domingo, 27 de julio de 2008

15. CLARA

LES EXPLICO. Clara, es mi mujer. Pero no es mi coordenada en las constelaciones del Zodiaco.
Varios años atrás ella me reveló que venía de Armagedón, una especie de planeta lleno de flores secas, rocas marrones, cactos azules e insectos. Sobre todo, insectos. Y no de aquellos insectos que tú conoces y sabes de su indefensión y su modestia, a tal punto que puedes ponerlos sobre tu mano sin temor alguno o, simplemente, ignorarlos. No. Los insectos de Armagedón son escorpiones. Están ahí, estáticos, mirándote todo el tiempo. Acechando. Y Armagedón debe su fama a ellos. Eso dijo Clara, mi mujer.
¿Por qué no es mi coordenada?
Porque me tuerce el sentido de las cosas. Porque argumenta la alegría con llanto y el placer con rasguños, gritos y palabrotas. Porque, cuando vino Julio, el hombre de ojos de ciervo y brazos retorcidos, uno de ellos pegado a la espalda y lo movía con desesperación, ella se carcajeó un día entero.
Clara. La otra vez, cruzando el puente Cruces, le dio por vomitar sobre los adoquines de la acera y las cerezas con crema que se había comido de postre en un café de mala muerte de la costanera, quedaron bailando intactas sobre la crema y ésta, intacta sobre el bistec de pana, que ése sí que estaba hecho papilla, y sobre líquidos verdes y saliva, mucha saliva.
–¡Lo dedico a Henry Miller… –me dijo– …quien en su Trópico de Capricornio me violentó los sentidos y la inocencia!– Y se puso luego a correr como enajenada y, a todos los que encontraba en su camino, que eran muchos, los saludaba en un idioma extraño parecido al griego.
Intraducible. Misteriosa. Medio loca. Clara. Tenía el cabello largo, castaño, ensortijado por acción de los ungüentos y de unos extraños fierros que calentaba al sol o en la lámpara del velador antes de ponérselos.
Las noches de luna le encantaban. Se le venía lo de Armagedón y los insectos. Hablaba, en esa lengua incomprensible, de las virtudes del Zodiaco. Nacer en tiempos de Cáncer, aseguraba, era nacer a una vida plena, a la magia de los sentidos, a un corazón insaciable.
Unos de sus muñecos, de trapo por cierto, con adornos de conchitas y piedrecillas en el cuello, se llamaba Sagitario. Clara le ronroneaba noches enteras con ocasión de sus desvelos. También le cantaba "Duérmete mi niño, duérmete por Dios", "Levántate Juana", "I’ll Follow the Sun". Le susurraba al oído que algún día lo llevaría a Armagedón, ese planeta de flores secas e insectos. Irían felices, inmunes a la canícula y a los escorpiones.
–Tendrás que mirarlos a los ojos y pisar con suavidad. Si los respetas, te respetarán. Tendrás que cantarles, Sagitario. Ellos cantan en su idioma y pueden ser hasta tiernos –monologaba con el muñeco.
Yo trataba de dormir inútilmente. Finalmente me ponía a leer.
Leía a Ágata Christie, a Somerset Maugham. Me resultaban somníferos más eficaces que el soliloquio de Clara.
Soñaba. En las Islas Fidji del Pacífico encallaba en una enorme playa. Sobre las olas que golpeaban furiosas las rocas, flotaban los zargazos. Como látigos vivos golpeaban el agua. Me envolvían sus pulpos viscosos y me arrastraban hasta el fondo. Espantado trataba de desasirme de sus tentáculos acuáticos. Me debatía agitando los brazos, tratando de gritar con una voz que se negaba en la garganta. Era como la muerte. Por fin... “–¡Clara! ¡Clara!” –gritaba yo. Ella me daba suaves golpecitos en la frente con sus dedos tibios. Ahí, al lado mío, sonriente, le ronroneaba a su muñeco de trapo, a Sagitario.
–¿Tenías pesadillas, bebé? –me decía y continuaba con su arrullo.
La historia que haré cuando el insomnio me lo permita, será ilegible, extraña. Sobre esto y otras cosas. Pienso en los temas que nadie ha tocado. En escorpiones bondadosos que leen nuestras miradas y nos respetan. En muñecos de trapo que nos escuchan y pueden entender nuestro enrevesado lenguaje. Cuando escriba esa historia, será legible para ustedes, totalmente nítida. Hermética e intraducible para ellos, insectos procaces.
Días atrás, durmiendo al lado de Clara, soñaba, mientras ella miraba la pared, donde tenía colgada una suerte de tótem de madera, delgado y largo, completamente desnudo, con unos genitales sobredimensionados: un toromiro .
En tal sueño pisaba por fin la tierra de Armagedón. Las flores me saludaban. En su corola de flores secas había una boca carnosa y viva, que modulaba perfectamente en latín palabrotas simples de bienvenida. Una leve inclinación de sus tallos completaba el saludo.
Unos pocos pasos más allá, sobre la arena caliente, entre los cactos, el toromiro, de tamaño natural, yacía abrazado de Clara. Su espalda de madera antigua de caoba brillaba por el sudor.
Yo nada hacía. Nunca hago nada cuando Clara está metida en sus ritos. Debajo del toromiro me sonreía tranquilizadora, mientras murmuraba como siempre sus términos enrevesados y se pasaba la lengua por los labios húmedos y carnosos.
Una fila de escorpiones rodeaba ambos cuerpos en respetuoso silencio y otros tantos me miraban a los ojos. Varios escorpiones comenzaban a subir por mis piernas y ya los sentía también sobre la espalda. Sabía que no podía gritar. Había que respetar la simbiosis de Clara con el toromiro. Había que conservar el silencio respetuoso de los insectos. En Armagedón ellos no te hacían daño; bastaba con que los miraras tranquilo a los ojos y pisaras con suavidad su territorio de arena.
Clara, bajo el toromiro, ronronea. La siento. Ronronea, susurra y se queja con excitación. La oigo entre sueños. Se queja Clara, me rasguña, grita y dice palabrotas hasta un vértice agudo y cenital, como cuando alcanza la máxima armonía con el zodiaco. Despierto sobresaltado.
–¡Tenías pesadillas! –me dice, melosa, mientras cubre su cuerpo desnudo y húmedo con la sábana.
Yo, semiaturdido aún, observo el picaporte de la puerta, que gira y se cierra lento desde afuera.
El toromiro no está en la pared. En su lugar un escorpión de fina madera color caoba lo reemplaza, inmóvil, pero vivo, respetuoso, casi humano.

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