domingo, 27 de julio de 2008

3. LAS GARDENIAS AZULES

LAS FLORES son hermosas. Especialmente las gardenias azules con que sueles adornarte el cabello. Incluso hoy al verlas bajo el esmerilado grisáceo del agua, con sus débiles tallos resistiéndose a ser arrancados por el torrente, y sus corolas estallando una a una por la fuerza avasalladora bajo un metro de río inexorable que lo inunda todo, descubro otro aspecto de su belleza: lo frágil y transitorio.
Tal vez aún me miran tus ojos desde algún lugar de la cocina, con sus semitonos pardos y brillantes, entornados para enfocar mejor desde tu creciente miopía y aparentando tranquilidad y celo en lo que haces. Pelas una papa o zurces una de mis medias o atizas el fuego por la boca de la estufa con la tenaza, intentando mantener el curso de lo cotidiano a pesar del martilleo incesante de la lluvia contra las calaminas y del viento en las ventanas.
También tu belleza es frágil. Comienza a abandonarte la tersura, de la que te vanagloriaste desde la primera vez, asegurando que la conservarías hasta los sesenta años, sin necesidad de humectantes, ungüentos ni aderezo alguno y que de ahí en adelante te las arreglarías con emplastos de barro mezclado con miel de margaritas.
El rosa aterciopelado que daba una suavidad de duraznos maduros a tu piel, se va quedando en los días que caen en el otoño de los calendarios.
Pero algo hay perenne en ti. Es esa serenidad que se acurruca en un rincón de tus pupilas y te salva de la angustia que traen las calamidades.
–¡Algún día dejará de llover! –me dices.
–¡Algún día! –te respondo, por decir algo y, sin dejar de mirar por la ventana, veo las flores bajo el prisma encabritado del agua. Parecen extenderse hacia adelante sus dedos de verde esqueleto vegetal coronados por destellos multicolores, las corolas, que de cuando en cuando se desprenden del tallo y se pierden río abajo entre los juncales, que no dejan su baile acuático en ningún momento.
Seguramente seguirá lloviendo el mes entero, como acontece en julio desde tantos años, especialmente desde el cataclismo que casi partió la tierra en dos y creó el río que ahora nos inunda. Cuando por fin se detenga, esperaremos a que suceda lo de siempre: el sol asomando su rostro amarillo; el vapor desprendiéndose de las techumbres de alerce y calaminas; las ventanas abriéndose a la primavera y llenándose de rostros familiares; el tren volviendo a entrar a la estación ferroviaria a las cuatro de la tarde; las novias eternas aferrándose a los conductores de esos trenes y a sus promesas de amor siempre postergadas.
Y sobre todo, esas flores. Que aquí en este valle siempre están ahí, invierno o verano, a pesar del castigo. Las gardenias azules.
Te dije que no salieras por ellas. Llovía demasiado y podías resbalar y caer al agua. Tú sabes. Le pasó a tantos en el valle en otras salidas de madre del río.
Desde el esmerilado grisáceo y raudo del agua siento que me miras. Y las gardenias azules de rara belleza, se ciñen indiferentes al empuje de la riada sobre tu frente tersa, tan tersa como cuando te ufanabas de ello, cuando tenías 20 años.
Sólo el terciopelo de duraznos rosados ha muerto, mientras el agua te arrastra río abajo.
Y yo, viejo de golpe, te miro alejarte desde la ventana.

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