domingo, 27 de julio de 2008

12. BORRACHO PERDIDO

ERA UN TÍMIDO escritor, borrachín de las madrugadas del puerto y, en olores, hedía como el que más. En el mercado lo conocían años, desde profesor que olía a lavanda y vino de fresas y vendía poemitas breves a los transeúntes, los que hablaban un poco de amor y mucho de dolencias, dolencias graves como las de él. No menos tímido por más ebrio, pedía por favor los tragos, y aun cuando ya nadie compraba sus entelequias verseadas por lo rancias amén de amargas, muchos cantineros le daban igual el copón de chimiscol bigoteado de otros curagüillas más tempraneros o noctámbulos que él, en consideración a que lo sabían profesor y, más aún, poeta que escribía cosas de ellos, cosas reales.
El poeta tenía un libro. Un libro de verdad y alguien que una vez le soportó la amistad, un imprentero y lector viejo de todo lo que pasaba por sus ojos, quien lo olfateó talentoso, tomó esas hojas sucias, con grasa de sopaipas, con hollín de respiradero de hotel –caliente cama de los príncipes callejeros, donde también caía muerto de hambre y tragullo el escritor– las tomó, las transcribió sin quitar comas ni ponerlas, y un día de tincadas las envió a España a ese concurso grande, el de Azorín, ahí en Talavera de la Reina, donde premian sólo a los buenos, cosas que el imprentero sabía por esas aficiones que algunas personas tienen de indagar. El borrachín siguió tomando cuesta abajo en la rodada allí en el muelle y en los riñones mismos de los hoteluchos que parasitaban en torno al ferrocarril, donde respiraban los extractores sobre la calle, solaz para los cuerpos de los vagos, pungas y cocidos que pululaban disputando lugar a las ratas, los perros y sus respectivos parásitos. El amigo imprentero siguió en lo suyo y olvidó los versos del antiguo amigo, quien ya no lo fue en virtud de ese instinto que aleja de los borrachos y de los pedigüeños de moneditas, bazofia y miseria juntas en la que se iba convirtiendo el poeta, cada vez más solo y miserable en su jaula, cada vez más borracho de mierda, más perdido, al cual ya no necesitaba como amigo.
Cuando en España hubo que decidir, decidieron y al hombre que andaba en sus rumbos y ya no escribía porque ya no podía mantener derecho el lápiz ni cuerda la pensadora, lo premiaron como al mejor y eso que sabían de concursantes y, esta vez no más, habían leído a 1.151 poetas o seudo poetas del mundo hispanoamericano, a razón de 80 cuartillas cada uno como mínimo, según ellos mismos habían puesto como requisito. Pidieron datos del poeta, don Salambo Salazar Huerta, y nadie supo entregar la misiva porque no conectaron Salambo ni Salazar ni Huerta con “Diez Lucas”, “Borrachín de a Peso”, “El Cuntra”, “El Poeta”, esa hez arrastrándose por la madrugada de los muelles del puerto, curado hasta las masas ya y siendo las siete de la mañana recién. El imprentero ya no vivía en la dirección que anotó en el sobre y a los nuevos moradores nunca se les ocurrió dónde podían hallarlo aunque sí discurrieron sugerir que la entregaran a la biblioteca pública, que allí podían saber. La señora Ella Chziscke, la vieja bibliotecaria, recorrió el catálogo de escritores, 27.000 libros, 3.700 autores del país, setecientos de los últimos cinco años, 695 bodrios inapelables y ningún Salambo Salazar Huerta. O sea, tenía que ser un seudónimo o bien un aparecido de las letras, aventuró don Juanito Copihueique, hombre que no leía pero que escuchaba las conversaciones y se lo pasaba en la biblioteca por si encontraba allí a la “Liebre”, la muchacha de breve cintura y anchas caderas, joven y bonita estudiante universitaria que él pretendía en sus sueños. Juanito, lengua suelta, a la sazón auxiliar de la cocina de la Escuela Pública, se lo contó a Don Ronaldo director de la escuela quien de inmediato se fue donde doña Ella y luego de pedir “Memorias de una Pulga” y otros libracos como para justificar su visita a la biblioteca, preguntó al pasar por una carta que andaban diciendo habían mandado de España para un escritor que decían era del Puerto y a lo mejor él podía conocer. Sagaz don Ronaldo había preguntado primero a Copihuieique por Salambo, un tal Salambo que dicen que es Salazar; y un niño que jugaba a las canicas por ahí cerca, dijo casi gritando pero si ese era mi profe. Don Ronaldo pensó y dijo que había que dar fe al cabro porque éste venía de antes que él en la escuela y, repitiendo por cinco años seguidos el primero y un poco menos los otros cursos, así que tenía que saber. Así que con esos datos se fue a la biblioteca y doña Ella en virtud de su autoridad de Director de la Escuela Pública le leyó la carta. Los términos de ésta, fino intríngulis léxico para ese rústico director de escuela, más cercano al vate por los tragos que bebía subrepticiamente a diario en bares vecinales para aminorar comentarios que por el dominio idiomático, expresaban admiración y felicitaban al poeta, fundamentalmente por su conocimiento del alma humana, sabiendo expresar con belleza y descarnado realismo lo ruin y lo excelso, lo grande y lo nimio, rodeando al lector de una mágica ebriedad. ¡Era que no! Y, luego, lo hacía merecido ganador de una medalla con la efigie de Azorín, el gran Azorín, y de un cheque de $ 5.000.000 de pesetas, que el poeta debería recibir, lo que honraría a los Organizadores de tan magno evento literario, en persona, en la ceremonia etc, etc., a desarrollarse en Talavera de la Reina, España, el día..., etc. Habían enviado algunos ejemplares del libro, uno de los cuales le fue entregado al Director.
Don Ronaldo se fue derecho al muelle, dispuesto a hallar a Salambo, pensando más bien en el honor para la escuela el que un ex maestro recibiera tal premio, pero muy complicado respecto a cómo arreglar el asunto de la borrachera de Salazar.
En el muelle le dijeron que lo vieron por última vez en la mañana.
En la mañana también lo vieron por última vez los otros miserables borrachos que habían aguardado juntos a que abrieran los bares para apagar la primera sed.
Eran las once. Preguntarles a esa hora de sol era igual que nada. Todos dormían la primera vuelta en sueños profundos calentados por el astro rey, vaporosos bultos humeando alcohol y fetidez entre los cuales no reconoció al Poeta al que se lo habían descrito más enjuto que ninguno y siempre vistiendo un terno azul muy raído y además una corbata. Al puntapié en el trasero que les propinó don Ronaldo respondieron con un gruñido y siguieron en su mona de muertos irrecuperables.
Los perros lo habían visto también y a ésos para qué preguntarles.
Don Ronaldo se metió al “Cirus Bar”, que a esa hora estaba vacío. Preguntó al cantinero por el poeta a lo que éste contestó con un encogimiento de hombros y un debe andar por ahí si es que no ha muerto.
–¿Por qué? –curioseó don Ronaldo, echándole un ojo a la estantería de los vinos caros.
–Está enfermo. La rosita lo tiene en las cuerdas. Está hinchado como sapo y apenas levanta la botella. Hace tres días que no aparece por estos lados.
Don Ronaldo se quedó pensando en la botella verde, de cuerpo redondeado, que en el estante permanecía solitaria y llena de polvo. Pensó que, por el precio, era excesivo para bolsas modestas; entonces tomó una decisión.
–¡Una de Blanco! –pidió– ¡Y dos copas!
–Embotellado? –preguntó el cantinero.
–En cajita, no más –pidió don Ronaldo. Cuando se la trajeron llenó la primera copa hasta el borde y se la echó de un trago. Llenó tres cuartos la segunda, recordando decencias aprendidas. “¡Por el Poeta!” –dijo y se la mandó al seco también, saliendo luego del recinto sin despedirse del cantinero.
–¡Profesor, olvidó su libro! –le gritó éste. Pero don Ronaldo ya iba lejos, rumbeando semitambaleante hacia la escuela.

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