domingo, 27 de julio de 2008

6. MARATÓN EN COMPÁS DE TANGO

HAY UN TANGO metido dentro de mí.
Tango vivo y vital de cuando mi madre lo echaba al aire fatigoso de la pieza de costuras para orearlo y bailarlo con el alma.
Secreto yo, pero cierto y latente en ella, voy a bordo de sus 20 años en flor recién abiertos. Y el tango a medio volumen vuela desde la victrola de la abuela. A veces él, arrabalero y sentimental, llora largo como ella lloraba de ausencias irreparables, a veces canta como cuando ella cantaba, ufana y maliciosa, meciéndose y tejiendo horas en brazos del vaivén de la silla balancín bajo el tilo maduro de abril, a la siga de un nombre para él, que estaba allí en el aguamarina de su vientre, yo.
En ese tango, ciertas notas presumen virtuosismo guitarrero bacán y compadrito argentino. Otras, son las notas inefables del corazón bombeando en dos pechos, el de ella y el mío. Hay en su cadencia, excitaciones y ofrecimientos de seda, en especial cuando he bebido vino. Hay canto arrabalero de ebriedades y amistades, de tragedias y tragicomedias transitorias. Pero es constante su ritmo de dos cuartos que late en contrapunto. La sensación persistente de despedida. El vaivén de nostalgias porteñas y amor almibarado. Ya lo saben. Es “La Cumparsita”.
Son los latidos míos, esas goteras melancólicas en el charco de junto a la ventana de la cocina. Es el martinete del picapalos en el eco transparente del río San Pedro en verano. Son los latidos que me empezaron a inquietar aún antes de nacer.
Era el 25 de diciembre, ayer. Hoy es 26, y yo, 85 años, tatarabuelo ya, me preparo a llegar a la meta de mi maratón existencial y los latidos, lentos y silenciándose, marcan mis días, los postreros. El ritmo vetusto pero eterno del bandoneón trasandino me llora por anticipado. Pero también grita del júbilo de lo que pasó por dentro modelándome en barro humano.
En Marzo de 1948, en las Olimpiadas de Londres, nadie pudo evitar que se hable de Rosales. Juan Crisóstomo Wolfgang Rosales. Yo. Corredor de distancias largas, perdedor en la maratón de ese año. Al partir y durante veinte kilómetros iba primero. Entonces traté de acompasar el tranco al ritmo de mi corazón. Latido. Un golpe de talón izquierdo. Latido. Un golpe de talón derecho. Latido. Un recuerdo que estalla en aplausos de la gente anónima que mira desde el borde de las calles y te aviva con banderas y te regala botellitas de agua fresca. Latido...
Cuando niño, suelto en las pampas de Paillaco, allá atrás junto a los suaves faldeos del cerro “Los Tallos”, en los verdes potreros de Rademacher, corría con el corazón loco de los doce, trece, catorce, quince años. Y los latidos del corazón estaban ahí, acompasados, suaves, subiéndose a la boca, marcándome las horas, segundo a segundo, dándome ímpetus para vivir. Estaba el tango también, en su pizzicato de gotas ágiles y dulceácidas, en su piano dúctil y su preludio de aliento largo, dando alas a mis pies.
–Madre, cuando corro, mi pecho es un tambor que marca un ritmo. Si acelero, mi corazón acelera. Si voy lento, lento va mi corazón.
–El corazón es como el mundo, hijo. El mundo late en las estaciones. En las máquinas. En el reloj de la lluvia y en los truenos. El corazón es como la vida.
–Es cómo La Cumparsita, madre– le digo. Pero ella sólo me responde con rubor y como sin entender.
Cuando Zatopek, el checo, pasó por mi lado, lo vi con el rabillo del ojo, pero no pude seguirlo, estaba siguiendo a mi corazón.
Muy niño, cuando mi madre me daba su teta redondita y tibia, me embelesaba chupando cadencioso y el martilleo de lana y seda de adentro parecía adormilarse en la medida de saciarme el hambre y la sed.
Poeta anónimo de las estaciones, que en Paillaco me rodeaban de ritmos..., la lluvia, siempre latiendo sobre las latas de zinc, las hojas amarillas escribiendo deseos que se pudrían en las calles del otoño, el polvo viejo y pegajoso del verano y siempre, siempre verde y de pájaros cantores, la primavera.
En la Escuela estarán los muchachos de ahora sin saber de mi existencia. No fui la gloria que pude ser para la nación. A pesar de haber entrenado años, en los cuales los latidos me enseñaron a triunfar. ¡Quién no confía en su corazón! Y yo confié.
–Gloria, te amo– le dije a mi primera novia. Y mi corazón golpeó su tambor de espuma.
–Gloria, te odio– le dije la última vez del verano del 46 y mi tambor rojo del pecho se batió con lerda tristeza.
–Ganaré en Londres– me dije, cuando la Asociación me invitó y vinieron los delegados a la casa a decírselo a mi padre.
En la larga avenida londinense había automóviles lentos y negros. Era la ciudad y su parsimonia. Era el latido de la industria de aceros y músculos. Era el hollín pintando acuarelas grises en la memoria. El Puente de Londres estaba allá entre esa niebla. El Big–Ben latía en consonancia conmigo. Entonces, en medio de la lluvia, me puse a correr como loco a cuatro pasos por latido. Era hermoso correr, confiando en que el gran reloj me marcaba el paso correcto ante el terco silencio de mi propio latido.
–Gloria, te amo, te he amado siempre– le dije a mi esposa al desposarla a los veinte años, antes de saber que iría a Londres.
–Te sigo amando –la sorprendí al volver.
Cuántos sueños había colgando de las paredes en esos cuadros que pintó mi madre. Cuántos latidos del corazón de mi padre al contemplarla, silencioso, mientras ella los pintaba. Mi madre, lavandera y costurerita, pero más que nada artista, limpiándose las manos en su delantal azul, mi padre jornalero allá donde Rademacher, mirándola entre ladino y tímido.
Al nacer ya era experto en sentir mi corazón. Éste tenía un sitio entre los agujeros de adentro del pecho, debajo de las costillas. Y cantaba como gorrión si yo lloraba. Y como gorrión se dormía en el nido de sus propias melodías trinadas en las tardes de ese primer invierno, de cuando recién vine al mundo y en la melodía repetitiva de “La Cumparsita”.
La alegría es como esas tardes de arco iris y tregua. Como la nevada específica y singular del día de mi nacimiento. Envuelto en pañales de bolsa harinera y dormitando con ojos vigías en el regazo de mi madre, satisfecho y tibio, latiendo adormilado. La alegría es como cuando llueve sobre las latas de la cocina y nadie habla, sólo beben café oscuro y comen tortillas con manteca los comensales en invierno. Siete hijos, catorce nietos, veintiocho bisnietos, un tataranieto han pasado por esa cocina. Han comido del cerdo blanco engordado con papas, manzanas agrias y suave afrecho. Con igual o distinta emoción han mirado el cuadro donde unos segadores siegan y unas mujeres atan las gavillas en el ocre estío imaginado por el corazón sensible de mi madre. Cómo sería la alegría de esos latidos, tocando al compás de una ciudad que envejece con sus árboles y sus cementerios y rejuvenece en sus plazuelas de juego y patios de la escuela, incendiada en los años cuarenta y reconstruida en cemento perenne. Yo digo que la alegría es como una pequeña orquesta para un baile de novios. Strauss. El Vals primero. Un tango de antaño en compás de corazón malevo. La alegría curiosa, promisoria, semi-ebria de los primeros deseos. Luego, al compás de los años, la alegría que se templa de solazarse en el hábito. Que finalmente habita en un rincón chiquito del mes aniversario. Menstrúan las niñas en el temor de los diez años. Y hay alegría en los relojes de pared dando el mediodía de esas muchachas. Se miran sorprendidos en los espejos matinales los niños, se sorprenden feos llorando y dejan definitivamente de llorar.
Despierto yo de percusiones iterativas del pecho. Dejo de soñar y empiezo a vivir. Pero siempre miro atrás por el espejo. Se nublan las miradas de las señoras de cuarenta, tratando de verse de veinte y sólo quedan viéndose de papel ajado, de seda vieja. Se van borrando discretos los caballeros de las tertulias y los devaneos. Comienzan a ofrendar a lunas más próximas, a dioses menos frágiles. Pero cuando late el sol en su dominio de luz y magia, hay alegría en mí. Han pasado por mí maratones y tangos. Han sudado los mares y las lluvias que me lavaron de la juventud sin borrarla en su arena huidiza. Yo, que tengo ochenta y cinco y que cuando tenía veintidós, olvidé ganar la maratón.
Gané muchas maratones y otras carreras de fondo en mi querido sur. Gané todas las veces que acompasé mi corazón, por sobre los dilemas e indecisiones de mi cabeza. Gané en las competencias de música porque reconocía los ritmos. Gané en la competencia de matemáticas del 44 porque la matemática es rítmica. Gané en el gran Santiago el pase para las olimpiadas. En esa alameda de álamos en que se podía correr al lado de los tranvías y había transeúntes para mirarte y novias de sueños reales aguardando. Corrí en la pista de ceniza del Estadio Nacional hasta hollarla. Corrí hasta Maipú en madrugadas gélidas y arranques vespertinos. Corrí en ritmo de latidos y baile. Pero no aprendí lo suficiente para el gran evento. Yo creí que el ritmo lo era todo. Cuando salí de allí, del Wembley Stadium, solo y acongojado, me di cuenta que algo faltaba. Yo, que vi sonreír a la abuela en su muerte, no supe ver lo obvio de la aparente similitud de dos caminos: en uno latiendo mi corazón, en el otro un reloj, el “Big–Ben”. Ahora que estoy a punto de llegar en esta maratón de existir me doy cuenta de qué es lo que me faltó entender en la vida. Lo obvio me lo trae al oído “La Cumparsita”, bailando en solitarios círculos en el tocadiscos, en ése su ritmo sincopado de lamento perpetuo. Comprendo que esta maratón es como las otras, una serie de intentos por llegar a algún lado, un deseo magnánimo de ser, tal vez un albur, un designio caprichoso de los sueños de algún dios. La cuenta regresiva que ya empieza es entonces la fusión de lo que quise ser con lo que verdaderamente fui, es la suma de mis mejores bríos por ganar sin perder el tranco, la compostura, ni el deseo; yo dibujé un círculo por toda la tierra con esos trancos y éste es cerrado ahora por el acompasado e irrevocable tam– tam de mis latidos últimos. Se aparejan en la meta las zancadas de mi alma con las de mi corazón, las de mi carne con las de mis huesos, las tenues y armoniosas de mi madre con las procaces e irregulares mías, las de los hombres que quise ser con las del único y eterno que por fin soy... Nueve... Ocho... Siete...

***

N. del Autor: Emil Zatopek no ganó la maratón de Londres. Tampoco participó en ella. Juan Crisóstomo Wolfgang Rosales ganó, pero fue descalificado por haber tomado un atajo para pasar frente al Big–Ben, aumentando el trecho en 375 metros.

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