domingo, 27 de julio de 2008

19. EL GORDO ES UNA HISTORIA

–CÓMO VOY a ondularte el pelo, pos indio, si ni Dios pudo; cómo voy a retorcer tus mechas de clavo, que ni el crin de caballo es tan testarudo.
–Mamita, intenta por favor; a veces se puede, ves cómo mi padre aprendió a tenerle distancia al vino y vos misma lo aprendiste a querer aún en sus estaciones de invierno –responde el gordo con el pensamiento.
–Cómo voy a hacerte ahora de nuevo, ahora que estás hecho por el Señor, con esas crenchas tiesas y negras, esos ojos de lechucita, con la redondela oscura como el susto y esas cejas tan enormes, que parecen de otro; y ese cuero tan retinto y áspero, meón pa’más recacha, tosco y atarantao pa’too, por suerte tan sumiso y bueno el indio, mi ñaño regalón.
–Madre, de todos modos has ayudado, a lo mejor tu madre habrá dicho parecidas cosas de ti cuando te le asomaste oscurita y brillante en el parto y a lo mejor pensó en lo difícil que sería conseguirte un novio rubio y de buen parecer como mi padre...; y también me quisiste ayudar con las palizas y los tirones de mechas, que yo pienso eso fue lo que me las erizó para siempre, y todas las zurras que me diste primero por motivos grandes y luego hasta por minucias, pero que tú decías que era por ayudar a que yo fuera un hombre recto como un coligüe, honrado como mi abuelo Santiago, que te dio el apellido y bueno como el pan que amasabas con tus manos, brunas como las mías; si hasta con el cordón de la plancha me diste –responde siempre para sus adentros el gordo en cauto mutismo.
Así se destuerce la hebra del diálogo de mudas miradas entre madre e hijo que se enfrentan, hacen escaramuzas estudiadas en el aire, se acarician, se engarzan y luego se hacen uno, silenciosos y reflexivos, en un contubernio que intenta apresar el corazón del otro para explicar, para justificar, para interrogar, para acusar, para mitigar, para perdonar.
El gordo ha pasado por la vida sin prisa; le parece algunos días tener cien años, pero se reprende a sí mismo “¡No, mierda, son cuarenta y ocho! Y tengo cuerda para rato, con guevás...” Pero a veces se ha sentido también de veinticinco y ha ido por ahí con miradas de veinticinco, con arrestos y decisión veinteañera, a la conquista de inexpugnables bastiones de seda y aromas, a derribar murallas de piedra caliza y a derrotar dragones imaginarios, montado en brioso corcel de crines enhiestas, y con facha de caballero andante de rara estirpe y excepcional ralea ha superado vallas y establecido fuero y dominio en alguna comarca de larga noche lunada y dulces doncellas semi ebrias en su también ebriedad de gordo pertinaz y testarudo, soñador de sueños dobles e inconclusos.
El gordo fue a la Escuela Normal cuando el pelo en el hocico le era un débil esbozo, un unto de pelusilla pintado con comida del internado, y se fue de ella maestro de escuela con título, cuando el rastrillo de afeitar formaba parte ya de sus enseres símbolos de una edad de hombre y de una virilidad sustentada a punta de masturbaciones y primaveras ahítas de faldas presurosas y perfumadas retozando en su imaginación.
El gordo recuerda los días en que su madre, severa y terca, le señala el camino de la vida y lo alimenta con kuáquer y porotos con rienda y kuáquer y zapallos en el horno y kuáquer acompañado y kuáquer solo, kuáquer hervido, kuáquer seco, kuáquer en la mañana y en la tarde, siempre kuáquer, maldita sea, para que la energía le salga por los poros y no ande por ahí como un ñecla, porque hijos ñeclas yo no crío, eso sí que no.
–¡Cómete la comida, lechucita condenada, antes que te saque la mugre a palos!
–¡Sí, madre, me como la comida, me la estoy comiendo ya madre! –contesta el gordo, con la bola de comida escondida en los carrillos.
–¡Y no se habla con la boca llena mocoso insolente! –termina la madre y la huasca de cinco patas de cuero de chancho cae tiesa sobre las mechas tiesas y sobre las manos oscuritas y rellenas que el gordo pone como escudos.
Otro día toma el mate con leche, lo sopla, lo prueba hasta que está tibio y se lo pasa.
–Toma, hijito, es un buen mate, para que no te salgan sabañones y tengas un corazón generoso –le dice, al tiempo que le acaricia la cabeza temerosa y va apaciguando la rabia infantil que dura poco y amoldando el alma dentro del rostro y dentro del corazón.
“Duérmete mi niño, duérmete por Dios,
por los zapatitos del tatita Dios.”
–Y vas a ir a la Escuela Normal, ése es el camino, ya está decidido –es la primera decisión de su madre respecto de su devenir.
–Y te vas a casar el 15, por el Civil a las 11 y por la Iglesia, a las 4 de la tarde. Ah, y en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde me casé yo con tu padre... –fue la última orden.
En medio, el gordo fue Arturo, el buen alumno, fue “Fon–Fon”, por apelativo heredado de otro niño, tartamudo y tímido, que pasó sin pena ni gloria por las aulas normalistas, fue “Perfecto” por imposición de sus condiscípulos, fue “Ojitos de Felpa”, por esos ojos de lechuza, negros y enormes en sus cuencas de asombro, alias todos que lo fueron tratando y retratando en el devenir de la Escuela, hasta la incierta meta.
–Y, a éste guevón, ¿qué sobrenombre le ponemos? –pregunta el “Rana”.
–A mí no me pueden poner ningún sobrenombre –argumenta el Gordo.
–¿Y por qué no, compadre?
–Porque yo soy perfecto.
–¡Jaaa, jaa, jaa, ja…! –ríe el “Rana” con su bocaza característica.
–“Perfecto”, mierda, éso es, pongámosle “Perfecto”, cabros.
–“Perfeeectooo”! –gritan los otros nueve de la mesa, sancionando el apodo y quedando bautizado por los seis años que dura la escuela y, después, para siempre.
Pero el camino de perfección es duro. Un día entra a la sala de clases y los que están ahí esperando al incauto, ocho compañeros del 5°, lo agarran en vilo y haciendo oídos sordos a sus protestas, lo usan de almohadilla para borrar el gran pizarrón recién escrito con blanca tiza.
–Mi teerno, cabroos. Mi terno, por favor. Mi mamá se va a enojaaaar...! –suplica el Gordo. Pero no hay caso.
Él sabe lo que vendrá después. Es Jueves. Al día siguiente, en la tarde, deberá salir del internado rumbo a su casa y llevar el terno negro, que la pobre vieja, su madre, mandó a hacer al mejor sastre del barrio, y que planchó con esmero cada domingo, para que el futuro maestro luzca impecable y correcto, ante los ojos críticos y aguzados de los maestros y de ella, en especial. Con temblor en sus manos, lo limpia con la escobilla, lo dobla y lo mete en el bolso, sobre el cual cae, anticipada, una lágrima oscura. “–¡Conchasdesumadre!” – piensa.
Es viernes. Son las ocho y veintitrés minutos de la tarde.
–Hola, madre.
–¿Qué te pasa?
“–Ya lo sabe” –discurre Arturo–. Nada, mamá –se escuda, y las miradas de ambos se quedan suspendidas en el aire, jugando el juego de escabullidas e inquisiciones de siempre.
–¿Y tu terno?
–¿El terno? –duda Arturo–. Está en el bolso.
–¿Y por qué en el bolso?
–Es que... los chicos... –se lamenta, perdido, y saca el terno negro con grandes estrías blancas.
–¿Así que los chicos, ah? –y empieza la danza.
El gordo recordando esto, hunde los hombros y agacha la cabeza blanca en canas, las que parecen haberse domado por fin y le caen lacias y mojadas por el sudor de la remembranza.

“Diviiina adolesceeencia
Ooh beeella Juventuuud...”


Es el aniversario y están todos cantando el himno de la Escuela en el gran hall, para dar comienzo al acto. En un costado, hacia el gran ventanal que mira al patio, próximo al proscenio hay un grupo de muchachas, con sus cabellos dorados de sol matinal. Son de los cursos profesionales. Entre ellas, destaca una bajita y bien formada morena, de labios prominentes, con arrestos de mujer ya hecha y derecha, Raquel. En el estrado, “El Gordo” anuncia los números artísticos. La Orquesta. El poema infaltable de Víctor, el número cómico de Huala e Iván Arcos, el discurso de “Corcho”, el Director. “El Gordo” se ha convertido en locutor de la radio interna, y en habitual presentador de los actos del curso y de toda la Escuela. Se ha hecho conocida y característica su voz bien impostada y de léxico incipientemente correcto, su presentación siempre bien cuidada, con el pelo corto y peinado con gomina “Brancato”, para un mejor control de la indomable crin, el terno negro, la blanca camisa y la corbata azul, un conjunto que representa con fidelidad el ideal de la escuela y de su madre.
Arturo mira a los muchachos que le escuchan y a una muchacha en especial, con el desenfado que el oficio le ha ido dando. Al clavar sus grandes ojos en los de ella, éstos se quedan como suspendidos y sorprendidos, en una danza que el gordo aprendió de su madre en esas escaramuzas de siempre y que ahora, con esta mujer –lo intuye– es distinto, muy distinto.
–Carlos, ¿me puedes enseñar a tocar? –Carlos tocaba la guitarra.
–¿Qué quieres aprender? –indaga Carlos.
–Sólo una canción, una sola –dice Arturo, con seriedad.
–¿Cuál ?
–Raquel. De Leo Dan.
En todas las vueltas que ha dado en la vida, el gordo ha tratado de no llorar. Aunque, en esas vueltas, ha encontrado motivos de sobra.
–Señor Benard, usted trabaja hasta el treinta y uno.
–¿Por qué?
–Porque está despedido, señor.
–Pero, ¿por qué, señor?
–Lo siento mucho, señor Benard, pero tendrá que buscar otro trabajo.
“¡Conchetumadre!”, vuelve a pensar. El gordo se va donde su mujer, la Maiga. Pierre y la Yeri, sus retoños, están tan chiquititos.
–Maiga, me acabo de quedar sin pega...
–¿Qué vamos a hacer ahora, guatón? –llora la Maiga.
–¡Vivir, conchemimadre! Vivir… –brama el gordo.
La Yeri, de siete, cuidará al Pierre, de dos, y la Maiga tendrá que apechugar, que buenas pechugas tiene para criar y así también las tendrá para alimentar la fe de los cuatro, mientras el gordo saldrá a buscar una pega.
El gordo va pronto a cuidar autos, a picar leña, a lavar letrinas, a fregar pisos de rodillas, al Monserrat Gran Hotel. ¡Putas el frío grande! ¡Putas el sueldo de mierda! ¡Putas la güevá!
Una noche, acurrucado bajo la manta de Castilla, con el sombrero hasta las orejas, mientras vigila los autos en el estacionamiento y permanece sentado en el escaño de cemento, recuerda. Va bajando la cuesta desde la estación de Antilhue hacia el bosquecito. Está en sexto año. Ella ya es maestra y trabaja allí, en ese villorrio de trenes y humo de carbón de piedra, de tortillas con longaniza y espera larga en la llovida estación. Raquel está allí en el tronco caído donde les gustaba sentarse.
–¿Te acuerdas, Raquel, de ese acto de aniversario?
–Sí, me acuerdo.
–¿Qué pensabas de mí, Raquel?
–Qué eras... lindo.
Recuerda que esa misma tarde había ido a la Academia de letras, donde Raquel solía ir a leer o a conversar de poesía, y la había invitado a dar una vuelta, sin decir agua va. Había dado muchas vueltas también para que sus padres no supieran. “–¡Que te pille pololeando yo, no más!” –le advirtió su madre una vez. “–Sí, madre” –dijo él, por contestar algo. El sábado siguiente la llevó a la fiesta de cierre del aniversario. Había bailado con ella y conversado de tantas cosas y sus nervios se habían comportado maravillosamente. A las doce en punto, llegó su padre. Con el levitón tipo militar impermeable, botas altas y un revólver en la sobaquera, para defenderse de los maleantes, según él.
–¡Vamos, hijo! –dijo, gentil pero terminante.
–Pero, padre, si son recién las doce! –protesta el hijo.
–¡Sí, son las doce, hora de irnos, o te las verás con tu madre...!
Se van.
En ese bosquecillo de Antilhue se habían quedado él y Raquel por horas mirando el cielo, tomados de la mano o abrazándose tiernos, a medida que la luna tejía la sombra de sus cuerpos en el suelo húmedo. Pero sólo habían entrecruzado palabras afectuosas y sentimientos nobles.
–¿Pasó algo entre ustedes? – le pregunto ahora.
–No. Sólo cariño de estudiantes. A la antigua.
Le creo.
“El futuuro de Chiile nos llamaaa
desde lo alto en que está el tricoloor...”


Canturrea en su interior, izando la bandera con sus alumnos allá en Arquilhue, en la precordillera. En medio del himno nacional, se le había metido la estrofa del querido himno normalista. El futuro de Chile, sus hijos, la Yeri, el Pierre, qué sería de ellos allá en Valdivia, esperándolo a él durante meses en el terminal del micro. Finalizado el acto matinal ese lunes, aún le quedaba todo el resto del día y cuatro días más, antes de tomar la vieja y destartalada cacharra, después de diez kilómetros a pie por el semibarroso camino, que serpenteando las laderas del monte llegaba al villorrio y, desde ahí, echaba rumbo al noroeste y, luego de cuatro horas, estaba en Valdivia.
Largos días. El jueves, el gordo ha comprado el saco de papas, alimento para su prole; el viernes, al medio día, lo ha cargado sobre los hombros y con la mano libre, ha tomado el bolso con la ropa para lavar.
–¿Qué pasa, maestro?– se sorprenden los niños.
–Pasa que se suspenden las clases de hoy día, porque me marcho a Valdivia a llevarles papitas a mis hijos y a la Maiga, mi mujer. Éso pasa.
–¿Le ayudamos a llevar el saco hasta la micro, profesor?
–No, muchachos, que esta carga la cargo yo como sea, que para eso Dios y mi madre me hicieron las espaldas bien duras...
Desde niño llevaba cargas. Su abuelo, francés legítimo, un hombrón grandote y de ojos verdes grisáceos, con su media lengua más gala que chilena, garabatero contumaz y con aires de patrón no lo quería al gordo, chico entonces, pero aindiado, mechas tiesas y mocos colgando. Un día le ordena que se acerque y le limpia los mocos con un papel de diario hasta hacerlo gritar.
–Este indio’e merrrde no es mi nieto! –condena.
Pasan los años. Arturo está en quinto de la Escuela Normal.
–Avisan que tu abuelo ha muerto.
–Bien muerto está.
–¿Vas a ir a su funeral?
–No voy a funerales de viejos de mierda...; y no es mi abuelo –concluye.
Habían sido muchas las ofensas, muchos los pequeños dolores que soportar a expensas de aquel hombre, origen de su apellido. No fue al funeral.
Otra vez, antes de Las Ánimas, antes del Comercial, de Arquilhue, del Hotel Monserrat, está en el Tambillo, orillando el río Cruces, hacia bien adentro de la selva valdiviana. Verdor y cantos de pájaros, el martín pescador picando la madrugada de troncos, el agua juguetona, los peces de plata, la luna en las profundidades tratando de pescar la luz inagotable de las noches del río.
Recuerda el futuro. Es abuelo. Ha ido a un pequeño valle, surto en una perdida hondonada, llamado Arquilhue, a mirar con ojos profundos un pasado aún no vivido. A conversar con un hombre de manta gris y ancho y raído sombrero, que tal vez es un conocido de otrora, un padre de algún alumno, no lo sabe, a pescar un insomnio de añoranza. Hay frutos en el árbol que plantó y esos niños de ayer han prendido raíces en la tierra y ramas firmes y frutos que corren en el patio de la escuela, que se dobla en la quebrada como un fantasma cansado de esperar la vuelta. Se llama Pablo, el don. Pablo Oporto. Don Pablo quema unas matas de murra, avivándolas de cuando en cuando con una horqueta.
–Qué quema tanto, don Pablo, ¿no ve que puede ser malo?
–Es que quemo, precisamente, lo malo profesor. Después de quemar lo malo, plantaré lo bueno. Así vivo yo.
Una vez, también soñó en lo que vendría. Arquilhue, hermoso de cerros y empastadas, las laderas amarilleando del oro de los yuyos y el sol, escarmenado en el agua de los riachuelos, bajando de la montaña. Primero sueña acostado. Sueña en el catre. En ese catre de tablas tendidas entre dos mesas de escuela, en que no cabían dos y a duras penas cabe uno, él, cuidando de no darse vueltas muy rápido, para no caer. Sobre otra mesa, la pequeña radio Mitsubishi a pilas, toca música del lado argentino. Sueña en la escuela, en la cual no cabe más de una veintena de alumnos, apretados en la salita, codo a codo, manta con manta, para no tener frío. Sueña en los pies de esos niños de ese pedazo de dura patria, de los cuales pocos calzaban zapatos, la mayoría, dieciséis, iban descalzos, con una piel gruesa de tanto hielo y de subir y bajar cerros y atravesar por los vados de piedra la casi escarcha de los riachuelos, el mayor que venía ancho y medio turbio y, el menor, angosto y con claridades de superficie, donde asomaban los musgos sobre las piedras lustrosas y con oscuridades, donde las truchas se adivinaban como sombras fugitivas, tratando de ocultarse de algún posible peligro. En la hondonada vivía la escuela. En ella, sobre el catre de tablas tendidas, rústicas, cubiertas con el retazo de moltoprén, sueña el gordo; y en el sueño, otro sueño. Va en éste caminando por el sendero de tierra húmeda y lo alcanza un lugareño. Sin rostro y sin boca le dice “por aquí suelen matar gente”. El gordo tirita, pero recuerda que sólo es un sueño dentro de otro. No obstante, el hombre saca un largo y ancho machete y lo ataca. El gordo, que nunca ha peleado con alguien, pero que ha aprendido a esquivar la huasca materna con habilidad y rapidez, lo esquiva, evita la muerte y corre, sudando frío, sudando frío gira, sudando frío cae y se levanta, sudando frío se vuelve para enfrentar al malhechor ficticio, pero éste se ha desvanecido; el gordo, sudoroso aún, se detiene contra un árbol a orinar y orina, orina, orina interminable, con placer, con aplacado susto, orina tibio, tibio, y lo tibio lo despierta. “–¡Mierda, me estoy meando!” Es un sueño incrustado en otro, pero igual. El gordo se está meando en la cama contra la espalda de la Maiga, que duerme, profundamente, a su lado. Desde entonces opta por usar una pelela todas las noches y levantarse a orinar a eso de las cuatro. Y no volverá a soñar dobles sueños mojados ni futuros adelantados y de miedos que no existen. Aunque Arquilhue es real. Está allí, en el trayecto, es su vida, cargada de sacos y de rabias que se endulzan con optimismo y porfía.
En la infancia comienzan las cargas. Un día osa quejarse de algo que le parece injusto.
–¡Mamá, a mí me diste menos castañas que a mi hermana!
–¡Ah, sí, conque menos castañas que a tu hermana! A ver, ustedes. Denle sus platos a su hermano. Al tiro.
–¿Querías castañas? Pues ahí tienes castañas. Cómetelas todas. O si no, ya vas a ver.
El gordo se come un plato. Se come, lento, dos. Se come, sufriente y sudando frío, saciado ya, la mitad del tercero. Se gana la enésima zurra de su vida.
Otro día, quiere comer cerezas. Se ven tan rojas y brillantes en el árbol.
–Arturo, no subas, te van a pillar –le dice su hermano. Pero están tan bonitas esas cerezas.
Arturo, el gordo, sube al árbol y come cerezas, grandes cerezas maduras y dulces, muchas cerezas, hasta que se abotaga. Y para que no lo pillen, se las come con pepa.
Pasan dos días. Al tercero ya no aguanta.
–¡Madre, me duele el estómago! –se queja.
Su madre, lo mira solamente. Y las miradas, colgadas en el aire, se saludan, se desafían, se descubren.
–¡Así que estuviste comiéndote las cerezas! –acusa la madre.
– Sí, mamá.
–¿Y las pepas?
–Me las comí, mamá –confiesa el gordo, poniéndose los bracitos cruzados sobre la cabeza hirsuta.
Otra zurra, mierda… y al hospital para que lo desatranquen a dedo.
Hoy, es sábado y va del brazo con su hija, hermosa, delgada, con los ojos verde–grisáceos del abuelo francés y con un vestido blanco y largo de novia. El gordo, con terno verde oscuro, con el pelo negro teñido, impecablemente peinado con gomina y luciendo con orgullo una enorme insignia en la solapa, la insignia dorada de la Escuela Normal, entra a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde sus padres, primero y él, después, se casaran. Faltan cinco minutos para las cuatro del 15 de febrero.
–Gordo chiflado –comenta uno.
–Gordo grande –digo yo.
Su madre, severa y orgullosa, lo mira. Cómo ha crecido el indio, su indio, al que no pudo ondularle el pelo, pero si le amoldó como pudo el alma, para que sea un hombre recto como una vara de coligüe, honrado como su abuelo, Santiago Bravo, que le diera el apellido materno, bueno como el pan que ella amasaba con sus manos oscuras.
La hija recibe los sacramentos, recibe el anillo de manos de su esposo que la besa con amor, y recibe el abrazo enorme y emocionado del gordo, su padre.
El gordo la abraza con fuerza y coraje. Y después, camina lento a abrazar a su madre, que lo mira con rara ternura desde un rincón de la iglesia. Al gordo le aparecen dos gruesas lágrimas en sus ojos grandes de lechuza, las que velan las redondelas de carbón y de noches encendidas de sueños, con espesas nubes que se vacían luego, en copiosos torrentes de lluvia contenida por siglos para dejar pasar por fin la luz.

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