cemento rajándose como papel, se recogió el río por largos minutos y luego regresó, esta vez lento pero impasible. Por el río comenzaron a bajar la muerte y su carga de vacas, cerdos, corderos, gallinas, niños muertos. También mujeres, hombres, árboles, casa, ataúdes. Abajo los esperaban los deudos del primer maremoto, que siempre estaban esperando el regreso de sus propios difuntos. Pasadas las primeras réplicas, se fueron a la ribera porque sabían cómo sería. Sortearon, con temor de Viernes Santo –aunque no era ese día–, el único edificio que se vino abajo en la ciudad, que era el del Telégrafo. Orillaron las calles llenas de aristas y fragmentos y anegadas por el torrente del río salido de madre y de los grifos rotos; y se apiñaron en la costanera, seguidos de los perros, que aullaban tristes y hambrientos. Allí estaba también Róbinson, que había llegado primero, antes de que todo sucediera y ya se había bebido dos botellas de vino a la salud de Gabriela en el “Mocambo”, de donde era asiduo. Al mirar hacia el río, ve la muerte guiñándole. En una artesa va pasando, lo puede jurar, su madre agarrada de su padre. En brazos de éstos se vio. Era él llorando. Llovía, con respeto y casi tibio, como en la última fiesta fluvial.
Cuando afín al crepúsculo, solo como era volvió a su cuarto del otro lado del puente, se vio en el espejo roto y descubrió que sus cabellos habían oscurecido. Desde ese día fue bajando edades en las noches y recobrándolas en el día. Borrado el azul del cielo por el negro, a veces con estrellas, otras con nubes de huracán, silbando en él el viento de otras edades, cada noche se encontraba caminando y vistiendo ropajes, cada vez más amplios y él, cada vez más joven. El 78 se vio en el espejo grande que había sido de su madre y supo que tenía veinte años, porque orinó sangre por tres días seguidos. El 88 se reconoció de diez años, porque, a esa edad, el 58, estaba en quinto de la escuela y, por fin, había aprendido a leer. Había votado también levantando el dedo índice de su mano derecha para echar al viejo director, aunque éste no se fue hasta dos años después. En el 90 tenía ya ocho años y era como si nada hubiese pasado, salvo que sintió vergüenza de verse desnudo y con una niña viéndolo orinar hacia el río. En el 95 se arrastró, con frío enorme, hacia una perra echada bajo unas quilas, la que lo cubrió muchas noches del frío y alimentó a cinco perritos y a él con su leche. Después sólo hay sensaciones cada vez más inciertas y la memoria se pierde como en esa edad. Quiere creer a veces que hay otros niños con él en esto. Emmanuel Isidoro saliendo de entre unas hojas de un enorme helecho amarillo, Sofía Isidora, con rizos dorados, flotando inocente en una distracción mansa del río. Intuye en ocasiones la inasible sensación de Gabriela amamantándolo feliz de reconocerlo por su olor a venado y su lunar azul en el pómulo izquierdo. Y siempre el infatigable aroma de ella entremezclado de bagatelas y grandezas, de almizcle animal, de fresas blancas, trébol de África, pólvora de bala, cuero de vicuña, aire frío, torta de guindas, polvo antiguo. Y siempre en el fondo ese hálito perturbador de peces frescos, mar de las madrugadas, sudor de sueños lúbricos.
No sabe cómo una noche de invierno del 98 se sorprende reptando hacia el río, llorando con un gemido ronco, dejándose guiar por ese olor que reconoce como el suyo y de su madre de cuando nació y yendo hacia esa mujer que lo espera allí, bajo los crisantemos de la orilla del río, reptando como reptan las luciérnagas cuando hay exceso de luz en sus ojos, con maña natural y angustiosa necesidad, se desliza entre huiros y fresas bentónicas, nada veloz un trecho de sombras húmedas, deja de respirar el acre soplo de la bahía y regresa, desnudo de harapos malolientes e inútiles, a la seda infinitamente acogedora y sublime del vientre materno.

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