domingo, 27 de julio de 2008

5. EL GORRIÓN Y LAS NOVELAS QUE NO SE ESCRIBEN

–PAJARITO CHOCO, ¿te amo yo?, –le inquiría al gorrión don Cesario cuando, a los noventa, había perdido memoria de todo lo importante, incluso de su amor interrumpido, la Juana Nogales. Presuntas palabras se invocaban en su boca sin dientes y las expelía, muertas y sin sonido, entre los ruidos hechos y derechos de la fábrica de botones. Esos sí que eran ruido, a las siete de la mañana, cuando el mundo empezaba a hervir, aunque Cesario hervía de más temprano por esa desgracia de haber perdido el sueño.
Cesario sacaba ciertas cuentas, que le venían sin llamarlas, de cierto itinerario y se iba repitiendo para sí lo que para los demás era la chifladura de los noventa.
–Chiflado, don Cesario, ¿no?
–Los noventa años, ña Juana.
–Póngale Nogales, porsia, hijo.
–Sí, ña Juana... Nogales, porsia...
–Cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando hombre llegué a peluquero, en la infancia pescaba truchas en el río Llollelhue, cuando viejo seré novelista..., cuando... –repetía monótono y casi sin mover los labios.
Para adentro, don Cesario es más cuerdo. Conversa en la antesala al olvido definitivo, escribe cartas a gentes que fueron, da vueltas en círculos sobre cosas que no sabe y quiere saber, se pregunta de por qué la Juana le hizo lo que le hizo y piensa en la novela que va a escribir sobre un gorrión que entiende el idioma de la gente.
–Sin duda, sólo me queda saber... de mi último retrato. Con los otros... ¡qué despedida ésa de la fábrica! ¡Ahí sí que se hacían botones! Le escribiré a don Altenor para contarle... Don Altenor..., jefe como ése no hay..., pero se fue...; ¿para dónde se fue, pajarito choco?
Retratos. Diecisiete fotografías que fueron y están ahí, en el álbum con tapas de cartón café y adornado con botones de concha de perla y otros de colores.
–Juana, trae el álbum.
–Voy, Cesario. Otra vez con el álbum, qué verá tanto en esas fotos este hombre.
–Son mis edades sucesivas –musita Cesario, que oye todo desde dentro de su semiextravío, del que sale a ratos y en el cual se vuelve a perder–; en diez, que son mi juventud, soy viejo, perdido en el trago, qué lesera. A los sesenta, tengo sólo una vaga idea de lo que seré cuando viejo, más por un retrato de mi padre, tan parecido a mí a esa edad..., a ver dónde está..., aquí..., qué buen futbolista era..., si cuando lo vio don David Arellano se lo quería llevar, pero él, por nosotros y por su Elena, ni amarrado, prefirió seguir jugando aquí por el Atlético no más. A ver en esta otra, qué barbilampiño que era a los quince, ésta... ¡Juana Nogales..., quién mierda me revolvió el álbum! Ésta es de acá..., veamos pajarito choco..., un hombre cojo, yo cuando tenía treinta y dos y me caí en la fábrica..., qué grueso me veo con el overol y la muleta..., ¿pajarito choco, te amo yo?
Cesario piensa a su padre con cariño atrasado e inefable nostalgia, lo recuerda grande y justo diciéndole que vaya a la fábrica mejor y no piense más en ser maestro de escuela, que para eso están los ñeclas y no los hombres fuertes como él y luego repite ¿pajarito choco, pajarito, te amo yo?, al gorrión que lo mira por la ventanita medio rota del dormitorio. Sus miradas son imaginarias desde hace tres días, no mueve una hoja del álbum que permanece inmóvil y sin abrir desde entonces y sólo lo toca débilmente con sus dedos cansados. Tampoco ve al pájaro ya, pero sabe que está ahí aún en la noche en que éste se acurruca en la rama más alta del ciruelo, donde está atado el cordel de la ropa en el que se para estoicamente a mirarlo durante el día.
–Ésta..., tengo trece años, la más bonita edad que tuve... –se emociona don Cesario y lloriquea.
–Ta viejo, don Cesario, ña Juana Nogales, ta llorando solo otra vez.
–Se acordará de sus leseras, hom...; hay que dejarlo, no más. –explica doña Juana, que sabe el porvenir pero se resigna.
En otra, más ocre y borrosa, se ve a sí mismo de pantalones cortos y tiene un casco de bomberos que le queda grande. “Pajarito choco, ¿dónde has ido...?, te amo, pajarito...”, viste de pantalones cortos y una camisa blanca que los suspensores aplastan fuertemente sobre unos hombros flacos, pero firmes. Esos pantalones, pajarito choco, se los di a César, mi hermanito, a cambio de la pelota de fútbol, ¿recuerdas, pajarito, qué pelota, qué ganas de meter un gol con esa pelota vieja, de pedazos de cuero de zapatos? Mis tres tíos de Paillaco, qué buenos zapateros eran, pajarito choco. De allí venían los cueros aquellos; ellos hicieron esa pelota de cascos. A esa edad se me cruzó por la mente la idea de que algo malo me pasaría en el camino, no sé por qué se me pasó la idea, pero se me pasó... y así fue, pajarito.
Don Cesario le va contando al gorrión de todas esas cosas que recuerda de las fotografías, frescas hoy, borrosas al minuto, olvidadas luego y vuelta a empezar. De sus sueños de ser maestro de escuela, de esos de escuela de campo, como don Juan, su maestro. Sueños cortados de cuajo por la imposición de su padre al que no le reprocha esa decisión. “–Yo le ayudaba al maestro a poner las notas en un libro grande y azul, de tapas gruesas, en que estaban las notas de todos nosotros. Yo corregí la mía, la de aritmética con el lápiz de palo y don Juan sin decir nada la remarcó con azul de su lapicera fuente, la mejor nota que nunca me saqué. Pero nada cambió por ello, pajarito choco. Seguí sin entender las tablas que había que decir de corrido, los ángulos obtusángulo, el rectángulo, el acutángulo, el triángulo equilátero tres lados iguales, el isósceles de piernas iguales, el..., diablo de geometría, que nunca encajó con las cosas de las casa ni de la cancha de fútbol, de los cerros del pueblo, las vueltas del Llollelhue, siempre tan helado y medio turbio y lleno de hojas a la deriva y juntándose en los remolinos, donde en las tardes saltaban las truchas... Cesario pescaba allí a esa edad todavía, pero cada vez era menos feliz. Venían haciendo la carretera desde el norte y decían los hombres que llegaría pronto allí, a ese lugar lleno de árboles, entre los cuales pasaba el río donde iba a pescar con el Javier González y sobre el cual armarían un puente que borraría los senderillos y terraplenes desde donde Cesario y Javier lanzaban la lienza. Qué será de Javier, ese negro bueno pa’la pelota, si era como yo...; Juana, trae el álbum que quiero ver a Javier González..., tú sabes lo amigos que éramos.
–Cómo cambió ese río, tú sabes de paisajes, gorrioncito –se lamenta el viejo mientras Juana le acomoda el álbum sin abrir entre los dedos y que se ha deslizado un poco hacia un lado cuando le ha venido esa falta de aliento de los últimos días.
–De hecho, llegaron los camiones grandes con tolva y las palas mecánicas; se llenó de grúas el camino de ripio por donde íbamos nosotros al río, y cuando lo hicieron, era temprano, casi madrugada. Yo estaba allí solo esa vez, pajarito choco, con la lienza de pescar, la cual estaba batiéndose en el agua por los corcoveos y tirones de esa trucha, que resultó ser la más grande que he pescado en mi vida y que arrancó cuando di el jalón con el susto del ruido de las máquinas.
–Ese día terminó mi infancia. Ese día comenzó la mala, pajarito..., pajarito..., dónde te metiste, pajarito choco...
–Juana… –grita cuando no ve al pajarito, al que cuando está parado sobre el cordel lo ve sin ojos, porque éstos ya no los abre.
La Juana Nogales viene encorvada y sumisa como siempre a los gritos.
–Juana Nogales..., mi vieja choca, arréglame la cabecera, que hay que dormir. –Doña Juana lo acomoda como puede, aunque sabe que él no dormirá.
–Padre, inquietos están los caballos.
–Es por el terremoto, hijo.
–¿Qué terremoto?
–El que va a venir.
Es un diálogo viejo éste. La Juana lo escucha. Es de cuando el terremoto grande, el cual don Cesario adivinó. Es con el César que habla. Es con el César, que nacería para ser maestro de escuela –cosa que él no pudo– y para irse de allí bien lejos, donde no molesten los ruidos de las motoniveladoras y armar familia y librarse de la tentación de quedarse para siempre en el pueblo, como obrero de la fábrica. César, el hijo. no lo ve pero él sí lo ve a diario en sus soliloquios. Lo ve cuando le enseñó a pescar con un anzuelo de cobre para no gastar uno de verdad, porque seguro que iba a quedar enredado en el fondo.
–No importa que no pesques, Cesarito. Es sólo para que sepas.
Pero César sí pescó. Eso fue antes de que el río se secara, por lo de la carretera y por el terremoto que cambió todo. Y pescó un salmón plateado y pequeño que su padre mide con la mano.
–Mide dos jemes, Cesarito, te lo puedes quedar porque es de buen tamaño y no hay que devolverlo al río.
–¿Cómo sabes que vendrá, padre?
–¿Vendrá qué, Cesarito?
–El terremoto...
–Vendrá, porque los animales saben.
–Y cómo saben ellos.
–A ellos les avisa el sexto sentido.
–Qué es éso.
–Es como un ojo que no vemos, pero está ahí y puede ver más que los otros ojos que tenemos en la cara –se enreda don Cesario.
Los diálogos son incesantes, apenas un murmullo de esos labios que ya no quieren recibir alimento y están resecos y despiden olor a velas y carne mala y que sólo se aclaran cuando llaman a doña Juana.
Don Cesario tiene cuarenta años y se vuelve peluquero de la noche a la mañana, un día en que César le cuenta que en la escuela no lo recibirán si no va de pelo corto.
–Yo lo haré –decide don Cesario y procede con las tijeras con que doña Juana corta géneros.
Descubre que puede tener otra profesión fuera de la de hacer botones en la fábrica. Y va donde “Dedos Mochos”, el fotógrafo, para que inmortalice su tenida de delantal azul y su primera máquina verdadera de cortar el pelo en la mano.
Un día vienen los carabineros y le dicen que Cesarito está detenido:
–Por qué… –pregunta don Cesario, sin alzar los ojos del suelo.
–Pescando sin permiso, el perla.
–Yo le di permiso –desafía don Cesario.
–Con qué autoridad, don Cesario.
–Será con la que Dios me dio, pues mi cabo –exclama taimado el hombre.
–Por esta vez no va p’adentro –dice el cabo, pasando por alto el desafío y pide a don Cesario que lo acompañe.
–Si hace falta me dejan a mí, no más.
–No hace falta, don Cesario –apacigua el cabo.
–En consideración a usted, que es tan correcto siempre, el cabro queda libre. Pero tiene que irlo a buscar al retén.
En el ahora, don Cesario se ha dormido hace como tres días ya y sólo respira con ruido estertoroso, intercalando suspiros y quejidos.
–Pajarito choco..., nos vamos –murmura el viejo.
Recuerda lo linda que quedó la carretera, que empezó a llenarse de automóviles, camiones grandes, buses multicolores que quitaron el silencio de las noches de su infancia y terminaron con los trenes que eran lentos y se detenían a cada rato, y dejaron la tendalada con perros y zorrillos y venados y gente. De cómo la fábrica comenzó a arruinarse, porque aparecieron otras fábricas y otros trabajos, en fin, cómo cambió todo con esa carretera enorme. Recuerda también el día que dejó de querer a la Juana, el día de todos los santos, cuando ella en los rezos de la iglesia lloró por Bernabé Cañizares, el español del almacén. El cura estaba nombrando a los difuntos y nombró a Bernabé, que estaba vivo, sin que nadie se diera cuenta, sólo él y la Juana que era joven y de carnes apretadas y que una noche no estuvo en casa cuando él hacía turno en la fábrica de botones.
Un día al terminar el turno, Cesario se dirigió a casa y al llegar, la Juana estaba ahí en la máquina cosiendo como todas las mañanas, sólo que cantando. Cuando él le preguntó por qué estaba tan contenta ella le contestó sonriendo que los pájaros cantaban aun sin estar contentos. Luego le sirvió el desayuno más abundante de su vida y de ahí en adelante no faltó más el pan ni la botellita de cuerpo redondo de vino en la mesa del almuerzo para don Cesario.
Éste pensó que las costuras de la Juana estaban aumentando y estuvo contento harto tiempo. Pero después oyó el rumor del pueblo y después vino el César con los ojos claros, el cabello con rulos y ese acento educado que lo volvió maestro de escuela.
Cesario nunca dijo nada. Pero en su corazón se fue instalando la distancia que los juntaba en la casa y la rutina, pero que los puso lejos en lo demás por siempre.
–Doña Juana, algo malo va a pasar. Un pájaro entró por la ventana. Lo quise agarrar pero se dio contra el vidrio y está muerto. Si quiere, vaya a verlo.
La Juana Nogales arrastra los pies para ver lo que sabe, sólo por conformar al muchacho que la viene a ayudar en las tardes.
–Doña Juana, don Cesario no se mueve y está tan azul..., y parece que está llorando, pero no se le oye respirar.
Don Cesario llora entre la niebla que lo envuelve; está la mañana esperándolo afuera de la fábrica y cuando zumban los generadores de la electricidad y las bielas resuenan por las muescas del engranaje que remontan sin parar desde hace tantos años, él apura el tranco hacia la casa para ver a la Juana porque, después de todo, es bueno verla, porque ella es la que zurce, ella es la que lava, la que le hace esos locros sabrosos y esas humitas de la huerta que él, en las tardes, cuando no hay clientes en la peluquería, siembra y en el verano cosecha y medio apura el tranco porque se está haciendo tarde y puede haber clientes esperándolo en la peluquería.
–Es el ánima –piensa doña Juana; sin llorar y casi sin dificultad, toma al gorrión muerto entre sus manos alisando sus plumas con ternura antigua y, abriendo las palmas del viejo, le acomoda el gorrión entre ellas y sin soltarlo y acercándole los labios al oído le pide perdón por todas las cosas malas que pudieron ser en la vida y le recuerda que César tiene un lunar en la rodilla izquierda, el mismo lunar que él tiene y tenía don Avelino, su padre, y el abuelo que era tan viejo y que mostraba orgulloso como la marca de la familia Pacheco.
Luego sale de la pieza y le dice al muchacho que avise por el telégrafo a don César hijo y en la iglesia al cura Alejandro y que pase a decirle a doña Justa que venga a ayudar a vestir a don Cesario, antes que se ponga más difícil de mover por la tiesura del tiempo.
El muchacho la mira como preguntando por el pajarito que ella dejara allí entre las manos del viejo.
–Es el alma –dice doña Juana Nogales con cansancio–, lo que iba a ser cuando viejo. La novela que iba a escribir.

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