domingo, 27 de julio de 2008

11. LOS COLORES DE LA OSCURIDAD


“Pero, este hombre que era ciego,¿cómo es que ahora ve?”
San Juan.


CELSO JUNTA piedritas que no ve pero escucha rodar y entrechocar como gajos de agua, las coge con devoción de sastre antiguo, las mima entre las yemas del pulgar y del índice, las pule con el alma.
Pero el día pasa por él sin que él lo vea, al menos como ven quienes no son Celso.
Celso veía a los ocho años, con ojos negros y enormes. De entre el ruido de las estaciones, oía el fragor de las cosas moviéndose, veía al otoño cayendo frío y penetrante sobre los árboles, a las hojas agónicas cayendo en vórtices fatigados sobre los patios, plumas rancias del pájaro amarillo del otoño sobre el rocío o el cauce del estero.
Celso veía. Pero a sus ojos grises y sin reflejos algo le venía a contrapelo. Era el humo de las fogatas volviéndose cenizas luego de las tardías cosechas del sur, era la oblicua resolana de la luz crepuscular, era su ambición de ver más allá, aún más al interior de la noche y de las cosas.
Por horas solía permanecer mirándose en el agua de los charcos y en la tarde al volver a casa corriendo por entre los grandes robles, preguntaba a su madre, aun antes de saludarla:
–Madre, ¿por qué veo?
Su madre lo miraba, dulce y lenta, desde la semioscuridad curva del sillón de atrás de la estufa, donde tejía lanas suaves y blancas y entrelazaba cintas de seda y le respondía con una sonrisa.
–Salude primero, hijo, cámbiese la ropa de la escuela y después conversamos.
Pero esa conversación no llegaba.
A Celso se le iban bordando los colores en el pecho hasta apretarle el corazón en una red multicolor de preguntas sin respuesta. Y en la noche quería seguir viendo para saber. Pero su madre lo llamaba a entrar en la casa, en el momento justo de la primera estrella o cuando las gallinas comenzaban a entrar y a acurrucarse en la gradiente sucia del gallinero:
–Celso, es hora de acostarse.
–Sí, madre, pero, ¿por qué ve uno?
–Ya lo sabrás, hijo; ahora, a comer –lo invitaba la madre, dejando las respuestas para después.
Mientras comía, Celso escuchaba, lejano pero imponente, el regaño materno; matizado y dulce el lenguaje de los colores. Su padre entraba en la casa. Celso lo besaba en la boca. Entraba la abuela renga y extraña, Celso la besaba en la mejilla izquierda. Entraba su madre y la besaba en ambas. Entraba Esther, gorda y rosada la hermana, Celso persistía inmóvil tras la mesa, madurando los colores de mañana. En un papel pintaba con la acuarela flores granates y de óxido, tonalidades ocres y verdes o entreveradas, fucsias florales y frescas, luego ponía a secar las imágenes agarraditas por un perro de madera en el cordel de alambre tendido sobre la estufa.
Había en Celso una cosa más. El fuego lo entristecía. Se consumían allí los palos de ulmo oscuro o ardían furtivas cartas para su hermana. Allí se había quemado su camisa azul llena de pintas y agujeros. Permanecía el fuego desde muy de madrugada hasta tarde en la noche y siempre mirándolo con torvos presagios. Como a un ebrio lo llamaba su crepitante fulgor naranja. Como a un adicto lo vencía apaciguándolo de ganas del día.
–Mamá, el fuego es como los ojos de uno. Cuando se apaga queda algo caliente bajo la ceniza –dice Celso–. Cuando cierra uno los ojos, queda la luz adentro de la cabeza.
–Lo sé, hijo. Lo sé. –contestaba la madre, sin dejar de pensar en el fondo de las preguntas, que no sabía contestar.
Temprano marchaban todos a la cama, porque despuntando el sol se afanarían nuevamente en algo. Mamá en la cocina haciendo la comida –comezón dulce del estómago en la víspera–, planchando, lavando, cosiendo en la Singer, barriendo el polvo gris y los desperdicios, todo como un rito en cuatro actos. Y el padre del niño en el monte haciendo leña, siempre de ceño mustio y cojo de la pierna izquierda.
Las otras preguntas que siempre se le venían a Celso, eran acerca de Dios. Después de rezar el Angel de la Guarda y el Padrenuestro con su madre, Celso se tendía en su cama de raída colcha azul, ponía su cabeza sobre el dorso de sus manos regordetas y preguntaba a su madre dónde estaba Dios.
–En todas partes, hijo.
–Pero, entonces, ¿cómo no se ve? –se angustiaba.
–Sólo lo ven los que tienen ojos para ver –decía la madre con gravedad creyente y no había más preguntas ni respuestas. Sin embargo, Celso creía en ese Dios invisible, no porque lo llevaran a la iglesia los domingo ni porque la abuela lo apremiara con condenas celestes ni porque nada, sino porque le parecía ver su reflejo en todo lo que miraba, una especie de elevación de la cabeza, a veces un pálpito de lo inesperado, cierto olor a albahaca recién cortada, pero principalmente por los colores. Las mañanas, aún las más negras del invierno, las noches felices de febrero después de la trilla, los sosegados mediodías del otoño, los inviernos sin mediodías, todas las estaciones que pasaban por el pueblo, las memorias y olvidos, siempre tenían colores, matices verdes de agua y ojos maternos, visos amarillos de señoriales casas vestidas con el sol de la buena suerte, pátinas del humo tiñendo las chozas más pobres alineadas junto a la vía del ferrocarril, humo feliz otras veces ondeando sobre los techos, todo aquello de algún tono definido, particular, inolvidable para la remembranza del niño que era. Solía andar el viento sur arreando nubes que se ordenaban en el cielo cual rebaños de ovejas, solía el norte abultar los cerros lejanos con una capota de la que crecía incontenible la lluvia. Solía pararse colorado el sol a mirar para atrás anunciando buen tiempo. Y siempre había un tinte que iba coloreando la retina del niño. Cuántas veces éste se quedó con la sensación sin nombre de Dios.
–Hijo –le decía el cura con severa bondad–, repita el primer mandamiento –y premiaba la respuesta del niño con un palmoteo en el hombro.
–Nómbreme, ahora, una obra de Dios –pedía el padre.
–Los colores, padrecito –contestaba Celso–. Los colores y el Sol que les da vida –completaba, sabihondo.
Un día, luego del catecismo, se atrevió a mirar el sol que iba ocultándose tras el cerro. Lo miró directamente aunque sólo un instante sin tiempo. Anduvo el resto de la tarde con un círculo verde en la pupila. Luego la sensación del color cambió. Viró al rojo tornasolado del verano en que conoció a Juliana, la prima. Luego, como esa misma tarde, pero más lento y ordenado, fue cambiando hacia el color de las cosas olvidadas. Una sensación de pasar por túneles con techos de cristal de agua viva, captores de todas las tonalidades, una tras otra girando, encendiéndose y apagándose, una nostalgia de cuevas aledañas al cerro en cuyas paredes de greda alguna vez garrapateara su nombre con un palito, un vago temor de pérdida irreparable, pero sin nombre. Y al final, de noche ya, el círculo mimetizado con el cielo sin estrellas del 12 de julio, día antes de su nacimiento, recuerdo que tampoco sabía por qué había quedado grabado a fuego en su retina de futuro ciego.
Cuando se durmió aquella noche, en el filo del sueño, recordó el mar. Vio en él el reflejo del sol extendido como una sábana de oro y plata que ondulaba y lo envolvía. Y, dentro de ese reflejo, peces, hermosos y grandes peces de azogue y verdiazul, tal vez imágenes criadas a la luz de la lectura bíblica de su madre en semana santa –nunca había visto el mar en realidad, pero lo había soñado, luego de ser contado por su padre que había estado en Valparaíso y por su abuela cuya abuela perdió siete hijos en él –, quizá deseos suyos de que el mar fuese así en la realidad. Y en medio, pero flotando sobre las olas, él, dotado de alas. Alas pequeñas y blancas que podía mover a voluntad, pero que no lo elevaban mucho, por más esfuerzos que hiciera, por sobre la superficie del agua. El resplandor del sol lo persiguió durante todo el sueño. Cuando despertó, el resplandor seguía allí. Luego vino su madre a apurarlo para la escuela.
–Ya voy, ya me levanto – responde el niño, pero como la llameante cortina en la pupila sigue ahí sin permitirle ver, tiene que levantarse a tropezones para gritarle a su madre que venga a ayudarlo. Ésta, severa y sin entender, lo sienta sobre la cama y comienza a vestirlo a pesar de los lamentos de Celso que reclama porque no puede quitarse el velo refulgente del sol que ha soñado.
–Madre, soñé que miraba el sol y ahora no puedo ver –explica Celso.
–Irás a la escuela de todas formas – le ordena su madre y lo toma con firmeza de un brazo y lo arrastra hacia el rincón donde el rito de la jarra con agua y el lavatorio sobre la mesita, constituyen la primera obligación matinal de todos antes de pasar a la cocina a tomar el desayuno. En el espejo se ve. Es él. Al contacto con el agua desaparece el fuego que le ha deslumbrado desde la noche. Piensa que Dios le quiere mostrar algo. Pero no alcanza a entender qué. El temor le trae a la memoria una escena de los cinco años. Su padre está chupando el mate en un rincón de la cocina. La abuela teje con lana blanca que desenrolla de un huso. Su padre pregunta:
–Madre, ¿qué es ver…? ¿Qué significa ver? –La abuela no lo piensa mucho y le responde:
–Ver es agarrar las cosas con el alma.
A los ocho años, Celso pregunta a la abuela qué es el alma y la abuela le responde:
–Es el resuello de Dios que está guardado adentro del pecho de los cristianos.
–¿De qué color es, abuela? –Pregunta Celso, de nuevo.
–El alma es de todos los colores y de ninguno al mismo tiempo –termina, sentenciosa y no vuelve a abrir la boca.
Por muchas noches vuelve a soñar con el mar fulgurante y magnánimo. Pero evita mirar el resplandor directamente. Y comienza a comprender. Mientras sueña sobrevolando el mar inmenso a impulso de sus alas y con los ojos cerrados, aprende a controlar los colores. Puede combinarlos, convertirlos en otros; indaga los contrastes, los timbres y las tonalidades, las claves de la armonía y el colorido; formas policromas pinta en los sueños que luego perfecciona durante el día.
Su padre lo ha visto caminando hacia la escuela frente a la estación ferroviaria siempre con los ojos cerrados y moviendo las manos a compás como si volara. Y parece ver, pues no tropieza. Y además que parece flotar en el aire.
–Este niño, siempre soñando –comenta el viejo para sí, pero nunca lo reprende, pensando en que el niño ha salido a su madre en lo fantasioso.
Pero había colores que parecían insuficientes. Eran los contiguos al rojo. No lograba darles brillo. Intentó aprender de las flores. Mas a éstas había que esperarlas hasta la primavera. En las tardes del invierno solían filtrarse entre las gruesas nubes algunos rayos de sol, que teñían de variedades de rojo flores y cerros, pero eran rayos fugaces. Además que tenía temor de mirar el sol a la cara.
–Me queda ese círculo rojo que no me deja ver –se dice a sí mismo. Aunque de este modo ha aprendido la ley del calidoscopio, ese tubo con espejuelos en su interior que multiplica las figuras sin que nunca se repitan. Mira brevemente al gran señor de fuego y de este modo el círculo permanece un instante suficiente para aprender cómo funciona la ley de los colores infinitos.
De manos pequeñas, Celso aprendió a confiar en ellas, cuando le pusieron nota uno en la escuela, porque no pudo construir la carreta en la clase de trabajos manuales. Su padre, muy pobre, no pudo comprar las ruedas que el profesor exigió fueran de fierro forjado. Pobre su padre, menos pudo comprar la madera. Pero Celso, en secreto, cortó unas tablas de la cerca de su casa y sigiloso también, oculto en la vieja bodega, hizo una carreta pequeñita, de no más de dos cuartas de largo, y con dos rodajas de madera, cortadas de un pequeño trozo de leña, le fabricó las ruedas. No se atrevió a llevarla a la escuela. "–¡Algún día la pintaré de hermosos colores!" –pensó, y la ocultó debajo de unos sacos en la mediagua-fogón.
Cuando quedó ciego, Celso se sirvió de las manos, hábiles compañeras que lo ayudaban a ver los grises, sobre todo cuando tenía que caminar por las calles de piedra encontrándose con las carretas que traían leña del campo, o con los hombres que bajaban del cerro de a caballo y en ancho tropel, o con León, su amigo. Éste tenía una manta gris, era sigiloso por la timidez y oscuro por lo indio. Las manos de Celso lo saludaban con ceremonia y cuando mayor, lo abrazaron muchas veces con amistad temerosa, dándole palmaditas de afecto y excusas en su espalda siempre esmirriada. Con sus manos, Celso veía a su madre cuando ella se quedaba dormida por el dolor de la artritis y el cansancio en el sillón de mimbre que él le tejiera. Se le acercaba sin dificultad por entre la estufa y el cajón de la leña y se las pasaba suaves por la cara y el pelo. Luego se marchaba de nuevo al patio a seguir ordenando la leña en la bodega.
El día que quedó ciego Celso se había levantado temprano, casi más que de costumbre, para alcanzar a terminar la botella en la cual había metido un barco, sellándola con la vela. Su madre estaba en el patio dándole trigo a las gallinas y su padre seguramente ya estaría en la estación de trenes donde trabajaba. Había sentido su trotecito irregular de siempre y lo había visto alejarse cojeando, pero veloz como era su costumbre, a eso de las siete de la mañana. En el aire estaba ese aroma a setas frescas de las ocasiones fatales.
Cuando regresó de la escuela, la casa no estaba. Sólo los cimientos de madera que, amputados y hechos carbón, señalaban tristes el cielo. La pequeña estufa permanecía retorcida y medio derrumbada en el sitio de siempre. Había gente rodeando los restos y mujeres llorando y consolando a su madre, que también lloraba. Su padre lo miró entre penoso y severo, pero no le dijo nada. Celso comprendió. Había sido él, con la vela. El paño de la loza se encendió, sin que lo viera, al ser mordido por la llama. Esa tarde, al mirarse en el agua de la laguna, se preguntó con pesadumbre por qué veía. Para qué los ojos si no habían sido capaces de ver la desgracia. La casa construida por su padre y los vecinos. Construida con tablas conseguidas de favor al jefe de la estación de trenes, con palos recios labrados a hacha por don Emario. Con latas viejas dadas de baja en la estación, también quemada un verano que él apenas recordaba. Levantada en seis mañanas y veinte tardes entre todos, mientras la madre preparaba una cazuela en la gran olla de fierro y cocía tortillas en el rescoldo de la mediagua.
Celso se quedó mirando el sol a la cara, sin mayor esperanza y ahora sin miedo. El color rojo fue el más brillante y claro. Un color perfecto, como siempre lo había buscado. Cuando dejó de mirarlo, el sol se quedó allí, tras los párpados, aún más allá de esa noche. Era como si las cosas se le mostraran en sonidos, en rumores suaves, en músicas de agua. En contornos de colores como dibujados con su lápiz. Cuando salía hacia la escuela, pasaba por la laguna y en cuclillas tocaba con sus dedos la superficie del agua y ésta le devolvía la imagen fresca de los sueños nocturnos. Donde podía volar a voluntad y casi sin batir las alas. Donde también había aprendido a saber por qué seguía viendo los colores.
Había adquirido también una habilidad cierta. Cuando deambulaba para allá y para acá entre sus sitios preferidos, le parecía que no tocaba el suelo. De hecho dejó de usar sus viejos zapatones de cuero café y del número 39 que le había comprado su madre hacía tres años. Descalzo podía ir más rápido y las piedras del camino no le herían la planta.
Creyó que era por la falta de la vista y que a todos los ciegos les pasaba lo mismo, así que no se preocupó. Pero cuando su madre lo bajó una tarde de la altura tomándolo con fuerza de una mano, se dio cuenta de que era una cualidad recientemente adquirida y propia de él. Su madre lo tocó en el rostro, le palpó los ojos:
–Estás ciego, hijo mío, por Dios… –dijo, y lloró en convulsiones calladas, sin soltarlo de la mano.
–Y, además, vuelas – agregó con desconsuelo.
Flores del alba blancas. Dorado el chato sol y casi animal en su calor amarillo, cae de bruces sobre todo. Piedras de rosa y gris, patio multicolor, inacabable el desierto, suelo y horizonte pulidos por la rutina monótona. Celso junta piedritas para algo que no sabe. Echárselas a los bolsillos y volver a tener peso. Caminar de nuevo sobre la tierra mojada del otoño. Hoy se ha ido volando al norte. Ha pasado sobre el rumor de las ciudades y ha olido el humo y percibido el fragor de las maquinarias, los automóviles rodando, los grandes molinos de industria, las locomotoras arrastrando trenes interminables. Ha podido tocar las rectas paredes de los edificios, ha reconocido el cristal por el frío liso.
Ha habido también instantes largos de hambre. Pero ha podido sobrevivir gracias a la compasión y a los basureros. Ni los perros ni el viento lo han mordido. Cuando mira hacia donde avizora está el sol, ve el calidoscopio. Los colores formando laberintos, geometrías acrisoladas, variopintos paisajes. Celso no tropieza. No se ha estrellado con los acantilados de junto al mar, ni con los cables del tendido eléctrico, ni con las gentes. Así llega al desierto. Lo sabe por el hálito de arena salobre que respira por nariz y boca.
Cuando ha juntado un montón grande de piedras las ordena por tamaños. Las grandes son para la laguna. Para orillarla de caminos. Las pequeñas son para el altar de la iglesia. Para que allí, sobre piedras multicolores, se reflejen los rayos que suelen entrar furtivos por los vitrales pintados de arcoiris. Se alegra de ser un niño grande. De tener ojos con tonalidades infinitas dentro. Se pone a hacer cabriolas de contento sobre el dorado del gran desierto. Gira con movimientos imperceptibles de sus alas. Descubre por qué ve.
–Es porque Dios me quiere –piensa. León, su amigo, se le une en los saltos. Ve la carreta enorme con ruedas de hierro forjado bailando llena de piedrecitas de color. Ve el tren de su padre reptando verde y veloz hacia el sur. Ve la lluvia golpeando el vidrio del ventanuco de su dormitorio en invierno. Ve la estufa de acero refulgente y recién pulido por las manos de su madre en la vieja casa. Se ve a sí mismo sobrevolando los charcos infinitos. Ve a Dios, de barba blanca y azul túnica, saludándolo con bondad.
Está soñando.

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