domingo, 27 de julio de 2008

14. “TRAPITO”, EL NIÑO QUE VIO CAER UNAS PALOMAS

LE DECÍAN “Trapito”.
–Trapito, trae el trapo pa’ limpiar el guater. –Voy, señora.
–Trapito, lleva el balde’e la leche; la señora Pepa lo va a querer.
–Ya lo llevé ya, mamá.
Trapito no conocía el pueblo, pero sabía que estaba detrás de esos cerros, tras la parte más azul, donde dicen que se criaba el viento y se formaba la lluvia. Había ido una vez al faldeo cuando su padre se fue, el caballo se perdió, la vaca se enfermó de pizotia y cayó una paloma muerta del cielo.
En la escuela estuvo dos años, pero no quiso seguir porque en ella se lo pasaba pensando en las cosas que tenía que hacer en la tarde, cuando llegara a la casa, y la señora y su madre empezaran a mandarlo para todos lados. Además que aprendió rápido los números hasta el cien, que eran los principales; y a leer aprendió aún más rápido y sin saber por qué, quizá por el apuro de saber, o bien por el empeño que hizo de no llevar nunca muchas tareas a la casa donde tenía que apartar la vaca, encerrar el caballo, limpiarlo del barro que recogía galopando por el camino, guardar la montura y los arreos, trapear la cocina luego que todos se acostaban.
–¿Trapito, no vas a ir a la escuela? –le preguntó su madre, que ya sabía la respuesta, la misma de todos sus hijos cuando dejaron de ir a la escuela.
–No madre, ya aprendí lo que había que aprender, los números hasta cien y todas las letras y los puntos cardinales, cómo se hace el viento y la lluvia y todas esas cosas.
–Trapito, vas a ir al pueblo –le dijo, dos años después, doña Pepa.
Trapito se quedó mirándola pero sin entender.
–Sí. Vas al pueblo, así que ensilla el caballo –mandó ella.
Trapito comenzó a pensar en que estaba grande desde ese mismo momento. Tenía 10 años de estar ahí en esa parte de detrás de los cerros, en la parte más verde de la explanada, trapeando los pisos de la casa principal, ensillando el caballo, arreando los bueyes, enyugándolos, ayudando a arar el campo para sembrar las papas y la avena y el maíz y siempre esperando a ir allá, donde todos decían que había mucha gente, allí donde se vendían y compraban cosas, donde estaban las casas grandes, tan grandes que en una sola de ellas vivían más personas que todas las que vivían allí en los faldeos y entre los sembradíos. También pasaba el tren por el medio del pueblo, ese invento con locomotora y coches para llevar gente hacia otras ciudades o traerlas a éste.
Se fue a trotecito lento porque el caballo no podía más, tenía tanta edad el animal.
Cuando había andado hasta donde él conocía, empezó a llover. Entonces se acordó que había pensado muchas veces en eso: “–La lluvia nace aquí. El viento algo más allá.”
La verdad es que el viento comenzó en la parte que él pensaba era donde debía empezar. El caballo comenzó a atravesarse, evitando que el viento le diera de frente y un poco molesto también por la lluvia que le entraba por la gran nariz, que echaba vapor que era vicio.
Trapito se llamaba Conrado, pero pocos lo llamaban así: su madre cuando se enojaba, su abuela Rosario, la señora Pepa cuando estaba triste. Los demás le decían “Trapito”, por causa de que cuando los otros niños jugaban con tierra, él andaba qué tiempo con un trapo dándole golpes a las gallinas para que salieran de la cocina o al caballo, para espantarle las moscas o limpiando el piso de la casa grande. Tenía otro que no usaba para esos menesteres, sino que lo llevaba envuelto en el cuello y a veces lo usaba para jugar juegos tontos, como imaginarse laceando el caballo o haciendo amagos de boleadora o atándolo al poste de la cocina para columpiarse colgado por los sobacos. Había sido la bufanda de su padre y le servía principalmente para quedarse dormido respirando su aroma ácido antiguo en las noches, cosa que lo hacía soñar sueños que podía repetir cuando quisiera.
Al llegar a la cima del cerro más alto, lo vio. El pueblo. Lo curioso era el sol que lo mostraba claro y cercano. Curioso porque, donde él estaba parado, llovía. Entonces comprendió que estaba en el límite del mundo. Lluvia aquí, sol más allá, viento a este lado, calma en el otro. También era probable que el norte y el sur se juntaran allí, y el este y el oeste, los cuatro puntos cardinales de los que el profesor les había hablado en la escuela, también el cielo y la tierra, el calor y el frío y todas esas cosas que llamaban fenómenos.
Pensando estaba en esas cosas cuando cayó la paloma. Golpeó suave sobre la tusa del caballo y cayó al suelo, por lo que al comienzo Conrado creyó que se había muerto por el golpe en esa parte dura del animal. Pero después vino otra no muerta, sino viva y como asustada volando rauda hasta donde yacía la otra.
–Es la compañera –se dijo Conrado. La paloma muerta era azulina y blanca y de ojos salientes, tal vez del miedo a la muerte. La otra era más grande y de un color más oscuro y de ojos rojos como de llanto grande. Habían venido en el viento, quizá del mismo modo como aquélla vez de cuando tenía seis años y fue tras las huellas del caballo y de la vaca con pizotia y le cayó del cielo esa otra paloma, azulina también y seguida por otra muy triste que era su compañera. Aquella vez era muy pequeño para pensar en nada y muy luego se olvidó de eso, en cuanto encontró el caballo y pudo subirse a él y buscar la vaca, que babeaba y andaba dando tumbos de enferma, con lo cual completó esa tarde. Pero, ahora… Hacia abajo, en la punta del camino, después de las lomas que amarilleaban con el yuyo, estaba el pueblo que, de repente, se había vuelto oscuro por un humo que no sabía de dónde había salido.
–Es el Norte. El tiempo se quiere malear –pensó–. La paloma vino de allí.
El niño no quiso seguir. Endilgó al caballo de vuelta por el senderillo y al cruzar el riachuelo se le ocurrió que las palomas andaban siempre de a dos. Si moría una, la otra moriría también de pura pena .
Cuando su padre se marchó fue de madrugada y a través de ese cerro, y tal vez si haya alcanzado al pueblo muy temprano, antes que lo alumbrara el sol y pasara el tren zumbando más fuerte que el motor del aserradero de los Sánchez. Trapito lo había visto levantarse y le había llamado cuando salía, pero él, sin decirle nada, se había acercado a la pequeña cama, le había envuelto la bufanda en el cuello para luego salir con los ojos duros y con tranco recto y rápido, para perderse detrás del sembradío de papas, junto al corral de las gallinas, cosa que Trapito vio desde la ventana del dormitorio donde dormían todos allí en la casa. Esa mañana, hacía ya cuatro años, fue por primera vez hacia los cerros en busca del caballo y la vaca con pizotia y también para ver las huellas de su padre en la tierra del camino y había visto caer esa paloma.
Esta vez, Conrado ve venir al hombre cerro abajo con paso recto y rápido y por el mismo sendero por donde él y su caballo han pasado. No quiere ponerse a pensar en las explicaciones que dará a su mamá y a la señora Pepa de su decisión de no ir al pueblo, no quiere inventar una mentira de niño para explicar todo aquello de las palomas que caían muertas y siempre venía otra detrás a llorarla, no quiere pensar en su padre que se fue por ese mismo camino y prefiere mirar a aquel hombre que viene bajando la loma y al cual hasta le parece oír que le llama “–Conrado…”, pero se pone contento de pensar que se sabe los números hasta el cien que son los principales, y de saber que ya ha aprendido lo que había que aprender, las letras y los puntos cardinales, cómo se hace el viento y la lluvia y todas esas cosas que aprendió en la escuela, quizá por apuro o bien por el empeño que hizo de no llevar nunca muchas tareas a la casa donde hay tanto qué hacer, apartar la vaca, encerrar el caballo, limpiarlo del barro que recoge galopando por el camino, guardar la montura y los arreos, trapear la cocina luego que todos se acuestan. “–Conrado…” –le parece oir de nuevo pero sigue cerro abajo, sin volver la cabeza, pensando en todo lo que esa tarde no hará porque en la casa andarán de seguro todos trastornados y nadie se preocupará de mandarlo para esto y lo otro, que Trapito acá, que Conrado allá y todas esas cosas que siempre le están diciendo y que ya lo tienen harto aburrido.

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